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Túnez: crónica de un golpe anunciado

Por Carolina Bracco*-
Desde hace varios días, el país del norte de África vive convulsionado luego de que el presidente disolviera el Parlamento, perfilando un nuevo golpe a la democracia.

Túnez fue siempre el contraejemplo. Casi un baluarte, un hito en el imaginario del mundo árabe mediterráneo que, aun viviendo más de 30 años bajo la autocracia de Ben Ali, se enseñaba en los manuales como el país más libre de la región, con movimientos feministas y sindicatos fuertes. Donde las mujeres no iban con velo, sino con minifalda y podían hacerse un aborto de manera libre desde 1973. Túnez, donde el Festival Internacional de Cine de Cartago fue, desde 1964, un faro para la cultura de la región, donde los malos hábitos de los autócratas árabes se matizaban en perfecto francés y los europeos veraneaban y paseaban en camello sin temor a sufrir un atentado terrorista.

“Siempre tendremos Túnez”, nos decíamos casi como un mantra. En apariencia, este pequeño país nada tenía que ver con la deslucida Argelia, tras los “años negros” de su guerra civil, ni con ese oscuro pozo en el que el excéntrico Muammar Gadafi convirtió a su vecina Libia, cuyas profundidades se expanden sin fin desde su muerte para tragarse a todo el que pone un pie allí.

Nos aferramos a Túnez cuando todo a su alrededor se desmoronaba. Por eso, cuando empezaron las manifestaciones populares por la rampante crisis económica y el desmanejo de la pandemia, pensamos que las instituciones democráticas que el pueblo tunecino había diseñado y fortalecido en los últimos 10 años contemplaban algún mecanismo para viabilizar las demandas. Pero nos equivocamos. Resulta que, después de todo, el presidente Kais Saied tiene las mismas mañas que algunos de sus vecinos y, el domingo pasado, se despachó con un golpe constitucional, que tiene mucho de golpe y nada de constitucional.

23 de octubre de 2019. – Juramentación de Kais Saied ante los representantes electos de la Asamblea Constituyente.© Thierry Brésillon Traducido del francés por Noel Burch

“Empezó echando al primer ministro Hichem Mechichi y a Rached Ghannouchi, titular del Parlamento y líder del principal partido opositor, Ennahda, de corte islamista moderado. También suspendió por 30 días al Parlamento y despojó de inmunidad política a sus miembros.”

Las señales venían desde varios sectores en los últimos meses y algunos medios locales ya daban cuenta de que se estaba cocinando la contrarrevolución en el país de los jazmines. Faltaba saber de dónde vendría el golpe. Y cuándo. La pista más certera apunta a Emiratos Árabes Unidos (EAU) que, junto con Arabia Saudita, agita el cuco del islamismo para imponer dictaduras con el modelo egipcio. Por eso, quienes seguimos de cerca las noticias de la región, cuando escuchamos las medidas que tomó Saied, no pudimos sino recordar aquel sombrío domingo 30 de junio de 2013 en Egipto, cuando el entonces mariscal Abdel Fatah al Sisi orquestó un golpe que expulsó del poder a Mohamed Morsi, elegido democráticamente sólo un año atrás, para instalarse definitivamente en el poder. En aquella jornada “revolucionaria”, millones de egipcios apoyaron y festejaron el golpe que desplazaba a los Hermanos Musulmanes del poder y contra los que se desató una feroz represión que, como una onda expansiva, se propagó contaminando, como un virus, a toda la sociedad.

A pesar de sus numerosas diferencias, Egipto y Túnez tienen mucho en común, y a lo largo de la historia moderna, un hilo invisible parece unir los destinos de estos dos pueblos del norte de África. Como sucede en casi todos los países árabes, cuyas economías son frágiles y dependientes, las intrigas, las influencias así como las imposiciones de otros países de la región suelen obstaculizar el funcionamiento de las instituciones e influenciar, cuando no determinar, las decisiones que toma la clase política. Libia, Siria e Irak son los actuales escenarios de temerarias guerras entre múltiples intereses; en Egipto y Túnez, esos mismos actores se disfrazan de movimientos sociales, partidos políticos y ciber activistas. Arman manifestaciones, auspician golpes, mientras los poderes del norte juegan a las escondidas. Independientemente de la estrategia elegida, en todos lados, los pueblos quedan cautivos de esos intereses, acaban por ser clientes de uno u otro zaim (líder/patrón), siempre ansiosos de partir, escapar de las garras de las fuerzas ocultas que pueden empeorar aún más su malvivir.

Así, no es fortuito que las revueltas de 2010 que se iniciaron en un pueblo tunecino llegaran al corazón de la capital egipcia en pocas semanas, como tampoco lo es que “el virus egipcio esté desarrollando una cepa tunecina”, como dijo acertadamente Bachir Abdessalam en Twitter. Esta cepa tendría algunos componentes del virus original -el ejército en las calles, toque de queda, ataques a la prensa, así como choques entre partidarios y opositores al golpe- y otros propios de su mutación. En el afán del cotejo entre ambos, no hay que dejar de lado el hecho de que, luego de la huida de Ben Ali -curiosamente a Arabia Saudita-, Túnez fue el único país que logró consolidar un sistema democrático y un proceso de justicia transicional tras aquellos años de revueltas árabes. Aunque plagado de constantes crisis, el sistema político e institucional se mantuvo en pie, hubo libertad de expresión y asociación. Y eso no es poca cosa en una región tan inestable donde, además, como se ha dicho, los intereses foráneos muchas veces pesan más que el bienestar de la propia población. Además, los movimientos de derechos humanos y de los trabajadores han sido fundamentales para la transición democrática, labor que les valió el Premio Nobel de la Paz en 2015, entre otros reconocimientos internacionales. Sumado a ello, y de manera fundamental, no debe perderse de vista la moderación y la cintura política del partido islamista Ennahda, que aprendió las lecciones que dejó la experiencia de los Hermanos Musulmanes en Egipto y se concentró en su trabajo político dejando el discurso islamista militante de antaño.

Es este partido el que está a la cabeza del reclamo por el retorno al orden constitucional y la conformación de una mesa de diálogo. Queda por ver si Kais Saied y sus socios apuestan por la continuidad de la excepcionalidad tunecina o tirarán 10 años de esfuerzos por la construcción democrática por la borda.

*Carolina Bracco es Politóloga. Dra en Culturas Árabe y Hebrea. Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA

Artículo publicado en La Tinta y editado por el equipo de PIA Global