A más de dos años del estallido de la guerra entre el Ejército regular sudanés (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), Sudán continúa sumido en una espiral de violencia, desintegración territorial y catástrofe humanitaria. Aunque en apariencia se trata de una pugna interna por el poder entre dos facciones militares, el conflicto encierra una dimensión mucho más compleja: Sudán se ha convertido en uno de los principales escenarios de disputa geopolítica en el continente africano.
Ubicado estratégicamente en el noreste de África, con una extensa frontera con siete países —incluidos Egipto, Etiopía y Chad— y una costa de más de 800 kilómetros sobre el mar Rojo, Sudán es una pieza clave en el tablero global. A esto se suma la riqueza de su subsuelo: es el tercer mayor productor de oro de África, posee reservas de petróleo en la región fronteriza con Sudán del Sur y concentra enormes extensiones de tierras cultivables aún sin explotar. Estos factores lo convierten en un botín geoeconómico de alto valor para potencias globales y regionales.
Según datos del Sudan Conflict Observatory, entre abril de 2023 y abril de 2025, más de 14.000 personas murieron y más de 9 millones fueron desplazados, la mayoría dentro del propio país. Naciones Unidas estima que alrededor del 70% de los hospitales en zonas de combate están fuera de servicio y que el riesgo de hambruna es inminente para más de cinco millones de personas. Sin embargo, mientras la atención internacional se concentra en la crisis humanitaria, poco se dice sobre los intereses estratégicos que alimentan —y se benefician— de la prolongación del conflicto.
“Sudán no es simplemente un país en guerra. Es una pieza clave en una red de intereses cruzados, donde las potencias juegan una guerra por recursos, rutas y control”, advirtió en 2024 Alex de Waal, investigador del World Peace Foundation y uno de los mayores expertos en el Cuerno de África. Para de Waal, la guerra no puede entenderse sin considerar “la codicia de los actores externos que buscan obtener beneficios del colapso del Estado sudanés”.
En esa misma línea, un informe del International Crisis Group señalaba en septiembre de 2023 que “actores como Emiratos Árabes Unidos, Rusia y Egipto han brindado apoyo militar o logístico a los bandos enfrentados, muchas veces en función de sus propias agendas regionales o intereses económicos”. Por su parte, Estados Unidos y la Unión Europea han impulsado negociaciones, aunque sin renunciar a sus propios objetivos estratégicos en la región: contención migratoria, estabilidad comercial y acceso a recursos.
Mientras los combates continúan diezmando la infraestructura del país y desplazando a millones de personas, actores externos intervienen de forma directa o indirecta, buscando asegurar su influencia, proteger inversiones y garantizar el acceso privilegiado a los recursos sudaneses. La guerra en Sudán no solo refleja una crisis nacional. Es también una radiografía del neocolonialismo del siglo XXI, donde grandes potencias como Estados Unidos, China, Rusia y la Unión Europea, junto a actores regionales como Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita, juegan sus propias cartas en un tablero marcado por la violencia, el extractivismo y la geopolítica global.
Sudán en el ajedrez geopolítico global
En el actual contexto de multipolaridad global, Sudán no es un territorio periférico. Es una pieza en disputa entre potencias que, bajo el ropaje de la cooperación, la asistencia humanitaria o la mediación diplomática, buscan preservar o expandir su influencia en África. La prolongación del conflicto interno entre el SAF y las RSF ofrece una oportunidad —y una coartada— para insertarse en la crisis y moldear el futuro político y económico del país.
Estados Unidos, por ejemplo, mantiene desde hace décadas una política ambivalente hacia Sudán. Aunque ha sancionado a líderes de las RSF por violaciones de derechos humanos y ha impulsado rondas de diálogo bajo el auspicio de Arabia Saudita (como las negociaciones de Yeda), su verdadera preocupación estratégica radica en el control del mar Rojo, una de las principales rutas del comercio global. En palabras del general Stephen Townsend, excomandante del Comando África del Pentágono (AFRICOM): “el mar Rojo es demasiado valioso para dejarlo exclusivamente en manos de competidores como China o Rusia”.
China, por su parte, ha optado por una estrategia silenciosa pero persistente. Desde principios de los 2000, cuando invertía masivamente en el petróleo sudanés antes de la secesión del sur, Pekín ha diversificado su presencia en infraestructura, energía y agricultura. Hoy sigue siendo el principal socio comercial de Sudán, y ha evitado posicionarse abiertamente en la guerra, priorizando la estabilidad para proteger sus intereses. Un informe del China Africa Research Initiative de la Universidad Johns Hopkins revela que Sudán ha recibido más de US$6.000 millones en financiamiento chino entre 2000 y 2022, en su mayoría ligados a proyectos de energía y transporte.
Rusia, en cambio, ha optado por una política más agresiva y directa. Desde al menos 2017, el grupo Wagner opera en territorio sudanés, principalmente en zonas auríferas como Darfur y el Nilo Norte, explotando recursos a través de empresas fachada como Meroe Gold. Además, Rusia busca desde hace años establecer una base naval en Port Sudán, algo que el expresidente Omar al-Bashir llegó a autorizar en 2019. Aunque el acuerdo fue congelado tras su derrocamiento, Moscú ha seguido negociando con ambas facciones para reactivar la instalación.
En el plano regional, Emiratos Árabes Unidos ha sido señalado como uno de los principales sostenes logísticos de las RSF, lideradas por Mohamed Hamdan Dagalo, alias “Hemedti”. Reportes de la ONU y de medios como The Wall Street Journal han documentado vuelos emiratíes cargados con equipamiento militar dirigidos a bases de las RSF en Darfur y el oeste del país. El interés de Abu Dabi en Sudán se explica tanto por razones económicas —acceso al oro y a tierras cultivables— como por la necesidad de controlar corredores estratégicos que conectan el mar Rojo con el Sahel y el Cuerno de África.
Arabia Saudita, si bien aliada de los Emiratos, ha jugado un rol más ambivalente, combinando mediación diplomática con intentos de expansión económica. Su proyecto de desarrollo de infraestructuras portuarias en el mar Rojo —en competencia directa con los planes chinos y rusos— forma parte de su estrategia Vision 2030, que busca diversificar la economía saudita y posicionarla como actor logístico clave entre África, Asia y Europa.
Por último, la Unión Europea actúa sobre todo en función de su agenda migratoria. El bloque ha financiado programas de “control fronterizo” en Sudán desde 2015, como parte del controvertido Khartoum Process, que buscaba frenar la migración hacia el norte delegando esa tarea a gobiernos africanos.
Lejos de ser un conflicto local aislado, la guerra en Sudán es el reflejo de una disputa mayor por el control del continente africano en el siglo XXI. Los actores internacionales, con sus agendas cruzadas y sus propias rivalidades, han convertido al país en un laboratorio de intereses globales, donde las alianzas son volátiles, los compromisos humanitarios son selectivos y la soberanía nacional es constantemente erosionada.
Potencia extranjera | Actor o zona de influencia en Sudán | Intereses clave |
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EE.UU. | SAF (Ejército regular) | Estabilidad regional, control del mar Rojo, contención de migración, rivalidad con Rusia/China |
Emiratos Árabes Unidos | RSF (Fuerzas de Apoyo Rápido) | Control del oro, influencia regional, contención de islamismo político |
Arabia Saudita | Mediador, cercano a SAF | Seguridad en el mar Rojo, liderazgo sunita, equilibrio con EAU |
Unión Europea | Apoyo indirecto a SAF | Control migratorio, contratos de reconstrucción, estabilidad regional |
Rusia | RSF y Wagner (oro y base naval) | Recursos (oro), base en Port Sudán, contrapeso a OTAN y Occidente |
China | Inversiones agrícolas y petroleras | Seguridad de inversiones, acceso a recursos, no intervención política directa |
Egipto | SAF | Seguridad fronteriza, proyecto del Nilo, rivalidad histórica |
Los recursos naturales como motor del interés externo
Sudán es uno de los países más ricos de África en recursos naturales. Pero esa abundancia no ha sido una bendición, sino un factor clave en su desgracia. Oro, petróleo, goma arábiga, uranio y tierras agrícolas fértiles se han convertido en el eje de una economía extractivista profundamente desigual, moldeada por intereses externos que operan tanto en la legalidad como en la opacidad.
Según datos del Sudanese Mineral Resources Company, Sudán produjo alrededor de 50 toneladas de oro en 2023, lo que lo ubica como el tercer productor africano, solo detrás de Ghana y Sudáfrica. Sin embargo, más del 80% de esa producción se comercializa de forma informal o a través de redes paralelas, muchas de ellas controladas por milicias locales o por empresas vinculadas a actores extranjeros.
El grupo paramilitar RSF, liderado por “Hemedti”, ha consolidado desde 2017 un imperio económico en torno a la minería de oro, apoyado en parte por la cobertura política y logística de Emiratos Árabes Unidos. Un reportaje de Al Jazeera Investigations reveló que el oro sudanés es exportado casi exclusivamente a Dubái, desde donde es lavado en los mercados internacionales. “Los Emiratos han sido el banco y la retaguardia económica de Hemedti”, afirma el analista eritreo Fathi Osman, radicado en Kampala. “Sin ese oxígeno financiero, su poder se desmoronaría en semanas”.
China, también ha invertido en zonas agrícolas y en infraestructura vinculada a la exportación de recursos. A través de préstamos bilaterales y empresas de capital estatal, Beijing ha adquirido derechos de uso sobre miles de hectáreas de tierra en la ribera del Nilo, muchas veces bajo condiciones que privilegian sus intereses a largo plazo. Como ha señalado el investigador congoleño Jean Batou, “la estrategia china en África es extractiva pero a fuego lento: no busca incendiar el territorio, sino dominarlo estructuralmente”. China también controla partes del sector petrolero, aunque con menor presencia tras la independencia de Sudán del Sur.
Mientras tanto, Occidente invoca la crisis humanitaria para justificar su presencia, pero muchas de sus ONG y agencias actúan como vehículos de influencia. Un informe del African Centre for Strategic Studies —con sede en Dakar— denunció que organizaciones como la Bill & Melinda Gates Foundation y UNICEF han canalizado fondos hacia programas “humanitarios” que al mismo tiempo sirven para establecer redes de vigilancia y control poblacional, especialmente en regiones ricas en recursos.
“La ayuda humanitaria no es neutral”, sentencia la socióloga ugandesa Susan Nabachwa. “A menudo es una forma de penetración ideológica y de ocupación blanda. Vienen con vacunas, pero se quedan con los datos. Vienen con alimentos, pero extraen minerales”. Esta visión crítica ha sido reforzada por estudios recientes del Third World Network y de plataformas panafricanas como Pambazuka News, que denuncian una nueva ola de “filantrocapitalismo extractivo” en el continente.
Mientras la población sudanesa se hunde en el hambre y el desplazamiento, millones de dólares en oro, petróleo y tierras cambian de manos entre milicias, empresas privadas y capitales extranjeros. El saqueo continúa, pero bajo nuevos ropajes: no ya el casco del colonizador, sino la laptop del asesor, la camioneta de la ONG o el contrato firmado a espaldas del pueblo.
1. Oro
- Representa >70% de las exportaciones sudanesas.
- Control: mayoritariamente RSF y redes informales con respaldo de EAU y Wagner.
- Impacto global: abastecimiento ilegal de Dubái, financiamiento de guerras, evasión de sanciones.
2. Petróleo (en menor medida desde la separación de Sudán del Sur)
- Control parcial estatal y de consorcios con participación china.
- Uso: exportaciones hacia Asia y países del Golfo.
3. Goma arábiga
- Sudán produce cerca del 70% del total mundial.
- Vital para la industria alimentaria, cosmética y farmacéutica.
- Empresas occidentales como Coca-Cola dependen de este insumo.
4. Tierras agrícolas
- Grandes extensiones bajo arriendo a capitales de China, Turquía, EAU.
- Cultivos exportados directamente (modelo agroextractivista).
- Impacto: desplazamiento de comunidades campesinas.
5. Uranio y minerales estratégicos
- Interés reciente de Rusia y China.
- Potencial uso para proyectos nucleares o baterías (en el caso del litio y cobalto, aunque menos explorado en Sudán que en RDC).
Intermediarios de paz o partes interesadas: el doble rasero de la diplomacia internacional
Desde el estallido de la guerra en abril de 2023, múltiples actores internacionales han intentado posicionarse como mediadores de paz en Sudán. Estados Unidos, Arabia Saudita, la Unión Africana, la ONU y más recientemente Egipto y Etiopía, han convocado rondas de negociación entre las partes enfrentadas. Sin embargo, más allá de los gestos diplomáticos, los resultados han sido nulos o incluso contraproducentes. Y es que la mayoría de estos actores no son neutrales: tienen intereses directos en el desenlace del conflicto y en el modelo de Estado que pueda emerger en la posguerra.
Estados Unidos y Arabia Saudita, por ejemplo, auspiciaron las conversaciones de Yeda en 2023, pero mientras se sentaban en la mesa de diálogo, sus aliados en el terreno —especialmente los Emiratos Árabes Unidos— seguían armando y financiando a uno de los bandos. La investigadora nigeriana Amina Tukur, del Pan-African Institute for Peace and Justice, fue contundente: “Es un teatro diplomático. Los mismos actores que prenden fuego ofrecen apagarlo con agua contaminada”. Para Tukur, la estrategia de Washington no busca una paz duradera, sino “una salida funcional que garantice sus intereses en el mar Rojo y contenga los efectos colaterales del conflicto, como la migración o el colapso estatal”.
La Unión Europea, por su parte, ha emitido comunicados condenando la violencia, pero ha evitado sancionar a actores clave como los Emiratos, pese a su papel documentado en el tráfico de armas hacia las RSF. En 2024, el eurodiputado irlandés Mick Wallace denunció en el Parlamento Europeo que “la UE actúa como cómplice pasiva del saqueo de Sudán. Aplica sanciones selectivas y financia a gobiernos que violan derechos humanos si eso sirve a su política migratoria”. En efecto, el control de flujos migratorios ha sido el principal eje de la acción europea, enmarcada en su doctrina de “externalización de fronteras”, lo que ha derivado en acuerdos con fuerzas represivas locales que hoy protagonizan la guerra.
Rusia, mientras tanto, ha ofrecido públicamente “apoyo a la estabilidad de Sudán” y se ha mostrado abierta a negociar con ambos bandos. Pero en los hechos, su respaldo al grupo Wagner —y su apuesta por la instalación de una base naval en Port Sudán— revela que su verdadero interés es estratégico-militar. Lo mismo ocurre con China, que aunque ha mantenido una postura “neutral” en foros internacionales, busca garantizar que cualquier salida del conflicto no amenace sus inversiones ni su acceso privilegiado a materias primas.
Incluso instituciones multilaterales como la ONU han sido objeto de duras críticas. En un comunicado publicado en abril de 2024, la red panafricana Africans Rising denunció que “la ONU ha sido incapaz de nombrar con claridad a los responsables externos del conflicto. Su obsesión con la ‘neutralidad’ la convierte en cómplice del statu quo”. Organizaciones como Third World Network y The Tricontinental Institute for Social Research han ido más lejos, al señalar que “la arquitectura humanitaria global está diseñada para administrar las crisis del Sur, no para resolverlas”.
El sociólogo camerunés Achille Mbembe lo expresó con claridad en una entrevista reciente: “Lo que se juega en Sudán no es solo una guerra por el control del territorio, sino una lucha por definir quién tiene el derecho a nombrar la paz, a imponer las reglas del juego y a decidir qué vidas merecen ser salvadas”.
El resultado de este doble rasero es devastador: una paz imposible, minada desde dentro por los mismos actores que la proclaman desde afuera. La guerra en Sudán no se perpetúa por falta de voluntad entre las partes locales, sino porque los intereses de las potencias requieren que no haya un ganador claro ni una resolución inmediata. Mantener el caos controlado es, para muchos, la mejor forma de asegurar negocios, influencia y ventajas geopolíticas a largo plazo.
Neocolonialismo en tiempos de guerra: el precio de la soberanía sudanesa
Sudán se ha convertido, una vez más, en el escenario donde se actualiza la lógica del neocolonialismo global. A diferencia del pasado, ya no se trata de administradores coloniales con uniforme, sino de diplomáticos, contratistas, filántropos y militares privados que operan bajo el lenguaje de la paz, la inversión o la ayuda humanitaria. Sin embargo, el resultado es el mismo: pérdida de soberanía, saqueo de recursos y subordinación a agendas externas.
Mientras más de 10 millones de sudaneses han sido desplazados y el país enfrenta una de las peores crisis alimentarias del mundo, el interés internacional no radica en el sufrimiento humano, sino en el control del oro, el acceso a las rutas del mar Rojo, y la consolidación de posiciones geoestratégicas frente a competidores globales. Los actores que dominan la narrativa internacional —Estados Unidos, la Unión Europea, las monarquías del Golfo, Rusia y China— ven a Sudán como un tablero donde ajustar sus piezas, no como una sociedad que merece autodeterminación.
Esta lógica no es nueva, pero se ha sofisticado. Como señaló la activista sudanesa Azza Ahmed Abdel Aziz en una reciente declaración ante el People’s Summit on South-South Solidarity, “Sudán está atrapado en un modelo de guerra diseñado para beneficiar a quienes venden armas, controlan minas de oro y administran la reconstrucción. Es un ciclo perfecto de destrucción y negocio”. En efecto, empresas occidentales ya han comenzado a negociar contratos para la “reconstrucción postbélica”, aún cuando el conflicto sigue activo.
El silencio —o la complicidad— de organismos multilaterales y medios internacionales hegemónicos agrava este panorama. Se condenan los horrores de la guerra, pero se omite su vínculo con una estructura de poder global que transforma los conflictos africanos en fuentes de rentabilidad. Y cuando las voces africanas denuncian este sistema, son etiquetadas como “radicales” o “ideologizadas”.
Frente a este contexto, los caminos de salida no son simples. La negociación entre actores armados, sin participación real de los movimientos sociales, de las comunidades desplazadas o de los sindicatos sudaneses, solo perpetuará la lógica de dominación. La salida no puede venir solo de acuerdos entre élites armadas bajo supervisión extranjera, sino de una reconstrucción política desde abajo, con soberanía popular y autonomía real frente a las potencias.
Sudán no es una excepción: es un espejo del presente africano. Un presente donde los pueblos luchan no solo contra dictadores locales o milicias armadas, sino contra un sistema global que convierte la guerra en oportunidad, y la paz en negocio.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.