No lo hacen por desconocimiento sino porque subestiman y menosprecian a sus pueblos; pretenden imponer su propia simbología elitista y para ello necesitan aplastar las ajenas.
Esta generación de mandamases, miembros por derecho -o aspirantes advenedizos- a integrar las filas de sus respectivas élites oligárquicas, imprimen brutalidad y salvajismo a sus discursos, a sus acciones, a sus decisiones políticas y a las órdenes que vociferan a sus esbirros.
Son, en buena medida, producto de un sistema en crisis profunda, cuyo fundamento es un modelo liberal democrático burgués, representativo y parlamentario, que hace tiempo da señales claras de descomposición.
Fueron en gran parte las grietas de ese sistema, las limitaciones e incapacidades para resolver problemas inmediatos de sus pueblos, lo que facilitó la llegada de estos personajes oscuros y peligrosos quienes, bajo ropajes de desenfado y displicencia por las normas y las instituciones, se fueron tomando diversas expresiones del poder estatal, comenzando un gradual y permanente desmontaje institucional, con la neutralización efectiva de la separación de poderes.
Cada vez que las clases dominantes vieron peligrar sus intereses han tomado directamente en sus manos las riendas del poder del Estado para asegurar su continuidad. En esas circunstancias desataron la fuerza brutal del fascismo en el siglo XX. Lo han hecho siempre por debilidad, no por fortaleza. Cuando esto sucede es porque solo el terror y las armas va quedando en su arsenal de dominación, porque la hegemonía ya no les funciona.
En las versiones de autoritarismo salvaje que hoy enfrentamos, estos sectores se presentan como paracaidistas del poder, como empresarios o profesionales sin más interés en la política que desplazar “a quienes lo han hecho mal”, respondiendo a una misma narrativa victimista y a la vez arrogante. Ocultan su misión última, eliminar las causas que hacen peligrar la acumulación permanente de ganancias para sus empresas y para el bloque de poder que los respalda.
“Quienes lo han hecho mal”, son “la casta”, “los mismos de siempre”, “los que se han aprovechado de la bondad de EEUU”, según quien sea el portavoz de esos grupos de poder, en según qué parte del Continente Americano.

El desprecio por los símbolos
Hace varios años que expresan su desprecio a lo simbólico popular. Cada uno a su estilo, desde Trump a Bukele, desde Noboa a Milei, pasando por varios “aspirantes” a construir una suerte de alianza extremista con más de un tinte neofascista.
Esta pasada semana pretendieron aplastar algunos símbolos a sangre y fuego, a garrote y gases lacrimógenos, con un conjunto de fuerzas represivas bestiales y bestializadas, al servicio de un proyecto totalitario, que solo ve en la fuerza, la maldad, la mentira y el odio la forma última de control social.
Apuntaron a los símbolos desde los medios de desinformación a su servicio, desde el silencio cómplice que oculta las justas causas de quienes salen a protestar. Apuntaron y dispararon contra los símbolos en las calles de Buenos Aires y también desde las conferencias de prensa y las declaraciones de un gobierno que transita rápidamente de lo autoritario a lo criminal, en la medida que su estabilidad ya no está garantizada.
No lo está a pesar de haber neutralizado, comprado o doblegado a una «oposición tradicional«, que hoy se dedica a apuñalarse en internas de nulo interés para un pueblo al que hace rato no escuchan, incluida una burocracia sindical que ha sido cómplice de cada régimen anti-popular implementado en Argentina.
Esta vez, el símbolo fueron los jubilados, como hace años fueron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por solo nombrar algunos referentes históricos que anidan en el corazón de grandes masas populares. Atacan estos símbolos como antes atacaron el recuerdo de Evita, o de tantos otros que las oligarquías pretendieron borrar sin jamás lograrlo. Pasó también con un criminalizado Che Guevara, y con miles de combatientes del campo popular de los años 60 y 70 del siglo pasado.
Siempre fracasaron. ¿Por qué iban a triunfar ahora?
Atacaron un símbolo en las manos, los rostros y los cuerpos cansados de hombres y mujeres septuagenarios y octogenarios, que han dado su vida laboral en condiciones terribles, porque es justamente esa generación la que vivió, o sobrevivió, los años de fuego de dictaduras criminales, y hoy se encuentran condenados a muerte por inanición, por desnutrición o por falta de medicamentos.
Por eso resisten desde las calles, haciendo valer su protesta, no desde este miércoles sino desde hace meses, aguantando golpes y gases semanalmente, casi en soledad. Hoy despertaron el «virus de la solidaridad». Tampoco es el primer gobierno que enfrentan, Macri lo recordará.
Su valor simbólico se trasladó al imaginario colectivo de una generación de hijos y nietos de aquellos ancianos, que vieron su futuro reflejado en ellos; lo expresaban ante micrófonos y cámaras, en la marcha del miércoles, antes que el salvajismo criminal se hiciera cargo de “resolver el problema” como ellos saben, a voz de mando y orden de fuego.
Se sumaron hinchas de fútbol, universitarios, algunos pocos sindicalistas dignos, fuerzas patrióticas del campo popular, dispuestas a poner el cuerpo para proteger a los jubilados, a registrar y dar testimonio, a denunciar. En ese espacio cayó el militante y fotógrafo Pablo Grillo, que recuerda a otros fotógrafos también convertidos en símbolo, como José Luis Cabezas, asesinado en 1997; pero también recuerda a otros militantes, a Kosteky y Santillán, a Fuentealba, por nombrar solo algunos de aquellos también convertidos en símbolos.
Y se hizo símbolo el “Que se vayan todos”, con vecinos de toda edad en la noche, desplegando cacerolazos como quien esgrime una bandera, para marchar a Plaza de Mayo, recordando otros veranos de lucha; evocando también un helicóptero transportando un prófugo; otra imagen convertida en símbolo de victoria popular.
Los símbolos inocultables vuelven a la carga, recuperando memorias que solo esa derecha retrógrada creía extinguidas. Hoy se empieza a poner en cuestión la viabilidad del régimen, o al menos su estabilidad ante el desgaste propio y el cansancio del pueblo autoconvocado.
También pretendieron desterrar los símbolos en El Salvador, y cada vez les cuesta más mantener el control, cada vez les sale más caro el engaño, gastan más recursos en publicidad que podían haber salvado vidas en hospitales y favorecido la educación con escuelas dignas.
Desde hace años atacan la memoria más sagrada de la gente, las vidas perdidas en masacres como El Mozote y tantas otras, pretendiendo ridiculizar la guerra popular y su desenlace; despreciando las vidas que todo ese proceso costó. Con el único símbolo que no se atrevieron aún es con Monseñor Romero, que sigue incomodándolos hasta desde el Salón principal de Casa Presidencial.
Creyendo tener todo bajo control volvieron a renegar de otros símbolos, esta vez despreciando la inteligencia popular y la memoria, pero sobre todo amenazando la vida.
El retorno de la minería metálica a El Salvador es otro pésimo cálculo del dictador, que se volvió a equivocar, como se equivocó al pensar que podía hacer desaparecer el valor político, pero sobre todo simbólico del FMLN, en 2021 y 2024.
Se equivocó de igual modo creyendo que la gente le tomaría la palabra con su cripto-aventura, pretendiendo fabricar un símbolo propio, uno profundamente capitalista y foráneo, ajeno a los intereses y la historia del pueblo.
El resultado lo estamos viendo estos días, que recurren a la persecución política, al Lawfare, al encarcelamiento de defensores populares, líderes comunitarios, defensores de DDHH y cualquiera con discursos que desafíen al de CAPRES, mientras convierten el país en una gigantesca cárcel, ya no solo de salvadoreños sino al infame servicio de Washington.
Los distractores y las cortinas de humo duran cada vez menos porque no distraen del hambre, de la falta de oportunidades, de las persecuciones. También saben que el vaciamiento de los fondos de pensiones tendrá, tarde o temprano, sus consecuencias, como lo tendrá el desfalco de los ahorristas de COSAVI. Las reacciones en Argentina no pasan desapercibidas para gobiernos y pueblos en otros puntos del continente, tampoco en El Salvador.
Las batallas de nuestro tiempo
Más al norte, todos los símbolos asociados a las “tradiciones democráticas” de los estadounidenses, más allá del agotamiento creciente de un sistema irreformable, empieza a aparecer tímidamente en el horizonte de la resistencia y la lucha callejera contra la manipulación, contra la criminalización de la protesta, contra la ofensiva gubernamental ante cualquier forma de solidaridad, contra los migrantes criminalizados y contra el racismo y la xenofobia empoderada.
Nuevamente son los símbolos, únicos, exclusivos, intransferibles, imposibles de copiar de un país a otro, porque son genuinos, en tanto sus raíces están en los pueblos que los construyen o adoptan, los que empiezan a ser defendidos, no solo como una bandera de lucha, sino como un estilo de vida; la defensa de lo que somos, en cada lugar, en cada punto del planeta.
La batalla por los símbolos es el combate contra el sentido común que nos quieren rediseñar e imponer. Es una de las batallas de nuestro tiempo.
Las resistencias demuestran la profundidad que esos símbolos despreciados, pisoteados, negados, tienen en las más amplias bases populares. Tal vez allí resida uno de los eventuales factores de derrota de estas fuerzas extremistas y arrogantes, que no escuchan ni se detienen ante el sufrimiento de quienes no les importan, porque no pertenecen a su selecto grupo de aristocráticos esquilmadores de las riquezas del Estado, es decir de las riquezas del pueblo.
Los colonizados del Sur, compiten tanto por acumular en su beneficio como por vender su Patria a precio de remate. Los imperialistas del Norte, se esfuerzan en asegurar que no se oponga resistencia a los planes de reconquista resumidos en el neo-monroismo, que esgrimen como una espada sobre la cabeza de los pueblos de Nuestra América.
Hoy los símbolos regresan a las calles, de Sur a Norte del continente, y sus banderas combinan sentimientos e historia, memoria y lucha. Cuando esas fuerzas se despliegan resulta casi imposible detenerlas. Por eso buscan aplastarlas con toda la brutalidad posible, para que la solidaridad no siga siendo el ejemplo y el combustible que las impulse.
Siguen sin aprender de la historia y del valor que los símbolos tienen para las grandes mayorías populares; factores de unidad y resistencia para ellas y de derrota para sus enemigos, cuando los ignoran.
Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: El Espectador de Colombia