Europa

Mediterráneo multipolar: el reto de un futuro mejor y una pax mediterránea

Por Lorenzo María Pacini* –
Subyugar a los gobiernos ribereños del Mediterráneo garantiza el control del Mediterráneo, y esto se ha hecho militar, financiera y políticamente a lo largo de algo más de un siglo de relaciones internacionales, conflictos armados y crisis económicas, pero siempre con una trama precisa y coherente.

Los días 26 y 27 de febrero, la Federación Rusa recibió en Moscú a más de 500 participantes de más de 130 países para desafiar la hegemonía occidental en el Segundo Congreso del Movimiento Rusófilo Internacional (MIR).

El viejo corazón del mundo

En la amplia y detallada reflexión internacional sobre geopolítica, se tiende a reflexionar sobre los grandes sistemas intercontinentales, concentrándose sobre todo en las dos macropotencias que el siglo XX ha consagrado, a saber, los Estados Unidos de América y la Federación de Rusia, tomándolas como referencia de forma casi unívoca; cuando se presentan nuevas grandes potencias, como ha sido el caso desde principios de nuestro siglo, se intenta hacer una comparación con las dos potencias mayoritarias y estudiar las relaciones y vínculos que existen con ellas. Esto manifiesta, en mi opinión, una especie de defecto formal totalmente legítimo pero al mismo tiempo necesario de revisión.

La geopolítica, de hecho, ha dado desde su fundación un espacio privilegiado a la geografía, que es una de sus ciencias constituyentes, situando a la historia en un segundo plano, un posicionamiento más relacionado con la funcionalidad que con la importancia disciplinar. Sin por ello discriminar torpemente, ha creado una especie de burbuja del eterno presente (o del eterno futuro) en la que se desarrollan muchos análisis geopolíticos, omitiendo el pasado y la construcción historiográfica de los acontecimientos geopolíticos, cuya comprensión es indispensable no sólo para entender el presente, sino sobre todo para sugerir una dirección para el futuro.

Pensemos en el Mediterráneo. Es el corazón del llamado «Viejo Mundo», acrónimo que procede de la ideología del Occidentalismo americano, que ha impregnado Europa durante décadas, para la que romper los vínculos que han unido a los pueblos europeos con su contexto geográfico y geológico era un deber primordial. La fisonomía de Europa sufrió una importante remodelación en el espacio de un siglo, descentrándose del Mediterráneo, que había sido la cuna de los modelos de civilización y de los grandes imperios, para desplazarse entre Londres y Bruselas, mucho más al norte de la historicidad de los hechos. Una variación no sólo geográfica, sino existencial y, por tanto, noológicamente hablando, capaz de cambiar irreversiblemente la manifestación del espíritu de los pueblos que habitan el continente.

Si Halford Mackinder hubiera nacido dos o tres siglos antes, probablemente habría pronunciado otras palabras sobre el Heartland, que podríamos tomar prestadas de la siguiente manera: «Quien controla el Mediterráneo, controla el mundo». El Mediterráneo, pues, no es el «heartland del Viejo Mundo», sino el «antiguo heartland del mundo», porque hasta el desajuste de las estructuras de poder hacia el Atlántico, el Mediterráneo era el centro neurálgico y el objeto de codicia y conquista. Echando un rápido vistazo a la historia europea, éste parece haber sido el leitmotiv durante siglos, desde los antiguos griegos hasta al menos la Gran Guerra. Controlar el Mediterráneo, definido como un mar cerrado y, por esa razón, extremadamente prolífico, rico y estratégicamente ventajoso, significaba tener el control sobre todo el mundo de la época. Porque, a todos los efectos, el Mediterráneo no es simplemente la parte meridional del continente europeo, con la extensión geográfica italiana y sus islas; ni siquiera es sólo un poco de agua encerrada entre maravillosas costas fértiles; es, ante todo, dominio.

El Mediterráneo ha sido siempre un gran espacio abierto en el que han confluido entidades muy diversas, cuyos destinos se han entrelazado desde las épocas más remotas, tejiendo flujos con densas tramas relacionales que han generado una riqueza de identidades, culturas, artes y técnicas que aún hoy hacen palidecer a cualquier otro pueblo. Una reconsideración de su importancia, sin por ello querer subvertir los cánones «clásicos» de la geopolítica como ciencia, puede sin embargo dar un impulso a reflexiones y análisis con un carácter diferente al habitual occidental-centrismo de la ciencia política contemporánea.

El mar es multipolar

El mar tiene un poderoso aflato multipolar. El Mediterráneo es, como ya se ha dicho, multipolar por su propia constitución, porque ha experimentado continuamente el control y el encuentro-choque de una miríada de células territoriales, etnias, lenguas, religiones, economías distribuidas por los bordes del universo marítimo. Es el mare nostrum que llevamos escrito en la sangre, es el lugar de la competencia entre potencias regionales y mundiales. El mar nos baña y nos permite alcanzar varios polos del tablero geopolítico, constituyendo el espacio predilecto para los movimientos a gran escala; también cubre la mayor parte de todo el globo, y almacena en su interior los principales recursos que impulsan la economía internacional.

Volvamos a la historia: el Imperio Romano se considera genéricamente una potencia telurocrática. Roma, sin embargo, se expandió no sólo gracias a las legiones que recorrían las vastas tierras altas centroeuropeas, llegando hasta los confines de las grandes montañas del este, sino también y desde el principio hacia tierra firme atravesando el gran mar. La riqueza multiétnica y multicultural de las conquistas de lo que llegó a ser el Imperio tuvo lugar precisamente gracias al mar. Una coincidencia de dominios estratégicos y doctrinales probablemente única en todo el planeta. Tal grandeza fue también económica precisamente por el mar, que permitió comerciar con Oriente y con el Sur desde el principio, trazando una densa red de rutas comerciales por agua y por tierra, tan bien construidas que aún hoy funcionan bien.

En la cuenca mediterránea, Italia [1] es (o, mejor dicho, debería ser) por su propia naturaleza la titular del liderazgo estratégico, un protagonismo que se ha visto decisivamente frustrado en los últimos ochenta años. Esta proyección natural ha estado en el centro de nuestra política exterior desde antes de que Italia fuera un Estado unitario. La Unión Europea y la OTAN [2] son muy conscientes de esta ubicación estratégica, hasta el punto de que tanto las políticas de poder blando como el posicionamiento de las alianzas internacionales [3][4] [5] se centran en los pueblos mediterráneos.

El propio concepto del Mediterráneo Ampliado, considerando el mar como un complejo dominio multidimensional capaz de incorporar la Europa continental, Oriente Próximo y los cinturones septentrional y subsahariano del continente africano, además de conectar con Extremo Oriente y, por supuesto, abrirse hacia el oeste, hacia el Océano, es una continuación ideal y estratégica del mare nostrum de la memoria romana [6].

Cartago desalineada, Roma ocupada y la Historia al revés

Se puede comprender por qué los intereses estratégicos del polo angloamericano, que constituía la talasocracia por excelencia, pasaban por subyugar el Mediterráneo con sus pueblos. Un cierto nivel de control, tanto directo como indirecto, habría garantizado la explotación de ese mar de un modo funcional al expansionismo hegemónico, pero también la posibilidad de mantener el crecimiento y la recuperación de los Estados-nación europeos limitados y dentro de unos límites manejables tras la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. Subyugar a los gobiernos ribereños del Mediterráneo garantiza el control del Mediterráneo, y esto se ha hecho militar, financiera y políticamente a lo largo de algo más de un siglo de relaciones internacionales, conflictos armados y crisis económicas, pero siempre con una trama precisa y coherente.

Cartago, archienemiga de Roma, está ahora desalineada y descentralizada, ya no está geográficamente donde solía estar, sino que se encuentra entre Londres y Washington, y desde allí ha operado con éxito su plan para reapropiarse del mar que una vez dominó. Las Columnas de Hércules han sido superadas, ya no son una temible frontera natural y metafísica del sustento de los pueblos mediterráneos. La Historia se invierte, en cierto modo, porque Roma ya no tiene poder y está sometida a los herederos de Cartago, hasta el punto de sugerir la inexistencia de una civilización mediterránea, lo que es posible admitiendo la continuación de un mundo no multipolar, sino unipolar, con hegemonía atlántica. Roma está, en cierto modo, ocupada por los emisarios de Cartago.

Las potencias mediterráneas [7] tienen en sí mismas un enorme potencial de revancha contra el polo angloamericano; un potencial que, sin embargo, es al menos hipotéticamente incapaz de hacer frente por sí solo a las proporciones de un conflicto talasocrático mundial, en el que por conjunción de elementos el polo angloamericano es en cualquier caso más grande, más fuerte y más organizado. Desde el punto de vista estratégico, la eventualidad de un conflicto para recuperar la independencia supondría un esfuerzo tan grande como para arriesgarse a la aniquilación; del mismo modo, desde el punto de vista económico, supondría una autonomía lo suficientemente fuerte como para desvincular al Mediterráneo de todas las asociaciones y dependencias económicas y políticas internacionales.

Sin embargo, la desarticulación de Cartago no es la desarticulación del Mediterráneo y de sus pueblos, lo que significa que aún existe un potencial viable de reconquista.

Una asociación mediterránea

Al final de esta discusión, esperando la reafirmación en clave multipolar del Mediterráneo con sus pueblos, es interesante lanzar una proyección sobre una posible asociación mediterránea, compuesta por los países que lo bañan y que tienen suficiente interés estratégico, geopolítico y geoeconómico en reafirmar la autonomía macrorregional y el reequilibrio entre el dominio de la Tierra y del Mar, fulcro de la grandeza histórica de Europa.

De hecho, una alianza de este tipo ya es posible y, en cierta medida, la descentralización administrativa y estratégica de la OTAN, según algunos, ya representa una alianza de este tipo. En realidad, es precisamente con vistas a desvincularse de la dependencia atlántica, y sólo por esta vía, que será posible una autonomía mediterránea integral. De nuevo desde una perspectiva multipolar, la asociación mediterránea permitiría la reconstitución de antiguos tratados y alianzas que permitirían a los Estados de la cuenca consolidarse como un centro neurálgico entre Europa, Eurasia, Asia, Oriente Medio y África, con la posibilidad de consolidar un bloque estratégico tan fuerte que dejaría al continente americano en un segundo plano frente a la hiperregión «al este».

Un acuerdo internacional de este tipo reabriría la puerta a un enorme fortalecimiento de las alianzas en clave europea -y no necesariamente según el modelo de la Unión Europea-, tanto económica como estratégicamente, reforzando el bloque continental y convirtiéndolo en un punto de referencia inabdicable para las rutas y fronteras del «viejo mundo», como, por otra parte, lo ha sido a lo largo de los siglos de presencia de los imperios europeos. Hoy es difícil pensar en una Europa mediterráneo-céntrica, y no atlántico-céntrica, porque una vez perdida la independencia interna e internacional, los lazos establecidos provocaron un sometimiento tan fuerte que de ello dependía la propia existencia de las instituciones políticas. Es difícil, todavía, pensar en los países europeos, y en primer lugar en Italia, como potencias económicas que pueden dictar el curso de los mercados, y no estar sometidos a ellos.

Es precisamente esta perspectiva de prosperidad (valga el juego de palabras) la que Estados Unidos no desea, pero que los europeos, los mediterráneos, están llamados a recuperar.

Ahora bien, para la realización de cualquier asociación o alianza son necesarias ciertas condiciones objetivas, la más importante de las cuales es la paz. Pax, en latín, no es la simple ausencia de guerra, sino la adopción de un modus vivendi, impuesto por una potencia competidora o establecido por acuerdo entre las partes. Una Pax Mediterranea sería una paz de los pueblos mediterráneos, de los pueblos europeos, una armonización de los modelos de civilización que se encuentran tradicionalmente en esa macrozona geográfica; una paz entre el Norte de África, entre la Media Luna de Oriente Próximo, entre el Sur de Europa, entre los pueblos de los Balcanes; una paz que se abra al Océano Atlántico pero que no se deje influir por su poder, porque las Columnas de Hércules siguen defendiendo firmemente el Mediterráneo; una paz geoeconómicamente conveniente, en la medida en que atraiga inversiones y garantice flujos; una paz, en fin, capaz de estabilizar el plano de las relaciones internacionales sobre una identidad compartida auténticamente multipolar.

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[1] Habría que aclarar, pero no es éste el lugar, si Italia es una potencia «más» de Mar o de Tierra, donde en el curso de la historia, incluso simplemente la del Estado unitario, ha variado varias veces su predominio estratégico.

[2] El Mediterráneo constituye el «flanco sur» de la Alianza Atlántica, una definición que ya hace pensar en un sometimiento geopolítico. Los países socios desempeñan una doble función: cooperativa, es decir, de interacción y diplomacia militar hacia los países socios de la región, también en el marco de iniciativas multilaterales; operativa, de presencia y disuasión.

[3] La experiencia de la bancarrota de Grecia, trágico episodio de la historia contemporánea, es un posible ejemplo de lo que les ocurre a los países que no se alinean con la decisión de Bruselas y Washington de permanecer sumisos a una potencia de ultramar.

[4] Italia, al estar en el centro del Mediterráneo, también recibe casi todos los flujos migratorios, alimentados por una serie de concausas, situación que influye en las relaciones entre los aliados y los Estados miembros europeos.

[5] No hay que omitir el contexto de las guerras híbridas en el que la zona gris hace cada vez más difusa la frontera entre Defensa y Seguridad y entre conflictos internos e internacionales.

[6] En su conjunto, el Gran Mediterráneo representa una zona caracterizada por la inestabilidad, la incertidumbre y un dinamismo articulado derivado del conflicto en Libia, las tensiones fronterizas entre Marruecos y Argelia, la crisis política tunecina y la cuestión no resuelta de la soberanía territorial del Sáhara Occidental. A ello se añade el panorama de seguridad muy degradado del Sahel, impregnado por la presencia distribuida del DAESH, la inseguridad del Golfo de Guinea, definido por la IMB (Oficina Marítima Internacional) como punto caliente mundial de la piratería, y el Cuerno de África. Permanecen la inestabilidad yemení, sus repercusiones en Bab El Mandeb y la crisis en Etiopía vinculada a la región de Tigray, en la frontera con Eritrea. Sin olvidar, en las zonas situadas fuera del «triángulo», la fragilidad persistente de la zona de los Balcanes y el Líbano, la crisis siria, las competiciones energéticas y territoriales en el Mediterráneo oriental, el recrudecimiento de la crisis ucraniana y la de la frontera turco-siria, hasta la inestabilidad iraquí y el aumento de la tensión en la zona del Golfo Pérsico, con repetidos ataques a buques mercantes y, más recientemente, a países ribereños.

[7] Suponiendo que se pueda hablar de poderes.

TRADUCCIÓN AL ESPAÑOL PARA GEOPOLITICA.RU
POR EL DR. ENRIQUE REFOYO

*Lorenzo María Pacini, profesor asociado y coordinador académico, analista geopolítico y de inteligencia, consultor diplomático y de relaciones internacionales, director editorial, periodista, árbitro italiano del Movimiento Euroasiático Internacional.

Artículo publicado originalmente en Katehon.

Foto de portada: extraída de Katehon.

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