Esta vez se usaron los mismos métodos y estilos que, 89 atrás, otro usurpador, el general Maximiliano Hernández Martínez, utilizara para perpetuarse en el poder. La historia vuelve a repetirse como farsa, aunque para el pueblo salvadoreño lo hace como tragedia.
El clan familiar en el poder no olvidó detalle alguno para el acontecimiento; nada quedó librado al azar. Persecución política, represión y encarcelamiento contra activistas y opositores de diverso signo, amenazas en redes sociales y en discursos públicos, intentos de privación ilegal de la libertad a periodistas, obligatoriedad de asistencia para empleados públicos y estudiantes de todas las edades, toma militar del centro histórico capitalino.
Con la vulgaridad que lo distingue, tampoco olvidó arrasar con edificios de valor histórico para reemplazarlo con exponentes milennials de una grasienta “cultura kitsch” de pésimo gusto, pero muy al estilo del déspota en el cargo. No olvidó perseguir hasta debajo de las piedras a los pobres que pululaban en el centro histórico capitalino con sus ventas ambulantes; tampoco dejó en pie antiguos edificios comerciales que “afeaban” la visión que encontrarían sus invitados extranjeros.
El término kitsch se originó en el arte de la ciudad alemana de Munich, entre los años 1860 y 1870, para describir dibujos y bocetos baratos. Apelaba al gusto vulgar de la nueva y adinerada burguesía de Munich que pensaba, como muchos nuevos ricos, que podía alcanzar el estatus que envidiaban de las élites, copiando simplemente las características más evidentes de sus hábitos culturales.
Algo similar sucede con el dictador salvadoreño, cuyo déficit de autoestima parece forzarlo a reafirmarse en cada acción, y que encuentra enemigos en todo aquel que no lo adula. Esta vez recurrió a una de sus grandes fascinaciones, el militarismo. Esto se expresó no solo en un insólito desfile militar, que no formaba hasta ahora parte del ceremonial de cualquier toma de posesión presidencial, sino hasta en la vestimenta que subrayaba simbólicamente el bonapartismo del que parece hacer gala.
La ostentación de militarismo que impregna este régimen usurpador actuó también como un mensaje a la sociedad: será apoyándose en la fuerza militar que gobernará con puño de hierro sobre sus súbditos, porque al parecer así considera este inconstitucional mandatario a la ciudadanía, a la cual promete, como hace 5 años, más medicina amarga.
Y mientras él juega a los soldaditos y se disfraza con ropajes napoleónicos, reafirmando sus delirios de grandeza, el 73% de la población, que no tiene tiempo para juegos, circo ni disfraces, sigue enfrentando su principal problema, la situación económica, según lo refleja la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples de 2023.
La pobreza y los pobres han crecido en los últimos cinco años, alcanzando su nivel más alto desde 2018. El dictador lo sabe y sabe que allí radica una de sus mayores vulnerabilidades y que esto amenaza su gestión. Por eso, en esta parodia de investidura presidencial, se cansó de asegurar en su discurso, plagado de alegorías religiosas muy próximas al fanatismo, pero aún más al mesianismo patológico, que en los próximos años debería operarse en El Salvador alguna suerte de milagro.
Mientras tanto, la deuda de las pensiones sigue creciendo y el riesgo de impago de deudas adquiridas sigue escalando. Posiblemente por esos peligros que asoman en el horizonte, prometió que la economía será su principal propósito y que para eso necesitará, “la guía de Dios”, un trabajo incansable y “que el pueblo defienda a capa y espada cada una de las decisiones que se tomen”. “El mundo entero ha puesto sus ojos en El Salvador, así de grandes han sido los resultados. Podemos hacer lo mismo, pero ahora con la economía”, añadió en sus delirios, mezclando el estilo de los sermones religiosos y las arengas militares.
El régimen exige obediencia ciega al pueblo, y lo escenificó pidiendo a los presentes que levantaran la mano y juraran “defender incondicionalmente este proyecto de nación”. “Siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos”, aunque no lo dijo, se deduce que de no hacerlo las consecuencias se harán sentir, como vimos estos días previos a la ceremonia; la respuesta será la cárcel, la persecución y, en última instancia, la expulsión del “Paraíso bukeleano”, para quien no obedezca.
Pese al esfuerzo propagandístico, el mundo dio en gran parte la espalda al llamado inaugural de la nueva dictadura. Pocos fueron los países que con el envío de altos dignatarios sumaron su complicidad a un gobierno de facto. En total fueron once naciones las que tuvieron una representación destacada.
Varios asistieron por afinidad ideológica con este grupo de extremistas de derecha, fanáticos del neoliberalismo, e irrespetuosos del Estado de Derecho, que gobierna El Salvador pasando por encima de las leyes, violando derechos humanos, y que parece ser un modelo atractivo para algunos.
Así, entre los asistentes al acto destacaron algunos personajes reconocidos por sus políticas antipopulares, como el presidente argentino, Javier Milei; el de Ecuador, Daniel Noboa; o la presidenta de Kosovo, Vjosa Osmani.
Asistieron también la presidente de Honduras, Xiomara Castro; de Paraguay, Santiago Peña; y de Costa Rica, Rodrigo Cháves; el Primer Ministro de Belice, John Briceño; y la primera Ministra de República de Guinea Ecuatorial, Manuela Roka Botey; el rey Felipe VI de España, una delegación de nivel medio de Estados Unidos encabezada por el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, y personalidades como Donald Trump Jr.
De la tiranía martinista al despotismo de la ignorancia
A lo largo de su historia el pueblo salvadoreño sufrió, resistió, combatió y derrotó todo tipo de formas de gobierno abusivas del poder, que se ensañaban con las grandes mayorías desposeídas y olvidadas.
Este gobierno de facto nos lleva forzosamente a recordar al último personaje que utilizó los métodos que ahora el régimen copia descaradamente, para instalarse en el poder por tiempo ilimitado. Como sucedió entonces, y volverá a suceder, el límite de la paciencia popular señalará el tiempo para arrojarlo al basurero de la historia junto con sus cómplices.
El antecedente directo del gobierno de facto y sus métodos inconstitucionales es el del general Maximiliano Hernández Martínez, teósofo asesino, responsable de la masacre de 1932. Su discurso del miedo para cazar incautos en aquel momento fue la “amenaza comunista”. Para perpetuarse en el poder jugó con el sentido y espíritu de las leyes fundamentales; pidió una supuesta licencia de seis meses para poder afirmar luego que su reelección no era tal, sino un simple segundo mandato.
Con la excusa de la “guerra contra las pandillas” el nuevo dictador cabalgó sobre los temores de la gente intentando, sin mucho éxito, que no se hicieran públicas las negociaciones de su administración con esos mismos criminales a los que en público insultaba pero en privado consentía; explotando esos miedos cercenó derechos ciudadanos con un régimen de excepción renovado mensualmente por sus serviles diputados, para asegurar un estado de sitio de facto que le permite impedir reuniones, intervenir teléfonos, allanar viviendas y arrestar personas para investigarlas por largos periodos, entre otras restricciones.
El nuevo dictador utilizó las mismas maniobras y trampas que Hernández Martínez para afianzar su mandato despótico, cada vez menos orientado a la lucha contra los criminales y más a la persecución de fuerzas opositoras y sectores sociales que, por una u otra razón, el régimen considere como un estorbo, ya sea díscolos oligarcas, organizaciones sociales defensoras de derechos, o pobres de solemnidad que habitan los rincones del centro histórico capitalino, entregado a la explotación urbanística y comercial de poderosos capitales extranjeros.
El nuevo usurpador recurre también a los mensajes de corte religioso, el misticismo y el mesianismo como forma de atraer adeptos y atacar a sus enemigos (este tipo de personajes jamás piensan en sus opositores como adversarios).
Mas allá de lo que muestran las cámaras y las redes sociales auspiciadas y manipuladas desde el oficialismo, la realidad no refleja únicamente la popularidad del dictador. Una mirada muy distinta ofrecen quienes en lugar de consumir redes sociales manipuladas, se dedican científicamente a dar seguimiento a la realidad en la calle. “En su primer mandato, el presidente Bukele puso a El Salvador al borde de un estado policial. Bukele hoy controla absolutamente todos los poderes de Gobierno y sus fuerzas de seguridad detienen a ciudadanos de forma discrecional y sin ninguna garantía de debido proceso”, declaró el subdirector de la División de las Américas de Human Rights Watch (HRW), Juan Pappier. “[…] El mayor riesgo es que, en un segundo mandato, Bukele utilice todo el andamiaje jurídico creado contra las pandillas para detener, procesar y acosar aún más a periodistas, críticos y opositores”, agregaba.
Se puede engañar a algunos por mucho tiempo; se puede engañar a muchos por algún tiempo, pero difícilmente se pueda engañar a todos, todo el tiempo. A esa realidad se enfrenta esta dictadura, que combina los métodos brutales del pasado con el control social por medio de la manipulación y el uso de avanzadas técnicas de comunicación y desinformación.
El tiempo cada vez juega más en su contra porque la crisis económica, lejos de aliviarse se profundiza; la hora de cumplir promesas no puede diferirse eternamente y el hambre creciente del pueblo no admite sueños faraónicos, sino que exige soluciones inmediatas.
Por eso este gobierno no solo nace ilegítimo e inconstitucional, sino que también nace fragil y estructuralmente débil. Una debilidad congénita que no resulta una sorpresa para el dictador. Por eso habla de milagros para la economía, apela a la visión de Dios y ofrece medicinas amargas mientras exige lealtades sin quejas. Sabe que las quejas llegarán en forma de protestas callejeras. Sabe también que solo le quedará el recurso de la fuerza contra el pueblo.
Las líneas divisorias se marcan cada vez con más claridad, Será, desde ahora, “con o contra” la dictadura. Los términos medios y las aguas tibias empiezan a pasar de moda y serán olvidadas en la medida que la crisis mueva a la gente a la organización y a las calles. Es hora de llamar a la unidad de todas las fuerzas que, desde el campo nacional y popular, estén dispuestos ya no a resistir sino a luchar abiertamente contra el régimen y sus esbirros, contra los atropellos y los canallas que gobiernan.
Es la hora del pueblo la que está llegando. Queda mucho trabajo por realizar en materia de organización popular y territorial que resulta hoy imprescindible. También resulta impostergable. El gobierno de facto, con sus uniformes, con sus desfiles, con sus atropellos y amenazas desde el Palacio Nacional, ha declarado la guerra al pueblo. Será hora de tomarle la palabra. Mas allá de lo vulgar y “kitsch” de esta dictadura de mal gusto, lo peligroso para el pueblo es su brutalidad, su talante criminal, su inclinación represiva y su cada vez menor margen de maniobra. Eso es lo grave y lo que, unidos y organizados, deberemos derrotar.
Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
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