Con el pacto de seguridad AUKUS inspirado en la guerra, que promete el despojo del presupuesto australiano por valor de 368.000 millones de dólares australianos en el transcurso de tres décadas, un establishment corrupto promete empeorar.
La distracción del AUKUS no podía llegar en mejor momento. El sector terciario en Australia es cada vez más cadavérico, marcado por el recorte de gastos, la precarización desenfrenada y la pesada carga docente y de trabajo para quienes luchan en las trincheras pedagógicas.
En un reciente artículo del periodista de educación superior de Guardian Australia, un académico, que prefirió permanecer en el anonimato por temor a represalias institucionales, comparaba la universidad australiana moderna con un supermercado. Los estudiantes son los clientes que pasan por las cajas; el personal, cada vez más irrelevante, es fácilmente desechable.
Las historias son conocidas desde hace años, aunque los agravios de la gestión universitaria no cesan: tutores a los que no se paga lo suficiente para leer y calificar adecuadamente los trabajos; seguridad laboral prácticamente inexistente; supresión de la libertad académica y de las críticas a las espantosas prácticas de gestión. Dado el hermetismo sistemático en el que trabajan las universidades, es prácticamente imposible obtener datos esenciales que aclaren el número de alumnos por clase, la proporción de personal por alumno y los contratos con empresas privadas.
Pero a pesar de que el sector universitario australiano resulta insostenible, carente de principios y falto de agilidad, hay personas como Catriona Jackson, directora general de Universities Australia, que buscan nuevas fronteras. El año pasado, la presentación de Universities Australia a la Revisión Estratégica de Defensa casi rogaba vincular las universidades con las necesidades de defensa del país. Todo lo que tenían que hacer el Ministerio de Defensa y las Fuerzas de Defensa australianas era pedirlo.
Como informó entonces el Australian Financial Review, «las universidades deben estar preparadas para responder de forma adaptable y eficiente a una clara señal de demanda por parte de defensa en términos de necesidades de mano de obra -tanto en cualificación como en número-, así como de tecnología y hardware».
Qué suerte, entonces, que AUKUS llegara dando tumbos. Para Jackson, los principios de la educación son menos importantes que las oportunidades comerciales infladas o, para usar su jerga, la comercialización. Distanciada del proceso de aprendizaje en sí, ajena a la impartición de cursos y al aula, considera que este pacto de seguridad para hacer la guerra está lleno de promesas. «Es mano de obra, mano de obra, mano de obra», esloganea a su presentador de Sky News, Kieran Gilbert. «No sólo necesitamos físicos nucleares, aunque los necesitamos y es una profesión muy especializada. Necesitamos aumentar la capacidad en casi todos los ámbitos de la actividad humana: ingenieros, médicos, enfermeros, psicólogos, prácticamente todo el mundo».
Evidentemente, al escuchar los estribillos de la guerra a la vuelta de la esquina, Jackson viaja a Washington para reunirse con funcionarios de seguridad nacional del Departamento de Estado y la Fundación Nacional de la Ciencia de Estados Unidos. Tiene la esperanza de que se amplíe el número de asociaciones universitarias australianas, «con más de 10.000 asociaciones formales ya establecidas con instituciones colegas de todo el mundo». No obstante, el mensaje que lleve a la capital estadounidense se centrará en «desarrollar la capacidad [de las universidades australianas] para llevar a cabo el proyecto, entre otras cosas mediante la aportación de trabajadores cualificados y una investigación y desarrollo de categoría mundial».
Ciertas publicaciones también han destilado entusiasmo por el nuevo papel del sector terciario australiano. The Australian, uno de los principales periódicos de espuma y bilis de Rupert Murdoch, es siempre fiable a este respecto. El editor de educación superior del periódico, Tim Dodd, en una contribución de marzo, planteó dos preguntas a los miembros del sector universitario: ¿Han desempeñado alguna vez las universidades australianas un papel tan vital en la defensa nacional como el que probablemente desempeñarán en las próximas dos décadas en la construcción de submarinos de propulsión nuclear? ¿Querrían participar?
A lo largo de su artículo, Dodd parece pensar que un sistema universitario desvinculado de la defensa es algo moralmente cuestionable. Al hacerlo, traiciona su ignorancia de aquellas sabias palabras del senador demócrata estadounidense J. William Fulbright, quien advirtió que «al prestarse demasiado a los propósitos del gobierno, una universidad fracasa en sus propósitos superiores».
Dodd se limita a observar que «en la posguerra, las universidades aún no eran fundamentales para los programas de defensa». AUKUS y el programa de submarinos nucleares habían cambiado las cosas. «Australia está ahora embarcada en un enorme programa para construir, operar y mantener submarinos de propulsión nuclear y un objetivo claro es la capacidad soberana». En definitiva, se trataba de «una prioridad nacional crítica a la que las universidades hacen bien en dar todo su apoyo. Su respaldo es fundamental».
Dejando a un lado tonterías tan perogrullescas como la «capacidad soberana» -la tecnología, la experiencia, el control y la orientación sobre esta nueva maquinaria prometida siempre se dirigirán desde Washington-, los sentimientos son claros. El complejo militar-industrial-universitario es un asunto a celebrar. Hay, por ejemplo, «otras partes de AUKUS» que implicarán a «nuestras mejores universidades» en áreas como «investigación avanzada en ciberseguridad, inteligencia artificial y tecnologías cuánticas».
Extrañamente, Dodd entiende la cuestión de la libertad académica al revés: que expresar una opción a favor del descarado tambor bélico de AUKUS es algo que debería ser propio de los académicos. Si tuviera alguna idea de los entornos universitarios despóticos, sería consciente de que los académicos, estén de acuerdo con lo que estén, tendrán poco que decir al respecto. Directivos lejanos y distantes, entronados sin rendir cuentas en torres administrativas, tomarán esas decisiones por ellos; la única libertad de expresión real la ejercerán los que se opongan a la medida.
Binoy Kampmark es un académico. Editor colaborador en CounterPunch y Columnista en TheMandarin.
Artículo publicado originalmente en Oriental Review.
Foto de portada: Aukus. Getty Images