Las colas del hambre han interpelado a las instituciones madrileñas. Ayuso calificó de «subvencionados»
a quienes recurren a las despensas solidarias para comer. ÁLVARO MINGUITO
La campaña electoral por la presidencia de la Comunidad de Madrid comenzó de manera oficiosa el 7 de abril, cuando Vox se lanzó a dar un mitin en la Plaza Roja de Vallecas sin contar con los permisos para ello. Abascal y los suyos rompieron el cordón de seguridad que les separaba de una manifestación en repulsa promovida por los vecinos del barrio. El desenlace de aquella tarde es conocido: múltiples detenidos, vecinas apaleadas, periodistas agredidos por los cuerpos de seguridad, carreras y enfrentamientos por las calles aledañas. La policía –si bien con la boca pequeña– terminó señalando a Abascal como responsable de lo sucedido. Un comienzo de campaña revelador, y toda una metáfora de lo que están siendo las últimas jornadas, protagonizadas por diversas amenazas de muerte: entre ellas al candidato de Unidas Podemos por Madrid, Pablo Iglesias, al Ministro Fernando Grande–Marlaska y a la directora de la Guardia Civil, María Gámez. Recientemente también a Isabel Díaz Ayuso –presidenta de la Comunidad de Madrid– y al ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Una campaña atípica y bronca donde las haya.
Fiel a su estrategia de polarización, la ultraderecha de Vox no ha dejado de banalizar las misivas con balas y navajas –vistiéndolas incluso de montaje–. Solo cuando Ayuso ha sido víctima de una amenaza de muerte han decidido repudiar los hechos. Por supuesto, acto seguido han exigido a la izquierda que condene la “violencia” que se ejerce contra ellos. Esto lo dice una formación que satura la esfera pública con fake news, mensajes racistas y arremete contra las personas más vulnerables de la sociedad madrileña.
Estamos ante una estrategia clásica en la historia de la ultraderecha: provocación, incendio y victimización. Un método que no por antiguo resulta menos efectivo. De hecho, lo que hemos vivido desde la emergencia de Vox y la llegada de Díaz Ayuso a la presidencia de la Comunidad de Madrid es la normalización de esta dinámica como telón de fondo. Mientras el Partido Popular gestionaba la pandemia mediante una política criminal en las residencias de mayores, alimentaba a la infancia más necesitada con comida basura o construía un hospital innecesario dando todo un pelotazo, la presidenta no ha hecho más que culpar al Gobierno de coalición de los males que sacudían Madrid, eludiendo sin ningún pudor cualquier responsabilidad.
Ciudadanos y Vox fueron desde los primeros meses de la legislatura fieles escuderos del Partido Popular, pero una acción de gobierno escorada hacia la derecha más unilateral se ha saldado con un balance desigual para el trifachito. El trumpismo castizo de Ayuso ha salido reforzado en las encuestas, rentabilizando la polarización mediática sobre su figura –vehementemente criticada por sus detractores, percibida como víctima por sus votantes–.
Las tácticas son conocidas: mientras unos diseminan el odio y señalan los objetivos, los otros actúan con violencia y cobardía. Esto es lo que ha sucedido en Fuencarral, en la despensa solidaria del Centro Social El Barco
Como han señalado Neftalí Villanueva y Manuel Almagro, su mala reputación explica paradójicamente parte de su éxito, resultando casi inmune a la ridiculización –de hecho, esta fortalece el sentimiento de adhesión de sus seguidores–. De lo que no hay duda es que parte de la fama de Ayuso, que casi dobla los apoyos en algunas encuestas, ha sido impulsada de manera persistente por Vox. Equipados con medidas como el pin parental y una agenda basada en “los españoles primero” –que incluye dificultar el derecho al aborto o la eutanasia–, sus reiterados mensajes de odio han desplazado el sentido común del voto conservador hacia el integrismo más facha. Las consecuencias para el vector más centrista del gobierno de Ayuso, Ciudadanos, no han podido ser más catastróficas: lo más probable es que el 4M asistamos a la desaparición de los naranjas del panorama madrileño.
Pero el problema de esta atmósfera enrarecida por amenazas de muerte, ruidos de sables –recordemos aquello de los 26 millones de rojos que había que fusilar– y la banalización de la violencia de género, el racismo o la homofobia, desborda el plano institucional. No se trata de un problema de partidos y representantes políticos, sino de un problema social de primer orden. De hecho, la normalización del odio a la diferencia en la esfera pública da carta blanca a la extrema derecha que no viste de corbata. De nuevo, las tácticas son conocidas: mientras unos diseminan el odio y señalan los objetivos, los otros actúan con violencia y cobardía. Esto es lo que ha sucedido recientemente en Madrid, concretamente en Fuencarral, en la despensa solidaria del Centro Social El Barco. El sábado 24 varios neonazis irrumpieron en el local, destrozando muebles y cestas con alimentos mientras agredían a cuatro voluntarias –una de ellas tuvo que ser trasladada al hospital–. Bastión Frontal, formación heredera del Hogar Social Madrid, aparece como responsable de los ataques. El calado de esta oleada de fascistización social –que da rienda suelta al escuadrismo de bandas neofascistas– nos alerta de que el 4 de mayo se juegan en Madrid algo más que unas simples elecciones.
LAS IZQUIERDAS ANTE UNA REGIÓN FRACTURADA
Si bien el PP podría volver a gobernar con el apoyo de Vox, en estos comicios las izquierdas (Unidas Podemos, Más Madrid) y el centro izquierda (PSOE) tienen oportunidades de obtener buenos resultados. Incluso podrían llegar a ganar. Como recordaba recientemente Pablo Iglesias al calor de las expectativas de algunos sondeos, el 4M “hay partido”. No hay duda de que el salto de Iglesias a la Comunidad ha sido un acierto para su formación: Unidas Podemos ha visto incrementadas las posibilidades de ampliar su grupo parlamentario en torno a 11 escaños –antes de la llegada del ex ministro estaba en duda que pudiera reeditar su presencia en la asamblea–. La formación de Mónica García, Más Madrid, se consolida y aumentaría sus escaños –alrededor de 25–, en buena medida a costa de los votantes del PSOE. Está claro que la labor de oposición de García ha aumentado la popularidad de la formación, si bien su crecimiento también se debe a que los socialistas no han salido a ganar. Ángel Gabilondo ha protagonizado durante esta corta y pandémica legislatura una suerte de incomparecencia permanente frente a Ayuso. Su tibieza y sus reacciones tardías han sido carne de meme, pero también de desafección socialista –su horquilla oscila entre los 28 y 31 escaños de los 37 conseguidos en 2015–.
Saquen el resultado que saquen, las izquierdas se enfrentarán a una región abruptamente dividida, o lo que es igual, al legado del Partido Popular. De hecho, podríamos decir que existen dos comunidades diferentes: como una herida abierta, una diagonal irregular parte por la mitad la región entre un noroeste rico y un sureste pobre. Las diferencias de renta, recursos y el tejido económico entre ambas zonas son muy significativas, lo que se traduce en fenómenos cada vez más graves de segregación urbana y residencial.
Mientras una zona funciona como atractor de capitales y espacio de concentración de riqueza, la otra lo hace como ciudad dormitorio del proletariado urbano y macrovertedero de residuos. Por supuesto, 26 años de imposición del “modelo Madrid” del Partido Popular –basado en el ladrillo, los pelotazos, el turismo y la corrupción– han tenido como efecto un empobrecimiento creciente del sur y de las clases populares de toda la región. El último informe de Cáritas FOESSA nos habla de un millón de personas en situación de exclusión social en la Comunidad. Por supuesto, la crisis pandémica agudizará la precariedad y los contrastes de un territorio ya de por sí tremendamente desigual: la brecha entre el 20% que más tiene y el 20% con menos ingresos era ya la más grande de todo el Estado en 2019.
No es de extrañar que el coronavirus haya golpeado con tanta violencia a Madrid: una sanidad pública mermada ha tenido que enfrentarse a la pandemia con escasos recursos
Respecto de los servicios públicos, Madrid es la región que menos porcentaje de su PIB dedica a la sanidad pública (3,6%, 1.274 €/hab). Con un sistema de hospitales en el que más de la mitad son privados –48 de un total de 84–, el Partido Popular ha desinvertido en la sanidad de todos y ha generado un mercado paralelo que vive a costa de los presupuestos públicos. Como ha subrayado el colectivo Audita Sanidad, uno de cada dos euros de la Consejería de Sanidad van a parar a manos privadas. En 2018 el sector privado llegó a gestionar 4.131 millones de euros, el 49,9% del presupuesto de ese año.
Por otro lado, la Atención Primaria se encuentra en una situación de total de abandono. Madrid es la región que menos invierte: unos escasos 147,97 euros por habitante según la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP). Tras más de dos décadas de gestión neoliberal, la pérdida de camas y profesionales ha sido una constante. Así las cosas, no es de extrañar que el coronavirus haya golpeado con tanta violencia a Madrid: una sanidad pública mermada ha tenido que enfrentarse a la pandemia con escasos recursos. Y con una capitana dedicada a otros affaires. El hospital Zendal quizá sea el mejor símbolo de la gestión de Ayuso: un pelotazo millonario –un favor a Ferrovial, Dragados, San José y cía– de escasa utilidad sanitaria.
El retrato de la educación pública es análogo al de la Sanidad. Entre 2009 y 2018 la Comunidad de Madrid experimentó un recorte del 18,1% en educación –superando la media estatal–. Actualmente Madrid invierte en educación un 2,26% de su PIB –la media nacional es de 4,21%–. No sólo se trata de la peor cifra de todo el país, sino la más baja de toda la OCDE según el informe 10 años de degradación de la enseñanza pública en Madrid (2009-2018) presentado recientemente por Comisiones Obreras.
Mientras tanto, y en paralelo a la precarización de la enseñanza pública, la inversión en conciertos no ha dejado de crecer: entre 2009 y 2018 ha aumentado un 17’1% (de 869 a 1.018 millones). La recuperación económica regional no ha tenido ningún reflejo en la enseñanza pública, la Comunidad de Madrid con el PIB más elevado de todo el Estado pasa de la educación pública. De hecho, la región ostenta el bochornoso récord de ser la administración que menos gasta por alumno en centros públicos: 4.727 euros. Euskadi –en el otro extremo– gasta 9. 298 euros. De nuevo, un servicio público que hace aguas por la desviación planificada de sus fondos a la concertada, lo que se traduce en una educación dual y elitista –una con más recursos para quien puede permitirse pagarla, y otra infradotada para quien no tiene dinero–.
En un plano general, existe sintonía en las izquierdas a la hora de enfrentarse tanto los problemas derivados de la pandemia como a la situación de la educación y la sanidad madrileñas. La diferencia en los programas es de enfoque y radicalidad a la hora de afrontar la realidad madrileña –como era de esperar, el PSOE sale perdiendo respecto a Más Madrid y Unidas Podemos–. Propuestas como la derogación del área única sanitaria sólo se encuentran en las formaciones de izquierda, y la derogación del área única de escolarización sólo la propone Unidas Podemos –ambas áreas son pilares de la mercantilización de los servicios públicos–. En todos los programas se habla de aumento de financiación, nuevas partidas e inversiones hacia el sector público, también de políticas de empleo, pero hay desacuerdos importantes en materia fiscal y en un área fundamental: la vivienda.
Más Madrid y Unidas Podemos han firmado con el Sindicato de Inquilinas de Madrid su compromiso regulación de los alquileres y el apoyo a una Ley Urgente por el Derecho a la Vivienda, similar a la ILP que no pudo aprobarse en 2017. El PSOE propone una raquítica ayuda al alquiler para la emancipación juvenil y nada de regulación. Por otro lado, Gabilondo ha hablado de “no tocar los impuestos” de la Comunidad, mientras que para Iglesias la reforma fiscal es fundamental. Como han señalado Yago Álvarez Barba y Kike Castro, con las últimas bajadas de Ayuso, Madrid perdería unos 4.600 millones de euros por las exenciones en el Impuesto de Patrimonio, el de Sucesiones y Donaciones y el IRPF. Una fiscalidad que solo favorece a los ricos o a los muy ricos.
DEMOCRACIA FRENTE A FASCISMO ¿PERO QUÉ DEMOCRACIA?
Durante la campaña electoral las izquierdas no ha entrado prácticamente en conflicto, sus discursos han tratado de ser complementarios y los debates se han desarrollado en un marco de cooperación. No hay duda de que las amenazas de muerte y los envites de la extrema derecha no dejan de teñir el panorama de tensión e incluso de temor. Temor a que Ayuso venza y gobierne acompañada por Vox, una ultraderecha que en las últimas jornadas ha redoblado su apuesta: ahora contra el derecho a una muerte digna y el derecho al aborto. Frente al eslogan de la derecha “Comunismo o libertad”, que es donde se juega el imaginario post–franquista, las izquierdas han opuesto el de “Fascismo o democracia” –reivindicando cierta memoria antifascista–. El golpe que supondrá la pandemia para la Comunidad de Madrid –golpe económico, social y humano– será muy duro, y parece que lo que nos jugamos el 4M es esta disyuntiva: una gestión neoliberal y aún más autoritaria de la crisis, de la que ya hemos probado parte de la medicina, o una gestión más social, atemperada y progresista –aunque a buen seguro no menos neoliberal si es liderada por el PSOE–.
Aunque toca la realidad, la alternativa que plantea “fascismo o democracia” tiene mucho de marketing político por parte de los partidos. Probablemente movilizará bien el voto de las izquierdas, ya que el temor a lo que pueda venir con un gobierno trumpista y de extrema derecha anima y mucho a visitar las urnas. El que aquí escribe lo hará, pero sabe que no es suficiente.
No sólo se trata de desalojar a la extrema derecha y a Ayuso de las instituciones, sino de revertir una atmósfera cada vez más tolerante con el racismo y los discursos de odio hacia la diferencia
El problema es más profundo y sólo parte del mismo se decide en las elecciones. Si gana Ayuso, el contexto para luchar por nuestras libertades y derechos será mucho más difícil, nuestra capacidad de presión desde fuera de las instituciones se verá mermada. Por no hablar de lo que supondrá la entrada de Vox para las personas migrantes, LGTBI y los derechos de las mujeres. Por otro lado, si ganan las izquierdas, con el PSOE a la cabeza, sabemos que buena parte de los fastuosos programas quedarán en agua de borrajas. Sólo hace falta ver los límites del Gobierno de coalición en cuanto a la cuestión de la vivienda o la gestión de fronteras para no hacerse muchas ilusiones. No obstante, se abrirán más posibilidades a la hora de conquistar derechos. Uno no ve al PSOE limitando los alquileres por propia voluntad, pero tal vez la presión dentro y fuera de las instituciones pueda conseguirlo.
Por otra parte, construir un sentido común antifascista, soldar de nuevo los significantes democracia y antifascismo, es algo que se juega más allá de las elecciones. Estas ayudarán o dificultarán la creación de ese nuevo sentido común, pero la mayoría de este trabajo se construye en movimientos por la vivienda, en despensas solidarias, en los barrios, asociaciones, colectivos antirracistas y antifascistas. Para empezar, no sólo se trata de desalojar a la extrema derecha y a Ayuso de las instituciones, sino de revertir una atmósfera cada vez más tolerante con el racismo y los discursos de odio hacia la diferencia. Se trata de poner diques a los procesos de fascistización social que afloran en nuestras calles. Mensajes que calan gracias a los altavoces mediáticos de los que goza el fascismo, pero que se fundan en los niveles de desigualdad y polarización social generados por el neoliberalismo. También en ese miedo de las clases medias a perder su cada vez más precario estatus. El fondo del problema es luchar por una redistribución de la riqueza que restituya derechos sociales y servicios públicos, sin los cuales las bases materiales de la libertad y la dignidad de la mayoría no pueden existir.
El 4M puede ser una oportunidad para dar los primeros pasos en Madrid hacia una democracia antifascista. A mi juicio, ello pasa tanto por votar a las izquierdas –de las que el PSOE no forma parte– como por organizarse. La mera delegación en las urnas valdrá sólo lo que los políticos quieran que valga. Y en un contexto de crisis y pandemia, ese valor oscilará y mucho –vendrán turbulencias desde Europa–. Sólo alimentando las formas de organización y contrapoder existentes, e inventando otras más amplias que sean capaces de plantar cara al fascismo, al machismo y al racismo, podrán restañarse las profundas heridas del territorio madrileño –heridas sociales, económicas y ecológicas–. Al final, lo que necesitamos no es tanto defender la democracia que tenemos, la de un régimen del 78 que nos ha traído hasta aquí, sino apostar por otra que rompa con los límites impuestos por el neoliberalismo en el que vivimos. Echando a Ayuso podemos comenzar a construir esa democracia.
*Mario Espinoza Pino, doctor en Filosofía por la Universidad Complutense, investigador, traductor, editor y activista.
Artículo publicado en El Salto.