Impulsado por dinámicas regionales e internacionales que, aunque aparentan ser eventos aislados, responden a un mismo objetivo: la redefinición del poder global.
Este reordenamiento está marcado por el auge de potencias emergentes, la confrontación de intereses estratégicos y una lucha por el control de rutas económicas clave.
Turquía: De potencia regional a actor estratégico global
El liderazgo de Recep Tayyip Erdogan ha transformado a Turquía de una potencia local a un actor estratégico con creciente influencia regional. Este ascenso no ha sido fortuito, sino resultado de la astucia de Erdogan para interpretar las dinámicas cambiantes en Asia Occidental, maniobrando hábilmente entre las tensiones y las oportunidades geopolíticas que han definido el escenario regional en las últimas décadas.
Erdogan ha demostrado una capacidad única para adaptarse y posicionar a Turquía como un jugador indispensable en conflictos clave como el de Siria e Irak. En Siria, su estrategia ha pasado por fases complejas.
En los primeros años del conflicto sirio, Turquía apoyó abiertamente a grupos armados de oposición, buscando el derrocamiento de Bashar al-Assad. Esta postura, aunque arriesgada, permitió a Ankara establecer contactos con múltiples facciones, muchas de las cuales siguen siendo piezas clave en el tablero sirio.
La toma de control de Damasco y gran parte de Siria por Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), liderada por Abu Mohammad al-Julani, ha sido interpretada como un movimiento cuidadosamente respaldado y apoyado por Turquía. Al-Julani, inicialmente vinculado a Al Qaeda, ha sabido reconvertirse en un líder pragmático, moderando su discurso y ganando apoyo local en Idlib, una región estratégica para Turquía y desde esta región ha logrado dominar el país casi por completo.
Esta relación implícita entre Ankara y HTS le ha permitido a Erdogan mantener una posición fuerte en el norte de Siria, sirviendo como punta de lanza de lo que fue el derrocamiento de Al Assad y garantizando que Turquía conserve una voz en cualquier solución futura al conflicto.
Paralelamente, Erdogan ha dirigido operaciones militares en el noreste de Siria, bajo el pretexto de combatir al terrorismo kurdo. Turquía ha utilizado su influencia en la región para debilitar a las Unidades de Protección Popular (YPG), a quienes Ankara considera una extensión del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).
Las avanzadas militares turcas han consolidado una «zona de seguridad» en el norte de Siria, que, además de desalojar a las fuerzas kurdas, busca repoblar la región con refugiados sirios pro-turcos, alterando la demografía local para consolidar su control político y estratégico.
En Irak, la estrategia de Erdogan ha sido similar, aunque con dinámicas particulares. Turquía ha llevado a cabo múltiples operaciones militares en el norte iraquí, justificadas como una respuesta a las amenazas del PKK.
Estas incursiones no solo buscan neutralizar a las milicias kurdas, sino también reforzar la influencia turca en áreas clave del Kurdistán iraquí, una región rica en recursos y estratégicamente conectada con Siria e Irán. Erdogan ha sabido aprovechar las divisiones internas entre los kurdos iraquíes, estableciendo relaciones con líderes como Masoud Barzani para avanzar en sus intereses.
Más allá de lo militar, la diplomacia turca ha jugado un papel crucial en el posicionamiento de Erdogan. Turquía ha sabido presentarse como mediador en conflictos regionales, al tiempo que fortalece sus relaciones con actores clave como Rusia e Irán, a pesar de tiempo atrás estar en «bandos opuestos» en el conflicto sirio.
Este equilibrio demuestra la habilidad de Erdogan para moverse entre las potencias globales y regionales, aprovechando cada oportunidad para maximizar los beneficios estratégicos para Turquía.
El resultado de esta política es un Turquía que ya no se limita a ser un actor local. Erdogan ha consolidado a su país como un pilar regional, con la capacidad de influir en el futuro de Siria, Irak y más allá.
Aunque este protagonismo ha generado tensiones con potencias como Estados Unidos e Israel, Erdogan ha sabido jugar con estas contradicciones para reforzar su posición. Turquía, bajo su liderazgo, es un ejemplo de cómo una nación puede transformar su entorno regional a través de una estrategia calculada, en la que el pragmatismo, la fuerza y la diplomacia se entrelazan para garantizar su lugar en el reacomodo global.
Gaza, Qatar y la rivalidad con Arabia Saudí
En el intrincado tablero de Asia Occidental, Gaza se ha convertido en un punto de convergencia para los intereses geopolíticos de actores como Qatar y Arabia Saudí. La Franja de Gaza, sometida a un asedio israelí desde hace más de una década, es no solo un símbolo de la resistencia palestina, sino también un escenario donde las rivalidades regionales se manifiestan.
En este contexto, Qatar ha jugado un papel determinante, especialmente en la reconstrucción de Gaza y en las negociaciones de cese al fuego entre Hamas e Israel.
El punto culminante de la influencia de Qatar se dio tras 15 meses de conflicto ininterrumpido entre Hamas e Israel, cuando Doha intervino de manera directa para negociar un cese al fuego. Lo significativo de esta acción fue que Qatar lo hizo sin consultas a terceros, demostrando su independencia como mediador y su capacidad para liderar en una de las crisis más sensibles de la región.
Esta intervención subraya el peso político y financiero de Qatar, que ha utilizado sus vastos recursos económicos para ganar influencia en Gaza. Desde la guerra de 2014, Qatar ha destinado millones de dólares para la reconstrucción de viviendas, infraestructuras, hospitales y escuelas, lo que lo ha convertido en un actor indispensable para la supervivencia de la población en la Franja.
La acción de Qatar no solo se limita a la reconstrucción, sino que también busca garantizar un cierto nivel de estabilidad en Gaza, actuando como puente entre Hamas y otros actores internacionales, incluido Israel. Este papel, sin embargo, no es bien visto por Arabia Saudí, que ha visto a Qatar como un competidor en la lucha por liderar el mundo árabe y musulmán.
La rivalidad entre ambos países se intensificó tras el bloqueo impuesto a Qatar en 2017 por Arabia Saudí y sus aliados, bajo acusaciones de que Doha apoyaba a grupos islamistas como Hamas y mantenía una relación ambigua con Irán.
Qatar, lejos de ceder, ha utilizado su diplomacia ágil y sus recursos energéticos para contrarrestar el aislamiento. En Gaza, esta rivalidad se manifiesta en el respaldo directo de Qatar a Hamas, mientras que Arabia Saudí, alineada con Estados Unidos e Israel, ha adoptado una postura más distante hacia la causa palestina.
Esta diferencia estratégica refuerza una ficticia imagen de Qatar como un actor más independiente y enfocado en causas regionales, en contraposición con Arabia Saudí que actualmente prioriza su agenda de modernización interna bajo el liderazgo de Mohammed bin Salman.
Además, la presencia de Qatar en Gaza no solo desafía a Arabia Saudí, sino que también complica los esfuerzos de Israel por consolidar un equilibrio en la región. A través de su intervención, Qatar ha demostrado que puede influir en la política palestina sin depender de las grandes potencias, creando un nuevo eje de poder en la región.
Esta dinámica recalca el reacomodo geopolítico en Asia Occidental, donde actores como Qatar y Turquía están desafiando la hegemonía tradicional de Arabia Saudí y otros aliados del bloque occidental.
La reconstrucción de Gaza, financiada y supervisada por Qatar, no es solo un esfuerzo humanitario, sino también una declaración política. Qatar busca consolidarse como un mediador indispensable en los conflictos de Asia Occidental, mientras refuerza su soft power en un momento en que la región vive profundas transformaciones.
En este sentido, la rivalidad con Arabia Saudí trasciende Gaza y se enmarca en una lucha más amplia por el liderazgo regional, donde el control narrativo y la capacidad de influir en las dinámicas políticas locales son clave para definir el futuro de la región.
El regreso de Donald Trump y los Acuerdos de Abraham
El retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos promete reconfigurar el escenario de Asia Occidental, particularmente en torno a los historicos Acuerdos de Abraham firmado en 2020. Anteriormente bajo su primer mandato (2017-2021), buscó consolidar alianzas entre Israel y países árabes como los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán, en un esfuerzo por integrar a Israel en la región mientras se contrarresta la influencia de potencias como Irán.
Durante uno de los episodios más tensos en Gaza, tras meses de bombardeos y una creciente presión internacional, Trump aprovechó su estrecha relación con Netanyahu para forzar un alto al fuego que calmara las tensiones en la región. Este movimiento no solo mostró su capacidad de influencia sobre Israel, sino que también dejó claro que su visión estratégica iba más allá de la defensa incondicional de las políticas israelíes: buscaba un equilibrio que beneficiara a la proyección global de Estados Unidos.
Trump comprende claramente que la inestabilidad prolongada en Gaza no solo afectaba la percepción internacional de Israel, sino que también podía complicar los acuerdos regionales que eran clave para consolidar su legado diplomático.
En este sentido, el cese al fuego con Hamas no es simplemente un gesto de pacificación, sino una jugada calculada para preparar el terreno de un futuro escenario favorable a los intereses estadounidenses en Asia Occidental. Trump se posicionó como un «mediador» capaz de controlar incluso a sus aliados más cercanos, mostrando una faceta de liderazgo que buscaba proyectar a Estados Unidos como el árbitro indispensable de la región.
Esta maniobra claramente impulsa la credibilidad de los Acuerdos de Abraham, presentándolos no solo como tratados de paz, sino como una estructura política y económica que podría resistir las tensiones locales.
En este segundo mandato, Trump buscaría revivir y expandir los Acuerdos de Abraham, utilizando su enfoque pragmático y transaccional para atraer a más países árabes hacia una normalización con Israel. Arabia Saudí, el actor clave que hasta ahora ha tenido un doble juego al formalizar su relación con Israel, podría ser persuadido bajo un liderazgo trumpista, especialmente si se enmarca en una estrategia más amplia para contener a Irán.
Además, la reactivación de estos acuerdos le permitiría a Trump consolidar su influencia en un momento en que otras potencias, como Rusia y China, buscan expandir su presencia en la región.
Sin embargo, este esfuerzo no estaría exento de desafíos. La creciente fragmentación de Asia Occidental, marcada por la aparente superación de las diferencias entre Turquía, Irán y los países del Golfo, exige un equilibrio delicado que Trump no podría intentar manejar con su estilo característico.
Por un lado, buscaría alinear a los países árabes en una coalición que contrarreste las influencias emergentes; por otro, sería consciente de la necesidad de evitar un conflicto prolongado que pueda desgastar la posición de Estados Unidos.
En este reacomodo regional, los Acuerdos de Abraham se proyectan como la herramienta clave de Trump para mantener la máxima influencia estadounidense, en un escenario donde las tensiones locales y los intereses globales están más entrelazados que nunca.
Rusia e Irán: Una alianza estratégica
La relación entre Rusia e Irán ha evolucionado de una asociación pragmática a una alianza estratégica con implicaciones geopolíticas profundas y de largo alcance. En este contexto, el reciente acuerdo de defensa mutua firmado entre ambas naciones, con una duración de 20 años, representa un hito que redefine las dinámicas de poder en Asia Occidental y más allá.
Este acuerdo, mucho más que un simple pacto militar, coloca un «manto protector» sobre la República Islámica de Irán, garantizando su seguridad frente a cualquier intentona occidental de invasión o intervención militar con el objetivo de derrocar al régimen islámico.
Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán ha sido objeto de sanciones, amenazas y acciones encubiertas por parte de Estados Unidos y sus aliados. Sin embargo, este nuevo acuerdo con Rusia cambia drásticamente las reglas del juego.
Al garantizar la cooperación militar y el apoyo mutuo en caso de agresión, el pacto envía un mensaje claro a Occidente: cualquier intento de intervenir en Irán tendría que enfrentar no solo a la resistencia iraní, sino también al respaldo militar y estratégico de Rusia, una potencia con capacidad nuclear.
Este «manto protector» no solo fortalece la posición de Irán como un actor clave en la región, sino que también disuade cualquier acción hostil que pudiera desestabilizar el eje de poder que Moscú y Teherán están consolidando.
El impacto de este acuerdo no se limita al ámbito militar. También redefine los equilibrios energéticos y económicos en Asia Occidental y Central, donde Irán desempeña un papel esencial como puente entre el Cáucaso, Asia Central y Asia Occidental.
Este nuevo nivel de cooperación garantiza la seguridad energética de una vasta región, conectando los recursos de gas y petróleo iraníes con mercados clave mediante rutas seguras, al tiempo que fortalece el acceso de Rusia a corredores estratégicos como el Corredor Internacional Norte-Sur.
El Corredor Internacional Norte-Sur (INSTC, por sus siglas en inglés) es un ambicioso proyecto que conecta Rusia con Asia Occidental, el Océano Índico y Asia del Sur a través de Irán. Este corredor tiene un potencial transformador para la economía rusa, ya que ofrece una alternativa viable a las rutas controladas por Occidente, como el Canal de Suez.
Con este acuerdo, Rusia asegura el desarrollo y la estabilidad de esta ruta, lo que no solo diversifica sus opciones comerciales, sino que también refuerza su influencia en una región crítica para el comercio global.
Irán, por su parte, se beneficia enormemente de su posición como eje central del INSTC, consolidándose como un punto de enlace indispensable entre Europa, Rusia, Asia del Sur y Asia Occidental. La inversión conjunta en infraestructura ferroviaria, portuaria y logística no solo impulsa el comercio bilateral, sino que también acelera la integración económica de la región, fortaleciendo los lazos entre Rusia e Irán en un momento en que ambos países enfrentan sanciones occidentales.
En un mundo cada vez más polarizado, donde la energía es tanto un recurso como un arma geopolítica, la alianza entre Rusia e Irán asegura un suministro estable de hidrocarburos a mercados clave.
Mientras que Rusia domina las exportaciones de gas natural hacia Europa y Asia, Irán posee algunas de las reservas de petróleo y gas más grandes del mundo, pero su capacidad para aprovechar estos recursos ha estado limitada por las sanciones.
Este acuerdo estratégico permite a ambos países coordinar sus políticas energéticas, maximizar su influencia en los mercados globales y desafiar el dominio de las potencias occidentales en la industria energética.
Además, esta cooperación energética no se limita al petróleo y el gas. Rusia e Irán también han mostrado interés en desarrollar proyectos conjuntos en energía nuclear y renovable, lo que refuerza aún más su asociación a largo plazo y les permite diversificar sus economías frente a las presiones externas.
La alianza Rusia-Irán es una pieza clave en el reacomodo geopolítico que vive Asia Occidental. Al consolidar su relación, Moscú y Teherán están creando un eje de resistencia frente al unilateralismo occidental, al mismo tiempo que fortalecen sus propias posiciones económicas, militares y estratégicas.
Este acuerdo no solo protege a Irán de cualquier intervención occidental, sino que también garantiza la estabilidad de una región que es vital para el comercio global y la seguridad energética.
En este contexto, es esencial entender que este acontecimiento no es menor. Representa un movimiento calculado para garantizar la supervivencia de la República Islámica de Irán, salvaguardar los intereses de Rusia en la región y sentar las bases para un orden multipolar que desafíe el dominio de Estados Unidos y sus aliados.
Bajo este nuevo paradigma, Rusia e Irán están sentando las bases de un futuro en el que Asia Occidental jugará un papel central en las dinámicas globales, mientras refuerzan su papel como actores estratégicos en el escenario internacional.
India y China: Competencia en la «Ruta del Algodón»
La rivalidad histórica entre India y China encuentra un nuevo escenario en la competencia por proyectos estratégicos como la «Ruta del Algodón,» una iniciativa india que busca posicionarse como alternativa a la ambiciosa «Ruta de la Seda» china.
Esta propuesta de Nueva Delhi busca establecer corredores comerciales que conecten a Asia del Sur con Asia Central, Oriente Medio y Europa, reduciendo la dependencia de rutas controladas por Pekín y contrarrestando la influencia económica y geopolítica de China en la región.
Sin embargo, el desarrollo de esta competencia no puede entenderse sin tomar en cuenta las tensiones históricas entre ambos países, incluidos los conflictos fronterizos en el Himalaya y las profundas desconfianzas mutuas.
Bajo el liderazgo de Narendra Modi, India ha jugado un doble juego en el escenario internacional. Por un lado, es un miembro activo del BRICS, un bloque crucial para el orden multipolar que busca contrarrestar la hegemonía occidental.
Por otro, Modi ha demostrado una notable cercanía con potencias occidentales, particularmente con Estados Unidos, buscando alianzas militares y económicas que le permitan contrarrestar la creciente influencia china. Esta ambigüedad estratégica convierte a India en un socio difícil de prever a largo plazo.
La postura de Modi refleja un delicado equilibrio. Mientras busca beneficiarse del sistema multipolar que el BRICS promueve, también cultiva relaciones con el Occidente, especialmente en el ámbito tecnológico y militar, como lo demuestran los acuerdos de defensa con Estados Unidos y sus participaciones en el Quad (Diálogo de Seguridad Cuadrilateral) junto a Japón, Australia y Washington.
Este enfoque pone en evidencia que India, a pesar de ser una pieza clave del BRICS, no está alineada completamente con los objetivos de un mundo multipolar.
El caso de India y China ilustra que el mundo multipolar, a pesar de ser una alternativa al unipolarismo occidental, no está exento de conflictos internos y contradicciones. Las tensiones en el Himalaya y la competencia por proyectos estratégicos como la «Ruta del Algodón» y la «Ruta de la Seda» revelan que los intereses nacionales siguen predominando, incluso entre países que comparten foros de cooperación como el BRICS.
Sin embargo, a pesar de estas tensiones, India no puede ignorar los beneficios de ser parte del BRICS. La asociación con China, Rusia, Brasil y Sudáfrica fortalece su posición internacional y le ofrece acceso a proyectos de desarrollo e infraestructura, además de mercados clave. Para el bloque, India sigue siendo un actor indispensable en la construcción de un sistema global más equilibrado.
Aunque Narendra Modi no sea un líder confiable a largo plazo para el mundo multipolar debido a su historial de acercamiento al Occidente, la importancia geopolítica y económica de India es innegable.
En un sistema multipolar en construcción, será esencial entender y gestionar estas contradicciones, reconociendo que incluso en alianzas estratégicas, los intereses nacionales a menudo prevalecerán. La rivalidad con China y su ambigüedad hacia Occidente hacen de India un jugador clave, pero complejo, en el escenario internacional.
Una visión global del reacomodo
Todos estos eventos, aunque dispersos en apariencia, forman parte de un mismo fenómeno: el fin del mundo unipolar y la transición hacia un sistema multipolar. Turquía, Israel, Qatar, Arabia Saudí, Rusia, Irán, India y China son piezas clave en este tablero, donde cada movimiento redefine alianzas, proyecta nuevos liderazgos y amplía tensiones. El reacomodo regional no solo afecta a Asia Occidental y el Asia-Pacífico, sino que también marca el pulso de una nueva era en la política internacional.
El panorama es complejo y está lejos de resolverse. Mientras Turquía busca posicionarse como potencia regional, Israel se enfrenta a un entorno más hostil. Rusia e Irán consolidan su alianza, mientras India y China compiten por rutas estratégicas. Estados Unidos, bajo un posible nuevo mandato de Trump, intentará reconfigurar las alianzas en su favor.
Sin embargo, las dinámicas regionales, los intereses cruzados y el auge de potencias emergentes garantizan que el reacomodo será un proceso largo y lleno de incertidumbre. Asia, en su diversidad y complejidad, seguirá siendo el epicentro de esta transformación global.
Por Tadeo Casteglione* Experto en Relaciones Internacionales y Experto en Análisis de Conflictos Internacionales, Diplomado en Geopolítica por la ESADE, Diplomado en Historia de Rusia y Geografía histórica rusa por la Universidad Estatal de Tomsk. Miembro del equipo de PIA Global.
*Foto de la portada: Faiz Abu Rmeleh / Agencia Anadolu