El 15 de abril de 2023, estalló un conflicto armado entre las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF), lideradas por el general Abdel Fattah al-Burhan, y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), bajo el mando de Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como “Hemedti”. Aunque inicialmente se presentó como una lucha por el poder entre dos líderes militares, el conflicto ha revelado dimensiones más profundas, incluyendo rivalidades étnicas, disputas por recursos naturales y la intervención de potencias extranjeras.
La RSF, originada a partir de las milicias Janjaweed, ha sido acusada de cometer crímenes de guerra y violaciones de derechos humanos, especialmente en la región de Darfur. Por su parte, las SAF han enfrentado críticas por su incapacidad para proteger a la población civil y por su participación en actos de represión. En este contexto, Sudán se encuentra atrapado en un conflicto de múltiples facciones, que trasciende los intereses internos, reflejando la lucha global por recursos estratégicos y la redefinición del poder en la región.

Recursos naturales: la guerra por el oro
Sudán es el tercer mayor productor de oro de África, y este recurso ha sido un factor clave en el financiamiento del conflicto. La empresa Al-Junaid, controlada por la familia de Hemedti, ha monopolizado gran parte de la producción y exportación de oro, estableciendo vínculos comerciales con los Emiratos Árabes Unidos (EAU). Según informes de la Cámara de Comercio de Dubái, el oro sudanés representa una porción significativa de las exportaciones de metales preciosos, y gran parte de ese flujo se destina a los Emiratos Árabes Unidos, donde se procesa y se comercializa a nivel global. Esto ha proporcionado a la RSF los recursos necesarios para sostener su campaña militar, y refleja cómo los recursos naturales sudaneses alimentan tanto a las facciones en guerra como a actores internacionales con intereses económicos en la región.
Además del oro, Sudán posee vastas tierras agrícolas, especialmente en el Nilo Blanco y Darfur, y acceso estratégico al Mar Rojo, lo que lo convierte en un punto de interés para potencias regionales y globales. La región es crucial para el comercio de petróleo y gas, y su cercanía a las rutas marítimas clave le otorga un valor geopolítico significativo. En la actualidad, países como Arabia Saudita han invertido en proyectos agrícolas en el país, buscando asegurarse fuentes de alimentos estratégicas en un contexto de inseguridad alimentaria global.
Las potencias globales: entre la indiferencia y la competencia
Estados Unidos y Europa Occidental han condenado la violencia en Sudán, pero su involucramiento directo ha sido limitado. La prioridad de Washington y Bruselas ha sido evitar una expansión del conflicto que pueda desestabilizar la región del Cuerno de África y facilitar el flujo migratorio hacia Europa. Si bien EE.UU. ha impulsado negociaciones, su influencia sobre las facciones sudanesas es marginal. Los esfuerzos de mediación han sido eclipsados por la falta de un enfoque claro que combine diplomacia activa con presión económica y política.
Rusia mantiene vínculos históricos con sectores del ejército sudanés y ha profundizado su presencia en el país, con especial énfasis en el acceso estratégico al Mar Rojo. Uno de los proyectos más destacados es el acuerdo para la construcción de una base naval en Port Sudan, que le permitirá a Moscú ampliar su influencia en el Mar Rojo, clave para el control de las rutas comerciales entre África, Asia y Europa. Además, se ha reportado que las RSF tienen estrechos lazos con el grupo Wagner, que opera en Sudán para extraer oro y proporcionar entrenamiento militar, generando un ciclo de dependencia económica y militar que beneficia a ambas partes.
China, por su parte, ha mantenido una postura pragmática. A través de grandes inversiones en infraestructura y energía, Pekín ha establecido relaciones con ambos bandos del conflicto, buscando proteger sus intereses económicos y diplomáticos en África. Con proyectos de infraestructura como la construcción de puentes y caminos, China ha logrado consolidar su presencia sin intervenir directamente en las dinámicas internas del conflicto, prefiriendo adoptar una postura de “no intervención” que le permita salvaguardar sus inversiones.
Los intereses de la península arábiga: guerra por delegación y oro
El involucramiento de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Catar en Sudán no es nuevo, pero se ha intensificado desde la caída de Omar al-Bashir en 2019. La península arábiga ve en el Cuerno de África —y en particular en Sudán— un espacio estratégico para proyectar poder y asegurarse rutas comerciales, militares y alimentarias clave. El conflicto sudanés ha sido caracterizado por una guerra por delegación, donde las facciones locales reciben respaldo en función de agendas extranjeras.
Emiratos Árabes Unidos, con vínculos estrechos con las RSF, ha sido señalado por financiar el conflicto a través del contrabando de oro. Un informe de Human Rights Watch señala que, mientras las RSF y las milicias asociadas a ellas atacan a civiles en Darfur, los Emiratos han facilitado la exportación ilegal de oro sudanés a Dubái. Este flujo de recursos ha sido crucial para financiar la guerra de Hemedti, mientras que los Emiratos obtienen acceso privilegiado a minerales estratégicos.
Arabia Saudita, aunque oficialmente neutral, busca preservar la estabilidad regional para proteger su corredor marítimo hacia el canal de Suez y mantener su influencia frente a Turquía e Irán. Su papel ha sido más sutil, pero no exento de interés económico, especialmente en lo que respecta a inversiones en agricultura y energía en Sudán.
Catar, por otro lado, ha apostado por mantener redes islamistas moderadas en Sudán, buscando contrarrestar la influencia de los Emiratos y Arabia Saudita. Este enfrentamiento indirecto en el terreno sudanés es un reflejo de las tensiones más amplias en la región del Golfo.
Desde una perspectiva panafricanista, la guerra en Sudán es también un síntoma de un orden aún marcado por el neocolonialismo. La lucha por el control de recursos —oro, agua, tierra— se da bajo la tutela o manipulación de actores externos, que imponen intereses extractivistas a costa de la soberanía popular sudanesa. No es una simple lucha interna, sino que refleja las luchas de África frente a las potencias extranjeras, que siguen controlando los destinos de muchas naciones del continente.
En comparación con otros países africanos que hoy desafían el neocolonialismo, como Malí, Burkina Faso o Níger, donde las nuevas élites militares han roto con las potencias coloniales, Sudán se presenta como un campo de juego dividido entre intereses extranjeros. En lugar de una resistencia unificada, Sudán sigue fragmentado, lo que facilita que potencias como EE.UU., Rusia, China y los países del Golfo sigan interviniendo sin un verdadero costo político.

Una crisis humanitaria sin precedentes
A dos años de guerra, Sudán no solo está fracturado territorial y políticamente. La crisis humanitaria es ya una de las más graves del planeta. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 9 millones de personas han sido desplazadas internamente o hacia países vecinos, como Chad, Egipto, Etiopía y Sudán del Sur. Esta cifra supera todos los desplazamientos acumulados en Sudán en los últimos 14 años.
El conflicto ha colapsado los servicios esenciales. Más del 80% de los hospitales en las zonas de conflicto están fuera de servicio, y la escasez de medicamentos y alimentos básicos ha agravado una situación ya precaria. En zonas como Darfur del Norte, Médicos Sin Fronteras reporta altos niveles de desnutrición infantil y mortalidad: en el campo de Zamzam, muere al menos un niño cada dos horas por causas evitables. Por su parte, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) estima que casi 18 millones de personas enfrentan inseguridad alimentaria severa, la cifra más alta jamás registrada en Sudán. Además, al menos 25 millones de personas (más de la mitad de la población total) requieren asistencia humanitaria urgente, según Naciones Unidas.
Uno de los aspectos más alarmantes ha sido el componente étnico del conflicto, especialmente en Darfur Occidental, donde las RSF y milicias aliadas han perpetrado masacres sistemáticas contra la etnia Masalit. Human Rights Watch y Amnistía Internacional han documentado ejecuciones sumarias, violaciones masivas y destrucción de comunidades enteras. Se estima que entre 10.000 y 15.000 personas han sido asesinadas en Geneina en menos de seis meses, en lo que muchos califican como un genocidio en curso.
En medio del caos, las mujeres sudanesas han demostrado un liderazgo excepcional. A pesar de ser unas de las principales víctimas del conflicto, también han sido agentes cruciales en la resistencia civil y en la reconstrucción de comunidades. Desde las protestas de 2018 contra el régimen de al-Bashir hasta la actual lucha contra las SAF y la RSF, las mujeres han liderado movimientos pacíficos, organizado redes de apoyo comunitario y exigido una transición política hacia un sistema más inclusivo. Organizaciones como Mujeres por la Paz en Sudán han estado en la primera línea de defensa contra la violencia, protegiendo a los más vulnerables y exigiendo el fin de la impunidad.
Además de las intervenciones externas, las sanciones impuestas por países occidentales y las tensiones comerciales han afectado la economía sudanesa, limitando las opciones de solución. Estas sanciones, combinadas con la inestabilidad interna, han creado un contexto donde los actores locales luchan no solo por el control territorial, sino por la supervivencia económica.
Por otra parte vamos a señalar que además de los actores del Golfo Pérsico, las relaciones de Sudán con sus vecinos son cruciales para entender la dinámica regional. Etiopía, por ejemplo, ha tenido que equilibrar su apoyo a Sudán mientras lidia con su propio conflicto interno (en la región de Tigray) y con el tema del Gran Renacimiento de la Presa del Nilo. Mientras tanto, Egipto tiene un interés vital en la estabilidad de Sudán, dado el impacto directo de cualquier inestabilidad en el río Nilo y en la seguridad nacional egipcia.
Sudán en la encrucijada
La guerra en Sudán no es un mero enfrentamiento entre dos caudillos. Es una guerra estructural, moldeada por intereses regionales y globales, por la disputa sobre recursos estratégicos, y por el legado inconcluso del colonialismo. En este sentido, Sudán representa una de las manifestaciones más crudas del neocolonialismo contemporáneo: potencias externas que operan a través de intermediarios armados, conflictos que alimentan economías extractivas, y una comunidad internacional que reacciona con tibieza o complicidad.
El país, sin embargo, no está condenado al colapso. En medio del caos, múltiples redes de resistencia civil y humanitaria —desde comités vecinales hasta iniciativas feministas y comunitarias— siguen funcionando en las sombras, defendiendo la vida y la dignidad.
El desafío es inmenso, detener la guerra, garantizar justicia para las víctimas, reconstruir el tejido social y forjar una soberanía sudanesa desde abajo. Para ello, es crucial que el análisis de la crisis no quede atrapado en la lógica de “buenos y malos” o de “estabilidad a toda costa”, sino que se interrogue a fondo el papel que juegan las potencias extranjeras, las dinámicas económicas globales y la invisibilización de las luchas populares.
Sudán arde, pero también resiste. Y lo que está en juego es mucho más que su destino nacional: es la posibilidad de que África reclame su soberanía frente a los nuevos imperialismos del siglo XXI.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP