África Subsahariana

Sudán: de la revolución de 2018-2019 a la guerra civil.Orígenes, evolución y «actores regionales»

Por Khalid Mustafa Medani*
El 15 de abril de 2023, la alianza entre el general Abdel Fattah Abdelrahman Al-Bourhane, de las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS), y Mohammed Hamdan Daglo («Hemetti»), jefe de las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), se vino abajo, y catapultó al país a una guerra sin precedentes.

La guerra comenzó en los alrededores de la capital, Jartum, pero se extendió rápidamente a otras regiones de Sudán, como Darfur, Puerto Sudán y, en diciembre de 2023, el hasta entonces pacífico estado de Gezira, el corazón agrícola del país, en la confluencia del Nilo Azul y el Nilo Blanco.

La naturaleza y la magnitud de los combates -que se han extendido tanto a las zonas rurales como a las urbanas- han provocado una grave crisis humanitaria. Unos 9 millones de sudaneses han huido, más de un millón de ellos a través de las fronteras del país. Human Rights Watch [noviembre de 2023] informó de la limpieza étnica en Jartum y Darfur, así como del ataque a miles de civiles y la persecución en aldeas. La crisis se vio agravada por la inseguridad alimentaria, que afecta a cerca del 60% de la población, ya que los combates interrumpieron la producción agrícola en amplias zonas del país. El PMA (Programa Mundial de Alimentos) advirtió recientemente, el 6 de marzo de 2024, de que el país atraviesa «la mayor crisis alimentaria del mundo».

La entrega de ayuda humanitaria ha sido obstaculizada sobre el terreno por trabas burocráticas, en particular la negativa a conceder permisos de viaje a las organizaciones humanitarias y la imposibilidad para éstas de entrar en las zonas necesitadas debido a los combates existentes. También existe el riesgo de que la ayuda entregada sea confiscada o redirigida por el ejército y las fuerzas de seguridad, como parte del esfuerzo bélico y para penalizar a los civiles que se le oponen. Ambos bandos han tomado como objetivo las instalaciones médicas. Alrededor del 70% de los hospitales e instalaciones médicas no funcionan. La gente se muere debido a la propagación de enfermedades y a heridas que podrían ser tratadas.

La situación actual es muy diferente de la del periodo anterior, en 2018-2019, cuando el mundo observó con admiración cómo un levantamiento popular derrocaba al régimen islamista-militante del presidente Omar al-Bashir en Sudán. La revolución prometía inaugurar una nueva, aunque frágil, era de democracia después de tres décadas de gobierno autoritario. En lugar de ello, el prolongado conflicto de Sudán amenaza hoy los cimientos mismos del Estado sudanés y, por ende, la estabilidad del Sahel y del Cuerno de África.

La crisis económica y las raíces de la protesta popular

En gran medida, la guerra en Sudán es el resultado directo de la fuerza y la amplitud, más allá de las divisiones sociales, regionales y étnicas, de lo que los sudaneses llaman la «Revolución Gloriosa» de 2018.

La secesión de Sudán del Sur el 9 de julio de 2011 fue uno de los principales factores de las protestas populares que acabaron derrocando al régimen autoritario de Omar al-Bashir. Tras más de una década de relativo crecimiento económico, la secesión de Sudán del Sur privó al Estado de gran parte de sus ingresos procedentes del petróleo (dos tercios de los recursos petrolíferos de Sudán se encuentran en el Sur), lo que provocó una agravación de la crisis económica. Entre 2000 y 2009, el petróleo representaba el 86% de los ingresos por exportaciones de Sudán.  La secesión de Sudán del Sur acarreó la pérdida del 75% de los ingresos petroleros de Jartum.

La pérdida de ingresos del petróleo deterioró las redes clientelares del antiguo régimen, reforzando las rivalidades entre los líderes del Partido del Congreso Nacional (PCN) de Bashir. También exacerbó los descontentos sociales y económicos en un amplio espectro de la sociedad sudanesa, tanto en las zonas urbanas como en las rurales, sentando las bases para el levantamiento popular de diciembre de 2018.

Las protestas comenzaron en la ciudad obrera de Atbara, en el Estado del Nilo, a unos 320 km al norte de Jartum, encabezadas por estudiantes de secundaria y a las que pronto se unieron miles de habitantes de la ciudad. La chispa inicial fue la multiplicación por tres del precio del pan. Pero en las zonas periféricas donde comenzó el levantamiento, los reclamos económicos habían precedido a la pérdida de ingresos estatales procedentes del petróleo. Durante el auge del petróleo, si bien la economía formal de Sudán creció, los beneficios se distribuyeron de forma desigual. La asignación de servicios, puestos de trabajo y proyectos de infraestructuras siguió concentrándose en el estado de Jartum y fue concebida para apaciguar a las poblaciones urbanas. Como muestra un estudio, en las dos décadas anteriores a la revolución, alrededor de cinco grandes proyectos en el Triángulo Norte Central representaron el 60% de las inversiones en desarrollo.

En 2009 (diez años antes del levantamiento), la incidencia de la pobreza entre la población rural era del 58%, frente al 26% entre la población urbana. Además, las cifras de este período muestran que los niveles de pobreza eran mucho más elevados en Darfur y el este que en Jartum y los estados del centro. La desigualdad entre las regiones y entre el centro y la periferia del país explica, en parte, por qué las protestas iniciales que desembocaron en el levantamiento popular de 2018 estallaron, por primera vez en la historia de Sudán, en la periferia del país y no en la capital.

Sin embargo, en pocos días, las manifestaciones antigubernamentales se extendieron a un amplio abanico de ciudades y pueblos de la región septentrional y de la capital, Jartum. Los manifestantes coreaban eslóganes como el muy conocido de los levantamientos árabes: al-sha’ab yurid isqat al-Nizam, «el pueblo quiere la caída del régimen».

Nuevas redes de la movilización popular

Al igual que en las ciudades de la periferia, las manifestaciones en Jartum también comenzaron como una protesta contra una profunda crisis económica vinculada a la subida del precio del pan y del combustible y a una grave crisis de liquidez. Pero sus reivindicaciones se convirtieron rápidamente en exigencias de la destitución de Al-Bashir.

En el período previo a la revolución, los dirigentes juveniles sudaneses unieron sus fuerzas con los sindicatos de médicos, farmacéuticos, abogados y profesores de secundaria. La Asociación Profesional Sudanesa (SPA) -una red de sindicatos paralelos (o no oficiales) que incluye a médicos, ingenieros y abogados- tomó la iniciativa en la organización y preparación de las protestas. A finales de diciembre de 2018, convocaron una marcha hacia el parlamento en Jartum, exigiendo que el gobierno aumentara los salarios del sector público y legalizara las asociaciones profesionales y los sindicatos informales. Después de que las fuerzas de seguridad hicieran uso de la violencia contra las protestas pacíficas, sus reivindicaciones se convirtieron en un llamamiento a la destitución del Partido del Congreso Nacional (PCN), a la transformación estructural de la gobernanza en Sudán y a una transición a la democracia.

Sus reivindicaciones se hacían eco de las de anteriores protestas populares, especialmente en 2011, 2012 y 2013. Pero las protestas de 2018-19 no tuvieron precedentes en cuanto a duración y alcance geográfico. También siguieron un proceso sorprendentemente nuevo, innovador y duradero. Los manifestantes aprendieron de los errores de las protestas anteriores, que estaban muy centralizadas, se limitaban en gran medida a los sudaneses de clase media y carecían de estrategias para hacer frente a las omnipresentes fuerzas de seguridad del Estado.

Dirigidas por la SPA y organizadas en las calles por los Comités de Resistencia Vecinal (NRC, por sus siglas en inglés: Neighbourhood Resistance Committees) dirigidos por jóvenes, las manifestaciones estaban coordinadas, programadas y básicamente concebidas para centrarse en la permanencia más que en la cantidad. Las manifestaciones se distribuyeron uniformemente por barrios de clase media, obrera y pobre. Había una coordinación con los manifestantes de zonas alejadas de Jartum, incluidos los estados del Mar Rojo en el este y Darfur en el extremo oeste del país.

Más allá de la escala regional, las manifestaciones también se caracterizaron por unos niveles de solidaridad étnica y de clase sin precedentes. Los jóvenes militantes y los miembros de asociaciones profesionales no sólo desafiaron el discurso político del Estado islamista, sino que también desempeñaron un papel importante en la construcción de alianzas de clase dentro de las manifestaciones. Los eslóganes que utilizaron estaban diseñados para resonar y movilizar el apoyo más allá de las divisiones étnicas, raciales y regionales.

Durante los seis meses de protestas, se organizaron huelgas, paros laborales y sentadas, no sólo en los campus universitarios y en las escuelas secundarias, sino también entre los trabajadores de los sectores público y privado. Entre los ejemplos más destacados se encuentran las huelgas de los trabajadores de Puerto Sudán, en el Mar Rojo, que exigían la anulación de la venta del puerto del sur a una empresa extranjera, así como varios paros laborales y protestas de empleados de algunos de los mayores bancos del país, proveedores de telecomunicaciones y otras empresas privadas.

Aunque la atención se centra, con razón, en el papel central de los manifestantes, los comités de resistencia y la SPA, los partidos de la oposición sudanesa también desempeñaron un papel: no sólo en la organización de las manifestaciones, sino también en el apoyo ideológico a las reivindicaciones de los manifestantes. Los partidos políticos tomaron la iniciativa de redactar la Declaración de Libertad y Cambio en enero de 2019, en el momento más intenso de la movilización. Junto con la SPA, las principales coaliciones de partidos políticos sudaneses, en particular las Fuerzas de Consenso Nacional y el Llamamiento de Sudán (Nida al-Sudan), promovieron la formación de una amplia red de oposición, que se reunió bajo la bandera de las Fuerzas por la Libertad y el Cambio (FFC, Forces of Freedom and Change). La principal tarea de las FFC era garantizar la coordinación entre las distintas clases sociales, incluidas las que trabajaban en el sector informal.

Y lo que es más importante, las FFC movilizaron no sólo a asociaciones y grupos de jóvenes de clase media, sino también a comités de resistencia de barrio organizados de manera informal, algunos de los cuales representaban a los barrios urbanos más pobres. Estos comités de resistencia de barrio tienen su origen en la desobediencia civil de 2013 contra al-Bashir. Estos comités aportaron fuerzas de base a las protestas. Los comités tomaron la iniciativa de redirigir a los manifestantes para alejarlos de las fuerzas de seguridad. Desempeñaron un papel fundamental en la continuidad de las manifestaciones a pesar de la gran violencia desplegada por las fuerzas de seguridad y las milicias para reprimir el levantamiento.

La fuerza relativa y la legitimidad inicial de los principales partidos de la oposición, así como su coordinación con los manifestantes en las calles y los sindicatos informales, desempeñaron el papel más crucial en el mantenimiento de las manifestaciones que derrocaron a al-Bashir. Tras la revolución, los comités de resistencia desempeñarán un papel político más directo, trabajando para crear un consenso popular en torno a un proyecto de transición legítima y popular hacia una democracia civil, conforme a los objetivos de la revolución.

Jartum, 16-4-2024. (KEYSTONE/XINHUA/Mohamed Khidir)

La violencia contrarrevolucionaria

Tras la caída de Omar al-Bashir en abril de 2019, Sudán siguió siendo un régimen autoritario híbrido por excelencia.

Inicialmente, Omar al-Bashir fue remplazado por una junta militar en forma de Consejo Militar de Transición (TMC, Transitional Military Council). El TMC estaba dirigido por el general Burhane, del Ejército de Sudán (SAF), y su adjunto era Daglo, el comandante de las RSF (Fuerzas de Apoyo Rápido). En respuesta a la toma del poder por los militares, continuaron las sentadas y las manifestaciones, exigiendo una transición hacia un gobierno civil integral. El 3 de junio de 2019, las fuerzas de seguridad del TMC, incluidas las milicias de las RSF, dispersaron violentamente una de estas sentadas, matando a cientos de personas e hiriendo a miles en lo que se conoció como la «masacre de la sentada» de Jartum.

Los dirigentes civiles, representados por las FFC (Fuerzas por la Libertad y el Cambio), llegaron finalmente a un acuerdo con los militares en julio. En agosto de 2019, las partes firmaron un aparente acuerdo de reparto del poder con la forma de una carta constitucional. Las FFC propusieron a Abdallah Hamdok como primer ministro del gobierno de transición [agosto de 2019-octubre de 2021]. Esta carta constitucional fue modificada por el Acuerdo de Paz de Juba de octubre de 2020, firmado entre el gobierno de transición y varios grupos de la oposición [5 grupos rebeldes de las regiones de Darfur, Jordofán del Sur y Nilo Azul que aceptaron deponer las armas a cambio de una mayor inclusión de sus poblaciones históricamente marginadas en el reparto de la riqueza y la gestión del país]

Sin embargo, el gobierno de transición nunca estableció una clara separación de poderes: a través de la carta constitucional, los militares conservaron el derecho a rechazar todos los puntos propuestos por los dirigentes civiles de la coalición. Además, mantenían inmunidad frente a las investigaciones sobre crímenes del pasado (incluida la masacre de la sentada del 3 de junio de 2019) y ejercían un derecho de veto sobre los nombramientos ministeriales civiles, como los del presidente del Tribunal Supremo y el fiscal general. Por tanto, el gobierno de transición funcionó con un marcado desequilibrio entre la autoridad de los militares y la de los civiles.

Por su parte, los comités de resistencia de los barrios de Sudán y el movimiento general de protesta siguieron (y siguen hoy) presionando para conseguir cinco prioridades importantes. La primera es una transición a un gobierno civil pleno basada en el rechazo de cualquier nueva colaboración con los gobernantes militares (ilustrada por el lema de los «tres noes»: no a las negociaciones, no a la colaboración y no a la legitimidad de los militares). En segundo lugar, piden una nueva redacción del acuerdo de Juba para que incluya a un mayor número de personas directamente afectadas por la guerra sobre el terreno. En tercer lugar, exigen debates sobre la reforma constitucional para preparar una conferencia constitucional que tenga plenamente en cuenta las desigualdades estructurales y étnicas del pasado y que, finalmente, supervise unas elecciones libres y justas. En cuarto lugar, quieren que los actores estatales implicados en la violencia contra los civiles, incluida la masacre de la sentada, rindan cuentas. Por último, quieren que se establezca rápidamente un consejo legislativo después del cese de las hostilidades.

Esta red de organizaciones de la sociedad civil incluye a grupos que habían apoyado al gobierno civil, como la Asociación de Profesionales Sudaneses (SPA) y las dos principales organizaciones juveniles (Girifna y Sudan Change Now). En última instancia, el fracaso de Abdallah Hamdok y del brazo civil del gobierno de transición a la hora de incorporar las principales demandas y la participación de los comités de resistencia perjudicó los avances concretos de las demandas populares de justicia y rendición de cuentas. Esto limitó la base social y el apoyo a los dirigentes civiles. El retraso en la creación de una asamblea legislativa para preparar las elecciones debilitó aún más la popularidad y la legitimidad de Abdallah Hamdok y de los partidos políticos en general. La cúpula militar, en lo que entonces era una sólida alianza entre Burhan y Daglo, explotó hábilmente estas divisiones, allanando el camino para el golpe de Estado de octubre.

El 25 de octubre de 2021, el general Burhane de las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y el comandante de las Fuerzas de Seguridad Republicana (RSF), Daglo, dieron conjuntamente un golpe de Estado contra Hamdok [Hamdok fue retenido en su casa por los golpistas y luego, bajo la presión de los manifestantes, los militares le otorgaron un puesto de pseudoprimer ministro]. Inmediatamente después se produjeron protestas persistentes y generalizadas que reclamaban el retorno al gobierno civil. Estas manifestaciones, lideradas por los Comités de Resistencia Popular, obligaron a las FAS y a las RSF a aceptar negociaciones con la oposición civil. Las negociaciones allanaron el camino para el acuerdo marco, actualmente anulado, que dio lugar a una feroz rivalidad entre Burhane y Daglo. Más concretamente, las SAF y las RSF discreparon profundamente sobre la cuestión de la integración de estas últimas en el ejército nacional regular. Además, ambas fuerzas rechazaron los intentos de desmantelar sus vastas fortunas económicas, un objetivo clave de la revolución.

El desacuerdo entre los dos generales sobre la reforma del sector de la seguridad y su ambición mutua de conservar el control de vastas franjas de la riqueza del país son dos de los factores más importantes que llevaron a Sudán a la guerra.

Los orígenes de las RSF

Si bien la rivalidad entre los oficiales del ejército sudanés apoyados por los islamistas y las milicias de las RSF amenaza ahora con destruir el Estado, su larga historia de alianzas está en el origen de la guerra actual.

La aparición de las RSF se remonta a la guerra de Darfur a principios de la década de 2000. En respuesta a una insurrección que comenzó en Darfur en 2003, el régimen de Bashir libró una guerra de contrainsurgencia de «tierra quemada» que causó la muerte de más de 200.000 civiles. Esta guerra fue librada principalmente por las milicias Janjaweed, creadas, financiadas y controladas por el régimen de Jartum. El actual comandante de las RSF, Daglo (Hemetti), sirvió él mismo como comandante Janjaweed durante esos años. (Burhane también estuvo destacado en Darfur para que las Fuerzas Armadas Sudanesas pudieran coordinar los esfuerzos de contrainsurgencia en nombre de Jartum).

En 2013, tras la reestructuración del ejército por parte del régimen islamista, las Janjaweed se transformaron en RSF bajo la dirección de Daglo. Preocupado por la amenaza que suponían los insurgentes en Darfur y los repetidos ciclos de protestas prodemocráticas en Jartum, Al-Bashir institucionalizó las RSF como brazo contrainsurgente del ejército sudanés. Además de desplegar la milicia contra la insurgencia y las protestas populares, un tercer objetivo era debilitar al ejército nacional permanente para impedir cualquier intento de los oficiales de rango medio de derrocar al partido de al-Bashir (el régimen del Partido del Congreso Nacional-NCP) mediante un golpe militar. Al-Bashir le dio a Hemetti el apodo de «mi protector». En 2017, al-Bashir legalizó las RSF a través de un decreto ejecutivo, estableciendo formalmente a la milicia como una fuerza de seguridad independiente, categorizada luegomás exactamente como una milicia paramilitar estatal.

Tras la revolución de 2019, Burhane autorizó y fomentó la expansión de las RSF en las zonas residenciales del Gran Jartum, allanando el camino para que la capital se convirtiera en el epicentro de la violencia en las primeras fases de la guerra.

Es una ironía fatal de la historia sudanesa que las RSF -la milicia ostensiblemente leal al antiguo régimen islamista del NCP- se alzara en armas contra el que fuera su benefactor en abril de 2023. Las principales razones de esta decisión fueron de dos tipos: la insistencia en la autonomía de mando y control, y la constatación de la creciente ambición de Hemetti de dominar la economía y la política del país.

Un negocio de compraventa de oro en Atbara, Sudán, 2021. Simon Marks/Bloomberg vía Getty Images.

Una guerra por la economía «ilícita»

El poder del ejército sudanés, especialmente entre sus altos mandos, tiene sus raíces en la fundación del actual Estado profundo de Sudán y en la vinculación de la economía nacional a los intereses militares y de seguridad.

Tras el golpe de 1989 que llevó al poder al régimen militar de Bashir, respaldado por los islamistas, el gobierno aplicó una estrategia económica de tamkeen (empoderamiento). Esta política estableció la hegemonía política y económica de las élites islamistas del país, organizadas en torno al Frente Islámico Nacional (NIF) y, más tarde, al Partido del Congreso Nacional (NCP). Como parte de una política de reformas ostensiblemente neoliberales y favorables al mercado, las empresas estatales fueron vendidas a los aliados del régimen. Los empresarios se vieron obligados a dar acciones de sus empresas a los incondicionales del NCP, reducciones fiscales e incluso exenciones totales a las empresas favorables al régimen.

Además de comprar la fidelidad al régimen, el Estado purgó a sus rivales en el gobierno y en la sociedad civil. Desde su llegada al poder, el régimen islamista despidió a miles de soldados y funcionarios.

Siguiendo un esquema que recuerda al de la guerra actual, los gobernantes islamistas comenzaron a acumular y distribuir de manera selectiva productos básicos como el trigo, la harina y el petróleo. El petróleo, en particular, desempeñó un papel central en la durabilidad islamista-autoritaria del régimen hasta la secesión del Sur en 2011. El régimen de Bashir, estimulado por el auge de los ingresos del petróleo que alimentaban directamente las arcas del Estado, utilizó estos ingresos para reforzar y extender sus redes clientelares por todo el país, dirigiendo los fondos hacia los leales y sus regiones de origen. Pero mientras las políticas económicas de tamkeen permitían a los islamistas monopolizar los sectores económicos formales e informales de Sudán, también ampliaron el papel del ejército sudanés en la economía.  La creación de la Corporación Industrial Militar (MIC) a principios de los años noventa permitió a las SAF el control de una docena de empresas productoras de material militar. Sus actividades económicas se extendieron después más allá de la MIC para incluir una serie de industrias civiles.

Este contexto hizo que la economía se convirtiera en un escenario decisivo de la competición política tras el levantamiento de 2018-19. En la transición que siguió a la revolución, surgieron dos facciones de élite en el centro: los restos de la coalición islamista FIN, vinculada a miembros del NCP -que habían sido los principales responsables de la construcción del Estado profundo en la década de 1990- y el Consejo Militar de Transición (TMC) formado por dirigentes de las milicias SAF y RSF.

Mientras que anteriormente los islamistas representaban un grupo relativamente coherente, durante la transición aparecieron grietas entre la cúpula militar al frente del TMC y un grupo ideológico islamista resurgente que ejercía un control significativo sobre los servicios de seguridad del Estado, incluidas las infames y militantes kattayib al-zil, o «brigadas de la sombra».  A modo de respuesta, el TMC tomó el control de muchas grandes empresas propiedad de islamistas y redujo el poder de los servicios de inteligencia sudaneses. Incluso se dispuso a desmantelar varias milicias confiscando sus bienes y cerrando sus cuentas bancarias. Tras el golpe del 25 de octubre de 2021, Bourhane se encontró cada vez más aislado, sin poder ni legitimidad en la sociedad civil. Rápidamente restableció relaciones con los islamistas, reintegrando a sus líderes en la burocracia estatal y en el aparato de seguridad. Ambos combaten ahora contra las milicias RSF.

Los jefes militares, apoyados por los islamistas de línea dura, pretenden conservar y aprovechar las enormes riquezas financieras y las ventajas políticas de las que disfrutaron gracias a su monopolio del Estado profundo. Los objetivos de Bourhane en la guerra actual están, por lo tanto, motivados por los negocios e inversiones de las SAF, así como por la larga historia de manipulación de la economía informal por parte de las SAF y los islamistas, que les ha permitido ejercer su control sobre el Estado. El hecho de que juntos estén decididos a lograr este objetivo por cualquier medio militar necesario y sea cual sea el costo humano explica en parte la lógica de la violencia a gran escala en la guerra civil actual y, en particular, los ataques dirigidos contra la población civil -muchos de los cuales lucharon por desmantelar la herencia del Estado profundo. Efectivamente, uno de los objetivos centrales de la revolución desde el principio fue: tafkeek al-nizam wa izalat al-tamkeen (desmantelar el régimen y acabar con sus políticas de «empoderamiento»).

Del petróleo al oro

Las políticas de empoderamiento (tamkeen) y el boom del petróleo alimentaron el surgimiento de un Estado profundo dominado por los islamistas. En la guerra actual, sin embargo, la extracción de oro para la exportación es lo que alimenta a las milicias paralelas de Hemetti y genera violencia política.

Tras la pérdida de los ingresos del petróleo con la secesión de Sudán del Sur en 2011, Al-Bashir recurrió al oro para reforzar sus debilitadas redes clientelares. Entre 2012 y 2017, la producción de oro aumentó de manera astronómica un 141%. En 2018, un año antes de la revolución, el país era el duodécimo productor mundial.

Pero contrariamente al petróleo, los beneficios de este nuevo auge del oro han sido distribuidos de forma mucho más descentralizada. La mayor parte de las exportaciones de oro salen del país de manera ilegal, principalmente hacia los mercados de los Emiratos Árabes Unidos. La mayor parte del valor del oro escapa así a la maltrecha economía formal, lo que debilita la capacidad del Estado para generar ingresos y asignar recursos a su población civil. Un estudio reciente reveló que la diferencia entre las exportaciones de oro declaradas por Sudán y las importaciones registradas por sus socios comerciales ascendía a 4.100 millones de dólares, lo que sugiere que el 47,7% de los ingresos del oro sudanés queda en manos privadas.

Mientras el ejército y el aparato de seguridad dominado por los islamistas luchan por el control de las empresas dedicadas al petróleo, la goma arábiga, el sésamo, las armas, el combustible, el trigo, las telecomunicaciones y la banca, Hemetti monopoliza el oro (y en menor medida el ganado y el sector inmobiliario), con el fin de ampliar su esfuerzo bélico. La violencia que sustenta la guerra está directamente vinculada a su riqueza personal, que ha amasado en gran medida gracias a su implicación en el comercio ilícito del oro.

En 2015, un informe publicado por el Consejo de Seguridad de la ONU reveló que las fuerzas de Hemetti generaban 54 millones de dólares al año gracias al control de la mina de oro de Jebel Amer, lo que le permitió reclutar en las RSF a jóvenes pobres y desempleados de todo el Sahel, sobre todo de Libia, Chad, Mali y Níger, que son los principales responsables de la violencia en Darfur, Jartum y Sudán central. Su fuerza paramilitar se estima actualmente en 40.000 hombres. En comparación con sus homólogos de las SAF, sus tropas gozan de un acceso privilegiado a los recursos financieros y a la formación por parte de actores externos.

La aparición del oro como la mercancía más rentable de Sudán ayuda a explicar la naturaleza descentralizada de la guerra y los altos niveles de violencia infligidos por las milicias de las milicias RSF, especialmente en las regiones de Darfur y Kordofán, ricas en oro.

Alimentar una guerra por poder

Si bien la dinámica principal de la guerra en Sudán es interna, las potencias regionales y otras más lejanas juegan un papel influyente. Los Estados del Golfo, en particular Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, están a la cabeza de esas potencias.

Aquí también es significativa la aparición del oro como la materia prima más rentable de Sudán. A diferencia del petróleo, el oro es un recurso que puede ser saqueado, lo que anima a los actores externos, como los Emiratos Árabes Unidos, a intervenir junto a las RSF, sean cuales sean las consecuencias en términos de violencia contra los civiles. Los Emiratos Árabes Unidos estarían apoyando a Hemetti y a sus RSF con el suministro de armas a través de Chad y Libia.

Además del comercio ilícito de oro, Hemetti también se ha aprovechado de los intereses regionales de los Estados del Golfo y de su preocupación por el Mar Rojo. Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos están preocupados desde hace tiempo por el cerco iraní a través de los estrechos de Ormuz y Bab el-Mandeb. Las preocupaciones aumentaron con el apoyo iraní al movimiento Houtí en Yemen, que condujo a la intervención militar de una coalición liderada por Arabia Saudita en 2015. Hemetti ha recibido millones de dólares de Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos para enviar a sus milicias a participar en la guerra.

Mientras que la mayoría de los soldados de las RSF han vuelto de Yemen, la reciente escalada de violencia en el Mar Rojo, debida a los ataques de los Houtíes contra navíos comerciales en respuesta a la guerra de Israel contra Gaza, ha avivado la inquietud sobre todo en Arabia Saudita. Riad, junto con Estados Unidos, tomó la iniciativa de intentar negociar un acuerdo de alto el fuego entre las dos partes enfrentadas, con el objetivo estratégico de mantener una fuerte alianza con cualquier régimen que surja en Jartum tras la guerra.

Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) han establecido ya con éxito bases militares en el Cuerno de África: Arabia Saudita en Yibuti y los EAU en Eritrea. Los EAU también pretenden implantar instalaciones similares en el norte de Somalía. Pero la competencia por la influencia en la región del Mar Rojo no se limita a estos Estados. Qatar, Turquía y Rusia han intensificado su implicación en la región, estableciendo bases militares frente a la costa sudanesa del Mar Rojo.

Los intereses de los Estados del Golfo en Sudán son en parte estratégicos, pero también obedecen a objetivos económicos a más largo plazo. Consideran la inversión en África como una forma de diversificar sus economías y están muy interesados en desarrollar el comercio en este continente rico en recursos, del que Sudán es la puerta de entrada. Los EAU han promovido agresivamente un proyecto de desarrollo portuario frente a la costa sudanesa del Mar Rojo. En 2022, Jartum habría adjudicado oficialmente a los EAU un contrato para explotar parte de Puerto Sudán, en el que los EAU deberían invertir 6.000 millones de dólares.

Las tierras agrícolas de Sudán también son esenciales para ayudar a los Estados del Golfo a cubrir la creciente demanda de importaciones de alimentos. En el corazón agrícola de Sudán -el estado de Gezira, por ejemplo- las inversiones del Golfo (estimadas en 8.000 millones de dólares) han sido facilitadas por políticas neoliberales que han llevado al endeudamiento a los pequeños agricultores y han diezmado el sector de la agricultura familiar. Gran parte de las tierras arrendadas por los inversores del Golfo han sido transformadas en proyectos agroindustriales a gran escala que han provocado el corte de las rutas de trashumancia de los rebaños y han absorbido parcelas de tierra que antes se utilizaban para la agricultura de subsistencia de secano. El empobrecimiento de los agricultores y trabajadores rurales sudaneses también ha contribuido al reclutamiento exitoso de las milicias de las RSF, cuyos combatientes son reclutados entre las poblaciones rurales ahora desposeídas.

Egipto, por su parte, apoya al general Bourhane y a las Fuerzas Armadas sudanesas. A El Cairo no sólo le preocupa la revitalización de la influencia islamista en su flanco sur. También le preocupa la gestión de la cuenca del Nilo. En 2020, Etiopía comenzó a llenar la presa del Grand Ethiopian Renaissance Dam, una presa hidroeléctrica de 4.800 millones de dólares en el Nilo Azul, que El Cairo considera una amenaza existencial para sus propios recursos hídricos. Hemetti mantiene estrechos vínculos con Etiopía, así como con los Emiratos Árabes Unidos, que, aunque se trata de un gran benefactor de Egipto, también es un rival regional en términos de influencia. Por ello, Egipto considera que un Sudán dominado por las RSF constituye una amenaza para sus intereses nacionales.

Una de las consecuencias de estas rivalidades es la existencia de una serie de esfuerzos de «paz» contradictorios entre sí. En el momento de escribir estas líneas, cuatro foros diferentes trabajan simultáneamente para conseguir un alto el fuego y un acuerdo de paz entre las facciones enfrentadas: las conversaciones de Riad (lideradas por Estados Unidos y Arabia Saudita); la iniciativa de la IGAD (Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo, una organización económica y de integración de África Oriental) y la Unión Africana liderada por Yibuti; las conversaciones de El Cairo destinadas a forjar una alianza entre la oposición civil y el aliado de Egipto, las Fuerzas Armadas de Sudán; y una iniciativa más reciente liderada por los Emiratos Árabes Unidos pero celebrada bajo los auspicios del gobierno de Baréin.

Estas iniciativas reflejan los intereses de los Estados que las iniciaron y sus relaciones con las respectivas partes beligerantes, más que los esfuerzos por ayudar al pueblo sudanés y a la sociedad civil a encontrar un marco realista para un alto el fuego.

La promesa duradera de la revolución

A diferencia de otras guerras civiles en la historia de Sudán, las partes beligerantes no tienen actualmente ningún apoyo ni legitimidad dentro de la sociedad civil. Ambos bandos están librando una guerra contra el pueblo sudanés precisamente porque, tras la revolución democrática a gran escala de 2018, la sociedad civil sudanesa rechaza de forma abrumadora un futuro dominado por gobernantes militares autocráticos.

En efecto, la revolución de 2018-19 mostró claramente, y la devastadora guerra actual lo ha confirmado, que las perspectivas de paz y democracia se basan en la perennidad de la sociedad civil sudanesa, formada por asociaciones profesionales, sindicatos y organizaciones de jóvenes y mujeres. La guerra no ha hecho más que subrayar la importancia de estas redes. Incluso hoy, los comités de resistencia dirigidos por jóvenes, a pesar de sus diferencias, coinciden en que la prioridad es poner fin a la guerra y restablecer la paz abordando las causas profundas del conflicto en Sudán, tal y como pretendía la revolución.

Durante una guerra devastadora que provocó desplazamientos masivos, un influyente movimiento de base dirigido por jóvenes demostró una gran capacidad para colaborar por encima de las divisiones étnicas, de género y sociales con el fin de alcanzar objetivos democráticos. A falta de ayuda internacional adecuada, por ejemplo, los equipos de respuesta a emergencias dirigidos por jóvenes han sido capacese de movilizar la ayuda mutua en todo el país.

Mientras las élites políticas pierden legitimidad en la sociedad civil sudanesa, los líderes juveniles siguen teniendo un apoyo significativo de un amplio sector de los sudaneses. Los líderes juveniles, las organizaciones de mujeres, los académicos independientes, los artistas y millones de sudaneses en la diáspora son casi unánimes en su voluntad de hacer frente al actual desafío de la guerra trabajando para reforzar la sociedad civil con el fin de restablecer la confianza, resolver el conflicto y construir una paz duradera.

*Khalid Mustafa Medani, catedrático en ciencias políticas en la Université McGill, Montreal.

Artículo publicado originalmente en Middle East Research and Information Project (Merip)