Cuando tenía 6 años de edad, mi madre solía contarme cuentos de las mitologías griegas. Uno de estos cuentos que marcó mi pequeña consciencia, fue el de la ficticia guerra entre los griegos y la ciudad de “Troya”, con todo lo del caballo de madera y demás aspectos de esa fábula griega. Mi madre fue fiel al cuento de Homero en la Ilíada: ella insistió en que la razón de esa guerra – el “casus belli” de este enfrentamiento militar ficticio – fue el secuestro de la llamada “Helena de Esparta” – luego “Helena de Troya” – por parte de un príncipe troyano (Paris). A pesar de que yo tenía solamente seis años para entonces, sentí que mi madre trataba, con este cuento “meterme gato por liebre”, quizás porque ella no recordaba los detalles de esta particular obra mitológica, y estaba “inventando” lo que no sabía o no recordaba.
“¿En serio?”, pensé yo, al escuchar el cuento. “¿Miles de muertos, de huérfanos, de heridos, de perdidos, todo por una mujer?”. Claro, en realidad no importaba cual era el género del individuo, pues sería igualmente absurdo si fuera un hombre. Pero todos estos sacrificios y muertes y masacres por una mujer, ¿Y solo para satisfacer los caprichos de un “príncipe”?
Por más entretenida que pudiera ser la fabula de Homero, obviamente no es una historia de la vida real, por lo cual sus detalles no necesitan estar “anclados” a la realidad social. Nunca me olvidé del cuento de Homero, y años después, el tema regresó durante un encuentro que sostuve con un grupo de estudiantes de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán en la ciudad de Tegucigalpa, Honduras, cuando al debatir sobre la naturaleza de las guerras y los conflictos humanos, todos los estudiantes catrachos insistieron en que las guerras del Medio Oriente[1] y la inestabilidad en Irak, por ejemplo, son productos de las divisiones en la fe y el fanatismo religioso, de la misma manera que la Guerra de los Treinta Años en Europa fue producto de las divisiones entre protestantes y católicos, o las cruzadas producto de las diferencias entre musulmanes y cristianos. Treinta y cuatro años más tarde, los argumentos de los estudiantes hondureños me hicieron recordar la fábula homérica, al ver en ambos casos como persisten explicaciones absurdas para procesos altamente complejos, como son las guerras.
Si deseamos hablar sobre las causas de un conflicto geopolítico o una guerra, el secuestro de una mujer por parte de un príncipe, es quizás el peor argumento que pudiéramos emplear. Tristemente, y moviéndonos lejos de las fábulas, muchas razones dadas para explicar verdaderos conflictos y guerras, han sido relativamente absurdas. Aunque no llegan a ser tan irreales como el secuestro de doncellas, sí existen razones y justificaciones bastante absurdas, para explicar una guerra u otra.
Ahora bien, vale señalar – y no lo negamos – que Homero no pretendía describir la realidad social, lo cual justifica que sus fábulas sean, pues eso mismo: fábulas. Pero es bastante preocupante cuando ciertos “historiadores” e “internacionalistas” se toman ciertas “libertades” con la realidad social, y terminan ofreciendo argumentos casi tan absurdos.
La proliferación de los razonamientos absurdos e irreales para describir y explicar procesos sociohistóricos bastante concretos y reales, representa un grave problema en la actualidad, tanto en el ámbito académico como en el ámbito mas amplio de las sociedades en general. Quizás debería ser el problema (o el debate) más importante en las Relaciones Internacionales, en vez de los debates estériles e inútiles que caracterizan esta disciplina, como por ejemplo el mal llamado debate “Neorrealismo/Neoliberalismo”.
El debate sobre las razones de las guerras es de inmensa importancia, ya que el sistema internacional se encuentra repleto de enfrentamientos geopolíticos y de guerras (de todo tipo y escala), y conceptualizar equivocadamente un componente tan estratégico del sistema internacional como este, debería ser causa para grandes alarmas. Lamentablemente, este problema ni siquiera posee un nombre, ni mucho menos se estudia y se debate, por razones que deberían ser obvias para cualquier analista crítico. A raíz del interés de quien suscribe en abordar este tema,[2] le otorgaremos a este problema, por el momento, el nombre de “Síndrome de Troya”, en honor a una de las justificaciones más absurdas que ha existido en la historia para una guerra – aunque quizás no sea la más absurda de todas.
El desafío aquí es comprender porqué proliferan tantas razones incorrectas que pretenden explicar los conflictos geopolíticos y las guerras, y en este documento trataremos de ofrecer una descripción muy general de este problema de la disciplina de la Relaciones Internacionales (e Historia).
El “Síndrome de Troya” – a nuestro criterio – es un trastorno analítico en las Relaciones Internacionales y los estudios históricos, en el cual una serie de “síntomas” actúan para distorsionar el producto final del analista – comprender y hacer comprender los procesos internacionales – resultando en graves fallas de diagnóstico y comprensión de nuestra realidad.
Los “síntomas” son de gran importancia, a saber:
- Posturas acríticas sobre la realidad social, y que no cuestionan el status quo, sino lo reproducen incondicionalmente;
- Suponer que los conflictos geopolíticos y las guerras son determinadas solamente por los “individuos”, es decir, negar el carácter estructural de los procesos sociohistóricos;
- Igualar acríticamente la esencia con el fenómeno (como lo suele hacer el empirismo vulgar);
- Suponer que no existe diferencia alguna entre las “elites” en una sociedad, las que suelen estimular o guiar un conflicto o una guerra, y las masas que efectivamente se sacrifican para “darle vida” a lo que planifican y deciden estas elites. Igualmente suponer que los intereses de estos dos son idénticos y harmónicos, como efectivamente lo argumentan sistemas de creencias como el nacionalismo;
- Priorizar factores abstractos y complejos – a la vez de poco definidos – como la “cultura”, la “raza” o la “religión”, en vez de factores más concretos y relevantes para el estudio de las relaciones internacionales, como el poder y las riquezas;
- Suponer banalmente que, en los conflictos geopolíticos y en las guerras, existen dicotomías como la del “bien y el mal”, en donde siempre se emprende un proceso de “deificación” de un contrincante y de “demonización” del otro, en base a criterios netamente personales (ideológicos), como base para analizar complejos procesos sociohistóricos.
Las graves fallas de diagnóstico y de comprensión que estos “síntomas” generan, son productos de una problemática confusión entre las motivaciones y las razones de fondo que efectivamente explican los conflictos en las sociedades humanas, y los factores que permiten la movilización de las masas en estos mismos conflictos, lo que obviamente son dos cosas totalmente diferentes. Nos referimos aquí a la incapacidad de distinguir entre las razones por las cuales las elites de una sociedad declaran y hacen guerra, o hacen y rehacen alianzas estratégicas y crean o intensifican rivalidades geopolíticas, por un lado, y los discursos y los alegatos que estos mismos tienen que generar y emplear, para movilizar a las masas a favor de su proyecto político o guerrerista, por el otro. El “Síndrome de Troya”, a nuestro criterio, representa la tendencia de utilizar el segundo como elemento explicativo de los conflictos, en sustitución completa del primero.
En muchas instancias, la confusión es intencional, incluso hasta de carácter estratégico, para una o varias de las elites involucradas en cualquier dado conflicto geopolítico o potencial guerra. Sencillamente, una cosa es decir que Estados Unidos y Gran Bretaña decidieron combatir el fascismo alemán y japonés durante la II Guerra Mundial con el fin de que “prevalezca la democracia y la justicia”, y otra cosa es que efectivamente estas potencias entraron a esta guerra para reescribir las reglas del sistema internacional de posguerra, y moldear el mismo a los intereses y las realidades de estas, y no de las otras potencias.
Mientras que el primer argumento “moviliza” masas, el segundo ofrece las verdaderas razones y motivaciones de la guerra misma. Como nos podemos imaginar, “reescribir las reglas del sistema internacional” no suele inspirar a millones de personas para que den la vida en una guerra del otro lado del planeta, pero la defensa del llamado “American way of life”, por ejemplo, sí moviliza las masas, y fanáticamente.
Este problema o debate, no lo encontramos en los textos de Relaciones Internacionales, ya que el pensamiento “sospechoso” y “crítico” no suele caracterizar esta disciplina, lamentablemente. La tendencia de confundir los verdaderos propósitos de las elites con las “banderas”, “eslóganes” y discursos que estas mismas empelan para obtener el apoyo de las masas, es muy prevaleciente hoy en día, tanto entre analistas y “expertos”, como entre la población en general. Un ejemplo histórico de cómo pudieran fracasar las “banderas” y los “discursos” en movilizar las masas a favor de una guerra, fue la Guerra de Vietnam para Estados Unidos. En este caso, los discursos y las “banderas” fueron perdiendo paulatinamente su “efecto movilizador”, y la población en general empezó a ver y evidenciar las verdaderas razones y motivaciones de la guerra, por lo tanto, no se pudo continuar con esta (entre otros factores). No obstante, los fracasos de los discursos movilizadores de las masas, suelen ser bastante raros.
A pesar de que esta confusión es bastante nociva para la población en general (la que termina dando su vida o su bienestar en una guerra), es de inmensa utilidad para quienes promueven el conflicto, con la finalidad de ocultar sus objetivos y poder alegar “motivaciones nobles” (las cuales movilizan a las masas) para lo que esencialmente es la erradicación o debilitamiento del enemigo (quienes suelen ser otras elites y sus sociedades), y la imposición de su hegemonía. Esta hegemonía, a su vez, no es un fin, sino un medio. El fin siempre es la acumulación de riquezas, de una manera u otra.
Seguimos insistiendo, y el estudio crítico de la historia nos apoya con cualquier ejemplo que surge de esta: las guerras y los enfrentamientos geopolíticos no son productos de “choques de civilizaciones”, o de diferencias entre lenguas, religiones, etnias, “razas” (término no-científico) o todo lo demás que se suele emplear para explicar los conflictos humanos. Esos elementos en realidad representan una versión menos absurda – pero igualmente errónea – de la fábula griega, la del secuestro de una mujer para explicar una guerra. A nuestro criterio, para entender e interpretar todas las raíces de los conflictos humanos, se debe siempre buscar la “moneda” metafórica de cualquiera de estos: En un lado de esta moneda, tenemos el concepto altamente abstracto que denominamos – y muchas veces no sabemos ni siquiera definirlo adecuadamente – el poder, y del otro lado, tenemos las riquezas. Esta es la “divisa” que en realidad motiva todas las guerras y los conflictos geopolíticos, y si efectivamente hubiera existido un ejercito helénico que pretendió destruir la ciudad de Troya, les aseguro que no lo hubieran realizado por la Señora Helena, ni mucho menos por los caprichos del Señor Paris. Si hubiera existido este conflicto, sus raíces estarían en el amor por la conquista, en la indetenible lujuria por expandir territorios, y en la necesidad de obtener el acceso a más minerales o recursos naturales, etc.
Tomamos aquí la oportunidad para indicar que no estamos insistiendo en nociones ahistóricas. Cada conflicto es sociohistóricamente determinado, y los detalles particulares de cada conflicto obedecen al contexto sociohistórico del momento evaluado, el modo de producción imperante, las realidades geopolíticas del momento, etc. Lo esencial es que el poder y las riquezas motivan los conflictos, y no las religiones, los idiomas, las culturas, etc. En el análisis de las causas, el analista crítico debe otorgarle prioridad a los elementos concretos y reales – como el poder y las riquezas – y colocar elementos secundarios – como las culturas, las religiones, los discursos de paz, democracia y derechos humanos – en sus contextos propios, como elementos justificadores y movilizadores, menos no explicativos. La búsqueda por el poder y las riquezas como factores explicativos en nuestro análisis es una guía metodológica general, pero cada caso tiene sus particularidades sociohistóricas.
El asunto, claramente, requiere de una comprensión sociohistórica, a la vez de un poco de seriedad, al tratar estos temas. Durante los viejos tiempos de Cnut el Grande o del Príncipe Oleg de Rus de Kiev, los lideres vikingos invitaban a sus hordas a saquear alegremente las costas europeas y británicas.
¿Cuál era el propósito? El botín, obviamente. Lo que se recuperaba de las aldeas masacradas o de los pueblos en pleno proceso de genocidio, se repartía por igual entre las hordas. En este sentido, las hordas vikingas, germánicas y hunas (como las de Atila), eran – irónicamente – un modelo de democracia y equidad: todos conjuntamente decidían si emprenderían una guerra o no, y el botín de esa guerra – el único propósito para emprender esta, sin nadie engañándose y perdiendo tiempo con temas de “superioridad moral” – se dividía equitativamente entre todos.
Las otras guerras que se daban en esos felices tiempos eran por las sucesiones al trono (aquí entre el tema del poder), pero hasta estas se daban para poder decidir quien sería el nuevo líder de la próxima excursión de saqueo (y aquí regresamos al tema de las riquezas). Solo cuando las elites decidieron que ellos se quedarían con gran parte del botín, relegando a las masas la carga de realizar todo el trabajo y el sacrificio – a cambio de las migajas del proceso bélico – es que empezaron las cosas a complicarse. Las complicaciones con el tema del botín de guerra, iniciaron varios procesos sociohistóricos de inmensa importancia para la especia humana: la creación de las elites socioeconómicas, la creación de las clases sociales, la invención del llamado “Estado-Nación” y el nacionalismo, y el más importante de todos, el paso a un modo de producción capitalista.
Las cruzadas, la Guerra de los Treinta Años y los conflictos actuales del Medio Oriente, todos son ejemplos “populares” de lo que supuestamente constituyen conflictos “religiosos”, “culturales” y/o “étnicos”. El régimen de “apartheid” en Suráfrica y su equivalente mucho antes, durante el Siglo XIX, en Estados Unidos, son caracterizados como conflictos “raciales”, mientras que genocidios como los perpetrados contra varias poblaciones en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, o por los hutus contra los tutsis en Ruanda, son conflictos “étnicos”. La famosa “Guerra Fría” – la del Siglo XX, no la actual – fue un conflicto “ideológico”, una nueva categoría que antes de la Segunda Guerra Mundial no se empleaba con mucha frecuencia, pero que, durante la tercera década del Siglo XXI, se ha hecho bastante popular y se emplea repetida y arbitrariamente, a pesar de que nadie logra discernir cuales son las “ideologías” en conflicto, más allá de identificar una como “mala”, y la otra como “buena”.
Ahora bien, no se trata – como ya habíamos indicado antes – de descartar o ignorar los elementos culturales, religiosos y étnicos, en nuestra comprensión crítica de los procesos sociohistóricos de conflictos y guerras, sino de colocarlos en sus instancias correctas, y así evitar confundir estos con los verdaderos factores que motivan los dos primeros. Las elites en una sociedad no van a movilizar a miles o millones para una guerra en otro territorio, o asumir el riesgo de una derrota que pudiera afectar su base de poder o quizás hasta su propia supervivencia, solo para lograr conversiones (o erradicaciones) religiosas, culturales y lingüísticas, o exterminios étnicos a gran escala. En pocas palabras, las ganancias (siempre materiales) de un conflicto o una guerra, deben en todas las instancias superar los costos y los riesgos.
Las guerras, para las elites, son “empresas”, y la medida del éxito de una empresa es obtener más de lo que se invirtió. Las masas pudieran motivarse y movilizarse a raíz de una superioridad religiosa, un nacionalismo xenofóbico o un etnicismo recargado de odio visceral, pero por más odio o entusiasmo religioso que pudieran tener las propias elites, sus cálculos siempre obedecen a factores estratégicos y/o socioeconómicos. Es una lógica muy particular la que decide quienes serán los adversarios y los enemigos, y otra lógica muy distinta la que señala a los adversarios ante las masas y justifica la enemistad contra estos. El supuesto “Síndrome de Troya”, ignora, desconoce u oculta la primera lógica, sustituyendo esta completamente con la segunda.
Las cruzadas fueron un proyecto geopolítico y geoeconómico por excelencia: la cuarta cruzada terminó saqueando a Constantinopla, el corazón del cristianismo ortodoxo, en vez de los musulmanes, mientras que la gran mayoría de los “caballeros” que invadieron el Medio Oriente, se quedaron en la región para prosperar en ella (económicamente), sosteniendo relaciones comerciales y económicas con los “malvados sarracenos”. El muy católico Cardenal Richelieu – líder de facto de la Francia Católica durante parte de la Guerra de los Treinta Años – tuvo como enemigo principal a los católicos Habsburgo, y como aliados a los príncipes protestantes alemanes. Los conflictos en el Medio Oriente relacionados con la entidad Sionista en la Palestina, son conflictos por el dominio sobre la tierra – era de los palestinos, y pasó a la fuerza a mano de los sionistas: simplemente, hurto de tierra y todo lo que esto implica de transferencia de poder y riquezas. Finalmente, si el carácter netamente “energético” y geopolítico de las guerras gringas en el Medio Oriente aún no está claro para ciertos observadores, es quizás porque o sufren de severos problemas cognitivos, o se están beneficiando de estas guerras, o la fe en el carácter “superior” y “benigno” de Estados Unidos y su gobierno, llega al mismo nivel absurdo de la fábula homérica (es decir, obedece a factores ideológicos).
Finalmente, los tutsis, los bosnios, los judíos, los gitanos, los eslavos y todos los demás que fueron exterminados durante las respectivas guerras y conflictos geopolíticos, sufrieron el odio de quienes perpetraron las masacres en persona, pero los “lideres” tenían siempre en mente temas de dominación y de recursos naturales. El propio concepto nazi del “lebensraum” indica claramente que, aunque se buscaba exterminar a los “inferiores”, el propósito a fondo era lograr crear “espacios” para ampliar la capacidad económica del Tercer Reich. De nuevo, el tema del poder y el de las riquezas.
Ahora bien, ¿Cómo convencer a las hordas que hagan todas las matanzas y los sacrificios, mientras que uno se queda con la totalidad del botín? Las religiones (el secuestro de estas, para ser más preciso) siempre han sido excelentes candidatas para lograr esto, y por mucho tiempo las fueron. Las religiones eventualmente fueron sustituidas con una sola religión mucho más efectiva para estos propósitos: el nacionalismo. El nacionalismo moviliza cualquier tipo de masas,[3] con la finalidad de implementar los proyectos de las elites políticas y socioeconómicas con mucho más eficacia y eficiencia que las religiones mismas, y sin los efectos secundarios de “ser verdaderos a la fe”, ser moralistas, seguir la palabra de Dios, y todo lo demás que pudiera imponer limitaciones a lo que en realidad son los únicos y verdaderos objetivos de cualquier proyecto político: el poder, y las riquezas.
No obstante, ¿Cómo decirles a las masas que se sacrifiquen y se mueran en nombre de las riquezas de pocos, o a favor de conceptos tan irrelevantes para las mayorías, como obtener el acceso a unas rutas marítimas, negar la construcción de oleoductos, o lograr uno de esos “regime change” que tanto le gustan al departamento de Estado estadounidense? Eh ahí el dilema. Aquí es cuando entran los valores religiosos, pero como en la actualidad, la “religión de preferencia” de las elites es el nacionalismo altamente secularizado (“moderno”), ahora los elementos de movilización, motivación y justificación son otros: los derechos humanos (favorito de todas las potencias imperiales de nuestro momento), la democracia, el mantenimiento del orden mundial, en defensa del sistema global constituido, el reforzamiento del derecho internacional, y, en ciertas instancias, la defensa de la “soberanía”, aunque claro, dependiendo de la soberanía de cual país, y en cual momento histórico,[4] y para qué exactamente se estaría defendiendo esta, entre otros elementos.
No nos debe sorprender la cantidad de esfuerzos que las elites y sus tentáculos – los medios de comunicaciones globales que afianzan el status quo internacional – emplean para extender y profundizar estas confusiones, ni tampoco nos sorprende la hipocresía y doble moral, cuando se desea aparentar ser más moralistas que el propio Dalí Lama del Tíbet, pero a la vez tratando de ocultar una avaricia más intensa de la de los Rothschild y la del Pentágono gringo.
Lo que si nos sorprende es la ausencia total de pensamiento independiente y crítico por parte de tanta gente que tan fácilmente cree que las guerras son productos de argumentos tan absurdos como el de secuestrar mujeres por parte de príncipes, y otras fabulas fantásticas. Quizás el problema es que existen muchas fabulas y cuentos que se creen inmediatamente (y acríticamente), pero poca adherencia a la realidad, con poca reflexión propia, escaso pensamiento crítico, y una ausencia triste del cuestionamiento racional de argumentos que suelen ser tan absurdos, que, en cualquier otro contexto, no lograrían convencer ni hasta infantes y niños, y mucho menos adultos. Entendemos muy claramente porqué un país anuncia sanciones contra otro, acumula material bélico en la frontera de un tercer país para amenazar el segundo – el cual considera como su rival. Igualmente entendemos porqué el primer país – el que anda buscando una guerra como sea – alega que lo hace por la soberanía y los derechos humanos y la democracia y la belleza humana…etc. Lo que no entendemos es cómo tanta gente efectivamente se lo cree, incuestionablemente. En la próxima sección, veremos cómo el “Síndrome de Troya” aplica perfectamente a la crisis entre Estados Unidos y Rusia, la cual tiene como “excusa” la defensa de la soberanía ucraniana
Notas:
*Internacionalista y Profesor de relaciones internacionales en la Universidad Bolivariana de Venezuela. Ex Diplomático Bolivariano en Honduras expulsado en el 2019 por la dictadura golpista.
Colaborador de PIA Global
Referencias:
[1] En realidad, los estudiantes no demostraron poseer cualquier tipo de concepto claro sobre la naturaleza de las guerras, considerando que todas las guerras en el Medio Oriente eran simplemente una sola guerra. [2] Este tema cobra relevancia en la actualidad, a raíz de los sucesos internacionales en Ucrania. No obstante, el tema transciende la crisis entre Estados Unidos y Rusia, ya que se evidencia una y otra vez en cada conflicto que podemos estudiar, en las Relaciones Internacionales. A mucho les interesa que la población en general y los académicos en particular contemplen los conflictos de manera que favorecen los intereses u objetivos de unas elites u otras, pero este interés es bastante nocivo tanto para la disciplina como para quienes forman parte de los conflictos. [3] Previamente condicionadas, naturalmente, pues para esto es que están los aparatos ideológicos de las clases sociales, operados por el Estado [4] O sea, todo depende de quien es el que está en el poder para ese momento, en el país que se le pretende “defender su soberanía”. Obviamente, si es aliado de Estados Unidos o sus socios europeos, la soberanía del país en cuestión es de inmensa importancia, como la de Ucrania en la actualidad, pero si se trata de un Estado destinado a recibir un “regime change”, entonces su soberanía no posee valor alguno, como la de Venezuela, por ejemplo.