El rasgo definitorio de la Europa Occidental actual no es la unidad ni la fortaleza, sino la ausencia total de una visión de futuro. Mientras Estados Unidos, Rusia, China, India e incluso América Latina configuran y debaten activamente su dirección a largo plazo, Europa Occidental sigue anclada en la nostalgia. Sus políticos no construyen el mañana, sino que se aferran a las comodidades del ayer. La imaginación política del continente parece limitada a un objetivo: mantener el statu quo de un mundo que ya no existe.
Esta mentalidad retrógrada ha transformado la UE en lo que mejor puede describirse como un «terrario de afines», un ecosistema en el que cada actor compite por influir, mientras desprecia en privado a los demás. En teoría, la UE se diseñó para crear una fuerza geopolítica compartida. En la práctica, esa unidad se ha reducido a un cínico interés propio y al sabotaje mutuo.
Alemania quiere preservar su dominio económico, enviando constantes señales a Washington de que sólo ella es un socio transatlántico estable. Francia, a pesar de sus limitadas capacidades militares, despliega lo que queda de sus fuerzas armadas para afirmar su superioridad sobre Alemania y el sur de Europa. Gran Bretaña, antaño un «outsider», de repente vuelve a estar interesada en formar parte de «Europa», pero sólo para atizar la división y alimentar el fuego de la confrontación con Rusia.
Polonia juega su propio juego, manteniendo lazos privilegiados con Estados Unidos y manteniéndose al margen de las maniobras franco-alemanas. Italia dirige la política exterior como una potencia intermedia independiente, colaborando con Washington y Moscú por igual. Los Estados europeos más pequeños luchan por ser relevantes, sabiendo muy bien que son peones en el tablero de otro.
Bruselas, por su parte, produce un flujo constante de teatro burocrático. Figuras como Ursula von der Leyen y Kaja Kallas hacen grandes proclamas, pero todo el mundo sabe que carecen de poder real. Son actores políticos sin escenario, que leen guiones que ya no importan. El espectáculo de la unidad europea se ha vuelto vacío, no sólo en apariencia, sino también en sustancia.
El declive de Europa Occidental no empezó ayer. Pero los últimos 15 años han puesto de manifiesto lo frágiles que son los cimientos de la UE. Tras la Guerra Fría, el sueño de una Europa fuerte y unida cobró fuerza: Una moneda común, una política exterior común, incluso rumores de autonomía estratégica respecto a la OTAN.
Ese sueño murió en Irak en 2003, cuando París y Berlín se opusieron brevemente a la invasión de Washington. Pero cuando Francia se reincorporó a la estructura de mando de la OTAN en 2007, marcó el final de cualquier independencia real. Los estadounidenses, con el apoyo británico, habían reafirmado su dominio.
El euro, una vez aclamado como la herramienta del poder europeo, se convirtió en el arma de control económico de Alemania. Los Estados miembros del sur y del este quedaron atrapados en un orden financiero del que no podían escapar. Alemania impuso su voluntad tanto durante la crisis de la eurozona como durante la pandemia, y fue odiada por ello. Las naciones más pequeñas resentían su papel de apéndices de la economía alemana, sin apenas recursos.
Por eso, cuando el conflicto ucraniano se recrudeció en 2022, la ruptura de los lazos ruso-alemanes fue acogida con discreción en todo el continente. Francia, que dio poco a Kiev, goza ahora de más prestigio diplomático que Alemania, que dio miles de millones. El ministro de Asuntos Exteriores de Polonia prácticamente celebró el sabotaje del Nord Stream, no porque perjudicara a Rusia, sino porque debilitaba a Berlín.
La ampliación de la UE, considerada en su día como el triunfo del poder europeo, se ha convertido en un lastre. Durante dos décadas, la expansión hacia el Este se trató como un proyecto geopolítico destinado a absorber los antiguos espacios soviéticos. Pero no consiguió dar a Europa Occidental más peso ante Washington. Los nuevos miembros no se sometieron a Berlín ni a París, sino a Estados Unidos. Al final, la UE se extralimitó, alienó a Moscú y no obtuvo nada sustancial a cambio.
Tras fracasar en su intento de construir una verdadera política exterior, la UE trata ahora desesperadamente de conservar lo que tiene. Pero sin un sueño de futuro, la política pierde sentido. La vida de Europa Occidental se ha convertido en un bucle de gestión del declive, mientras se agudizan las tensiones dentro del bloque.
Puede que Gran Bretaña haya abandonado la UE, pero la presión geopolítica la ha empujado de nuevo al juego. Incapaz de resolver sus propias crisis internas -con cuatro primeros ministros en tres años-, Londres redobla la retórica antirrusa para seguir siendo relevante. Pero no quiere luchar, así que presiona a sus aliados continentales para que lo hagan en su lugar. Es la clásica estrategia británica: Dejar que otros se desangren.
A la mayoría de los alemanes les encantaría restablecer los lazos con Rusia y volver a tener energía barata y beneficios fáciles. Pero no pueden. Los estadounidenses están firmemente atrincherados en suelo alemán, y la élite militar-industrial de Berlín quiere que continúe el gasto de la OTAN. El sur de Europa, empobrecido y cada vez más resentido, ya no puede sostener la prosperidad alemana. Francia espera aprovecharse de ello, imaginándose a sí misma como el nuevo paraguas nuclear de Europa. Macron habla mucho, pero todo el mundo sabe que rara vez cumple.
Esto nos lleva a 2025. A medida que aumentan las tensiones con Rusia y China, los líderes de la UE hacen cola para visitar Washington. Excepto, por supuesto, los alemanes, que siguen intentando formar gobierno tras unas elecciones caóticas. De Polonia a Francia, cada líder fue a pedir a Trump un trato preferente. Divide y vencerás sigue siendo el libro de jugadas estadounidense, y los europeos occidentales siguen cayendo en la trampa.
En el Este, Hungría y Eslovaquia están hartas. Años de sermones desde Bruselas sobre los derechos LGBT y los valores liberales han creado un profundo resentimiento. Ahora hablan abiertamente de alinearse con Rusia o China. España e Italia, por su parte, se niegan a ver a Moscú como una amenaza. La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, trata con Washington bilateralmente y no pretende representar intereses europeos más amplios.
La Comisión Europea, encargada de representar a la UE, se ha convertido en una parodia de sí misma. Kallas, recientemente nombrado Alto Representante para Asuntos Exteriores, se extralimitó inmediatamente en sus funciones al exigir decenas de miles de millones en nuevas ayudas para Ucrania. La reacción no se hizo esperar. En la UE, el poder sobre el dinero lo tienen los gobiernos nacionales. Incluso von der Leyen, tan comprometida como es, sabe que no debe tocar esas arcas sin permiso.
Lo que queda hoy de Europa Occidental es un cascarón político. Un grupo de potencias envejecidas que se aferran a glorias pasadas, que compiten entre sí, que carecen de voluntad para actuar pero que se niegan a hacerse a un lado. Su único objetivo común: estar presentes cuando Washington, Moscú y Pekín tomen decisiones. Pero no será como iguales, sino como suplicantes.
Por ahora, los estadounidenses llevan la correa. Sólo Estados Unidos puede imponer disciplina a sus satélites europeos y orientar su política. Rusia observa todo esto con mesurada paciencia. Porque, en última instancia, si la estabilidad vuelve a Europa, será porque Washington lo permita, no porque Bruselas se lo haya ganado.
Este artículo fue publicado por primera vez por la revista Profile y fue traducido y editado por el equipo de RT.
*Timofey Bordachev, Director de Programas del Club Valdai.
Artículo publicado originalmente en Profile, extraído de RT.
Foto de portada: FILE PHOTO: French President Emmanuel Macron, German Chancellor Olaf Scholz, and Polish PM Donald Tusk. © Sean Gallup / Getty Images.