Derechos Humanos Economía

Las consecuencias económicas de la guerra

Por Rajan Menon*- Por qué la continuidad del conflicto de Ucrania es un desastre para los pobres de este planeta.

En 1919, el renombrado economista británico John Maynard Keynes escribió Las consecuencias económicas de la paz, un libro que resultaría ciertamente controvertido. En él advertía que las condiciones draconianas impuestas a la Alemania derrotada tras lo que entonces se conocía como la Gran Guerra -que ahora llamamos Primera Guerra Mundial- tendrían consecuencias ruinosas no sólo para ese país sino para toda Europa. Hoy, he adaptado su título para explorar las consecuencias económicas de la (menos que gran) guerra que está en marcha -la de Ucrania, por supuesto- no sólo para los directamente implicados sino para el resto del mundo.

No es de extrañar que, tras la operación militar rusa del 24 de febrero, la cobertura se haya centrado principalmente en los combates cotidianos; la destrucción de activos económicos ucranianos, desde edificios y puentes hasta fábricas y ciudades enteras; la difícil situación de los refugiados ucranianos y de los desplazados internos, y las crecientes pruebas de atrocidades. Los posibles efectos económicos a largo plazo de la guerra dentro y fuera de Ucrania no han atraído tanta atención, por razones comprensibles. Son menos viscerales y, por definición, menos inmediatos. Sin embargo, la guerra tendrá un enorme coste económico, no sólo para Ucrania, sino también para las personas desesperadamente pobres que viven a miles de kilómetros de distancia. Los países más ricos también experimentarán los efectos nocivos de la guerra, pero serán más capaces de afrontarlos.

Ucrania destrozada

Algunos esperan que esta guerra dure años, incluso décadas, aunque esa estimación parece demasiado sombría. Sin embargo, lo que sí sabemos es que, incluso después de dos meses, las pérdidas económicas de Ucrania y la ayuda exterior que necesitará el país para lograr algo parecido a lo que una vez pasó por normal son asombrosas.

Empecemos por los refugiados y los desplazados internos de Ucrania. Juntos, ambos grupos representan ya el 29% de la población total del país. Para ponerlo en perspectiva, intentemos imaginar que 97 millones de estadounidenses se encuentren en esa situación en los próximos dos meses.

A finales de abril, 5,4 millones de ucranianos habían huido del país hacia Polonia y otras tierras vecinas. Aunque muchos -las estimaciones varían entre varios cientos de miles y un millón- han comenzado a regresar, no está claro si podrán quedarse (por eso las cifras de la ONU los excluyen de su estimación del número total de refugiados). Si la guerra se agrava y efectivamente dura años, un éxodo continuo de refugiados podría dar lugar a un total inimaginable hoy en día.

Esto pondrá aún más presión sobre los países que los acogen, especialmente Polonia, que ya ha admitido a casi tres millones de ucranianos que huyen. Una estimación de lo que cuesta atender sus necesidades básicas es de 30.000 millones de dólares. Y eso es para un solo año. Además, cuando se hizo esa proyección había un millón de refugiados menos que ahora. A esto hay que añadir los 7,7 millones de ucranianos que han abandonado sus hogares, pero no el propio país. El coste de recuperar todas esas vidas será asombroso.

Una vez que la guerra termine y esos 12,8 millones de ucranianos desarraigados empiecen a intentar reconstruir sus vidas, muchos se encontrarán con que sus edificios de apartamentos y casas ya no están en pie o no son habitables. Los hospitales y clínicas de los que dependían, los lugares donde trabajaban, las escuelas de sus hijos, las tiendas y centros comerciales de Kiev y otros lugares donde compraban productos de primera necesidad pueden haber sido arrasados o haber sufrido graves daños también. Se espera que la economía ucraniana se contraiga un 45% sólo este año, lo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que la mitad de sus empresas no funcionan y que, según el Banco Mundial, sus exportaciones marítimas desde su ahora asediada costa meridional han cesado de hecho. Volver a los niveles de producción de antes de la guerra llevará al menos varios años.

Alrededor de un tercio de las infraestructuras ucranianas (puentes, carreteras, líneas ferroviarias, obras hidráulicas, etc.) ya han sido dañadas o demolidas. Su reparación o reconstrucción requerirá entre 60.000 y 119.000 millones de dólares. El Ministro de Finanzas de Ucrania calcula que, si se suman las pérdidas de producción, exportaciones e ingresos, el daño total causado por la guerra supera ya los 500.000 millones de dólares. Eso es casi cuatro veces el valor del producto interior bruto de Ucrania en 2020.

Y ojo, estas cifras son aproximaciones en el mejor de los casos. Los verdaderos costes serán sin duda más elevados y se necesitarán enormes sumas de ayuda de las organizaciones financieras internacionales y de los países occidentales durante los próximos años. En una reunión convocada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, el Primer Ministro de Ucrania estimó que la reconstrucción de su país requeriría 600.000 millones de dólares y que necesita 5.000 millones de dólares al mes durante los próximos cinco meses sólo para reforzar su presupuesto. Ambas organizaciones ya han entrado en acción. A principios de marzo, el FMI aprobó un préstamo de emergencia de 1.400 millones de dólares para Ucrania y el Banco Mundial otros 723 millones. Y seguramente será sólo el comienzo de un flujo de fondos a largo plazo hacia Ucrania por parte de estos dos prestamistas, mientras que los gobiernos occidentales individuales y la Unión Europea proporcionarán sin duda sus propios préstamos y subvenciones.

Occidente: mayor inflación, menor crecimiento

Las ondas de choque económicas creadas por la guerra ya están afectando a las economías occidentales y el dolor no hará más que aumentar. El crecimiento económico de los países europeos más ricos fue del 5,9% en 2021. El FMI prevé que caerá al 3,2% en 2022 y al 2,2% en 2023. Mientras tanto, sólo entre febrero y marzo de este año, la inflación en Europa se disparó del 5,9% al 7,9%. Y eso parece modesto comparado con el salto de los precios europeos de la energía. En marzo ya habían subido la friolera de un 45% respecto a hace un año.

La buena noticia, según el Financial Times, es que el desempleo ha caído a un mínimo histórico del 6,8%. La mala noticia es que la inflación superó a los salarios, por lo que los trabajadores ganaron en realidad un 3% menos.

En cuanto a Estados Unidos, el crecimiento económico, previsto en un 3,7% para 2022, será probablemente mejor que en las principales economías europeas. Sin embargo, el Conference Board, un grupo de reflexión para sus 2.000 empresas miembros, espera que el crecimiento baje al 2,2% en 2023. Mientras tanto, la tasa de inflación de Estados Unidos alcanzó el 8,54% a finales de marzo. Es el doble que hace 12 meses y la más alta desde 1981. Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, ha advertido que la guerra creará más inflación. El columnista y economista del New York Times, Paul Krugman, cree que bajará, pero si es así, la pregunta es: ¿Cuándo y con qué rapidez? Además, Krugman espera que el aumento de los precios empeore antes de que empiece a remitir. La Fed puede frenar la inflación subiendo los tipos de interés, pero eso podría acabar reduciendo aún más el crecimiento económico. De hecho, el Deutsche Bank fue noticia el 26 de abril con su predicción de que la batalla de la Fed contra la inflación creará una «gran recesión» en Estados Unidos a finales del próximo año.

Junto con Europa y Estados Unidos, Asia-Pacífico, tercera potencia económica mundial, tampoco saldrá indemne. Citando los efectos de la guerra, el FMI recortó su previsión de crecimiento para esa región en otro 0,5%, hasta el 4,9% este año, frente al 6,5% del año pasado. La inflación en Asia-Pacífico ha sido baja, pero se espera que aumente en varios países.

Estas tendencias no pueden atribuirse en su totalidad a la guerra. La pandemia de Covid-19 había creado problemas en muchos frentes y la inflación en Estados Unidos ya se arrastraba antes de la invasión, pero sin duda empeorará las cosas. Consideremos los precios de la energía desde el 24 de febrero, el día en que comenzó la guerra. El precio del petróleo estaba entonces a 89 dólares el barril. Después de zigzaguear y alcanzar un pico de 119 dólares el 9 de marzo, se estabilizó (al menos por ahora) en 104,7 dólares el 28 de abril, lo que supone un aumento del 17,6% en dos meses. Los llamamientos de los gobiernos estadounidense y británico a Arabia Saudí y a los Emiratos Árabes Unidos para que aumenten la producción de petróleo no llegaron a ninguna parte, por lo que nadie debe esperar un alivio rápido.

Las tarifas del transporte marítimo de contenedores y de la carga aérea, ya elevadas por la pandemia, aumentaron aún más tras la invasión de Ucrania y las interrupciones de la cadena de suministro también se agravaron. Los precios de los alimentos también subieron, no sólo por el aumento del coste de la energía, sino también porque Rusia representa casi el 18% de las exportaciones mundiales de trigo (y Ucrania el 8%), mientras que la cuota de Ucrania en las exportaciones mundiales de maíz es del 16% y los dos países juntos representan más de una cuarta parte de las exportaciones mundiales de trigo, un cultivo crucial para tantos países.

Rusia y Ucrania también producen el 80% del aceite de girasol del mundo, muy utilizado para cocinar. El aumento de los precios y la escasez de este producto ya son evidentes, no sólo en la Unión Europea, sino también en las zonas más pobres del mundo, como Oriente Medio y la India, que obtiene casi todo su suministro de Rusia y Ucrania. Además, el 70% de las exportaciones ucranianas se realizan en barcos y tanto el Mar Negro como el Mar de Azov son ahora zonas de guerra.

La situación de los países de «bajos ingresos»

La ralentización del crecimiento, la subida de los precios y el aumento de los tipos de interés resultantes de los esfuerzos de los bancos centrales por controlar la inflación, así como el aumento del desempleo, perjudicarán a los habitantes de Occidente, especialmente a los más pobres, que gastan una proporción mucho mayor de sus ingresos en necesidades básicas como la comida y el gas. Pero los «países de bajos ingresos» (según la definición del Banco Mundial, aquellos con una renta media anual per cápita inferior a 1.045 dólares en 2020), en particular sus habitantes más pobres, se verán mucho más afectados. Teniendo en cuenta las enormes necesidades financieras de Ucrania y la determinación de Occidente de satisfacerlas, es probable que los países de renta baja tengan muchas más dificultades para conseguir la financiación de los pagos de la deuda que tendrán que hacer, debido al aumento de los préstamos para cubrir los crecientes costes de las importaciones, especialmente de productos esenciales como la energía y los alimentos. A esto hay que añadir la reducción de los ingresos por exportaciones debido a la ralentización del crecimiento económico mundial.

La pandemia de Covid-19 ya había obligado a los países de bajos ingresos a capear el temporal económico pidiendo más préstamos, pero los bajos tipos de interés hicieron que su deuda, que ya alcanzaba la cifra récord de 860.000 millones de dólares, fuera algo más fácil de gestionar. Ahora, con la disminución del crecimiento mundial y el aumento de los costes de la energía y los alimentos, se verán obligados a pedir préstamos a tipos de interés mucho más altos, lo que no hará sino aumentar su carga de reembolso.

Durante la pandemia, el 60% de los países de bajos ingresos requirieron un alivio de sus obligaciones de pago de la deuda (en comparación con el 30% en 2015). El aumento de los tipos de interés, junto con la subida de los precios de los alimentos y la energía, empeorará ahora su situación. Este mes, por ejemplo, Sri Lanka dejó de pagar su deuda. Destacados economistas advierten que eso podría ser un indicador, ya que otros países como Egipto, Pakistán y Túnez se enfrentan a problemas de deuda similares que la guerra está agravando. En conjunto, 74 países de bajos ingresos debían este año 35.000 millones de dólares en pagos de deuda, lo que supone un aumento del 45% respecto a 2020.

Y esos, ojo, ni siquiera se consideran países de bajos ingresos. Para ellos, el FMI ha servido tradicionalmente como prestamista de último recurso, pero ¿podrán contar con su ayuda cuando Ucrania también necesite urgentemente enormes préstamos? El FMI y el Banco Mundial pueden solicitar contribuciones adicionales a sus Estados miembros ricos, pero ¿las obtendrán, cuando esos países también se enfrentan a crecientes problemas económicos y se preocupan por sus propios votantes enfadados?

Por supuesto, cuanto mayor sea la carga de la deuda de los países de renta baja, menos podrán ayudar a sus ciudadanos más pobres a hacer frente a la subida de los precios de los productos básicos, especialmente de los alimentos. El índice de precios de los alimentos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) aumentó un 12,6% sólo de febrero a marzo y ya era un 33,6% más alto que hace un año.

El aumento de los precios del trigo -en un momento dado, el precio por fanega casi se duplicó antes de establecerse en un nivel un 38% superior al del año pasado- ya ha creado escasez de harina y pan en Egipto, Líbano y Túnez, que hasta hace poco recurrían a Ucrania para obtener entre el 25% y el 80% de sus importaciones de trigo. Otros países, como Pakistán y Bangladesh -el primero compra casi el 40% de su trigo a Ucrania, y el segundo el 50% a Rusia y Ucrania- podrían enfrentarse al mismo problema.

El lugar que más está sufriendo la subida de los precios de los alimentos puede ser Yemen, un país que lleva años sumido en una guerra civil y que se enfrentaba a una escasez crónica de alimentos y a la hambruna mucho antes de que Rusia invadiera Ucrania. El 30% del trigo importado por Yemen procede de Ucrania y, gracias a la reducción de la oferta creada por la guerra, el precio por kilogramo ya se ha quintuplicado en su sur. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha estado gastando 10 millones de dólares más al mes para sus operaciones allí, ya que casi 200.000 personas podrían enfrentarse a «condiciones similares a la hambruna» y 7,1 millones en total experimentarán «niveles de emergencia de hambre». Pero el problema no se limita a países como Yemen. Según el PMA, 276 millones de personas en todo el mundo se enfrentaban a una «hambruna aguda» incluso antes de que comenzara la guerra y, si ésta se prolonga hasta el verano, entre 27 y 33 millones más podrían encontrarse en esa precaria situación.

La urgencia de la paz – Y no sólo para los ucranianos

La magnitud de los fondos necesarios para reconstruir Ucrania, la importancia que Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Europea y Japón conceden a ese objetivo y el creciente coste de las importaciones críticas van a poner a los países más pobres del mundo en una situación económica aún más difícil. Sin duda, los pobres de los países ricos también son vulnerables, pero los de los más pobres sufrirán mucho más.

Muchos de ellos ya sobreviven a duras penas y carecen de la gama de servicios sociales de que disponen los pobres de las naciones ricas. La red de seguridad social estadounidense es muy débil en comparación con sus análogos europeos, pero al menos existe. No es así en los países más pobres. Allí, los menos afortunados se las arreglan con poca o ninguna ayuda de sus gobiernos. Sólo el 20% de ellos está cubierto de alguna manera por esos programas.

Los más pobres del mundo no tienen ninguna responsabilidad en la guerra de Ucrania y no tienen capacidad para ponerle fin. Sin embargo, aparte de los propios ucranianos, serán los más perjudicados por su prolongación. Los más pobres de entre ellos no están siendo bombardeados por los rusos ni ocupados y sometidos a crímenes de guerra como los habitantes de la ciudad ucraniana de Bucha. Sin embargo, también para ellos el fin de la guerra es una cuestión de vida o muerte. Eso lo comparten con el pueblo de Ucrania.

*Rajan Menon es profesor emérito de Relaciones Internacionales Anne y Bernard Spitzer en la Powell School del City College de Nueva York, director del Programa de Gran Estrategia de Prioridades de Defensa e investigador principal del Instituto Saltzman de Guerra y Paz de la Universidad de Columbia.

FUENTE: Tom Dispatch

Dejar Comentario