Aunque desde 2003 India reconoce oficialmente al Tíbet como parte de China, Nueva Delhi continúa ofreciendo abrigo político al Gobierno tibetano en el exilio y, ahora, formula declaraciones que apuntan directamente contra la soberanía de Pekín sobre este territorio clave.
Las tensiones históricas y las operaciones de injerencia occidental convergen con nuevos bríos en la región.
Una sucesión instrumentalizada desde Londres y Washington
El Ministerio de Relaciones Exteriores chino denunció recientemente los intentos de interferencia de ciertas potencias extranjeras en sus asuntos internos a través del tema del Tíbet.
Esta advertencia, lanzada después de que el ministro indio Kiren Rijiju afirmara que solo el Dalai Lama o su organización pueden decidir sobre su sucesor, no se dirige exclusivamente a India: es también una clara señal hacia Londres y Washington, que durante décadas han utilizado la figura del Dalai Lama como herramienta de presión y propaganda contra el sistema político chino.
Desde su huida a Dharamsala en 1959 tras el fallido levantamiento tibetano, el Dalai Lama se convirtió en un símbolo cuidadosamente moldeado por el aparato cultural y político occidental.
Premios, giras mediáticas, publicaciones y ONG con base en Europa y EE.UU. han trabajado incansablemente para presentarlo como líder espiritual pacífico y víctima de opresión, mientras su entorno se consolidaba como un actor con claras conexiones con agencias de inteligencia y fundaciones transnacionales.
¿Por qué ahora?
El momento de estas declaraciones no es casual. El Dalai Lama cumple 90 años este año y la cuestión de su sucesión entra en una fase crítica. A sabiendas de que su figura sigue siendo utilizada como pieza clave en el tablero indo-pacífico, India y sus aliados occidentales agitan el avispero, buscando generar fricciones dentro del proceso religioso y político que China considera parte integral de su soberanía.
El gobierno chino ha reiterado en varias ocasiones que la sucesión del Dalai Lama debe seguir los rituales tradicionales, incluida la “urna de oro” y la aprobación del gobierno central, como fue el caso del actual Dalai Lama en 1940.
Sin embargo, el líder espiritual anunció que su reencarnación no tendrá lugar dentro de China, y que solo el Gaden Phodrang ―una entidad con fuerte respaldo extranjero― podrá validarla. Esta afirmación apunta directamente contra los principios de soberanía y unidad territorial que defiende Pekín.

La India entre el fuego cruzado
India, por su parte, juega un doble juego peligroso. Si bien formalmente reconoce al Tíbet como parte de China, mantiene vivo en su territorio al núcleo del separatismo tibetano, y ahora lo respalda públicamente con declaraciones que contradicen esa postura oficial.
Las palabras del ministro Rijiju sobre la “exclusividad” del Dalai Lama para designar a su sucesor, ignorando los procesos históricos y religiosos que exige China, son un claro intento de instrumentalizar el conflicto tibetano como herramienta de presión diplomática en medio del complejo equilibrio indo-chino.
Todo esto sucede mientras Londres y Washington siguen agitando discretamente el nacionalismo tibetano en el exilio, financiando medios, ONG y eventos internacionales que refuerzan la narrativa de la “ocupación” del Tíbet, sin mencionar las mejoras económicas y sociales en la región bajo administración china.
Un frente aún abierto
El Tíbet no es simplemente una cuestión religiosa, sino un vector de conflicto geopolítico que Occidente sigue utilizando contra China en un escenario donde la rivalidad global se traslada cada vez más hacia Asia.
Con una India que oscila entre la cooperación económica con China y su rol como actor subordinado a la agenda anglosajona, el peligro de una mayor confrontación en esta zona sensible crece.
La sucesión del Dalai Lama se perfila así como una nueva batalla simbólica, donde las potencias occidentales y sus socios regionales intentan erosionar la legitimidad de China desde dentro, usando la religión y los derechos humanos como caballo de Troya.
China, por su parte, reafirma que el control sobre este proceso es una cuestión de soberanía nacional, y no está dispuesta a permitir otra operación de “reencarnación geopolítica” al servicio de intereses ajenos.
*Foto de la portada: Reuters