Nuestra América

Tres rumbos en el eje radical de América Latina

Por Claudio Katz*
Venezuela, Bolivia y Nicaragua conforman un eje radical diferenciado de los gobiernos progresistas por la hostilidad que sufren del imperialismo norteamericano.

Estados Unidos busca doblegar a tres gobiernos que rechazan sus imposiciones. Pretende someterlos para aleccionar a toda la región, y así recrear el temor a la primera potencia mundial. Pero en esos países se desenvuelven procesos muy diversos y complejos, que exigen evaluaciones específicas.

El nuevo escenario de Venezuela

En la última década Estados Unidos acumuló un récord de fracasos en sus conspiraciones contra el gobierno chavista. Esos reveses no le impiden continuar organizando complots y nuevas incursiones. Pero los magros resultados de esos operativos inducen a Washington a remodelar el acecho. Mantiene el secuestro del diplomático Alex Saab, la retención de un avión venezolano-iraní en Buenos Aires y la incautación de reservas internacionales de oro de Caracas.

El sabotaje económico ha sido el principal instrumento de la agresión imperial. Estados Unidos propició un desabastecimiento selectivo de bienes para obstruir la actividad petrolera. PDVSA no pudo refinanciar deudas, ni adquirir repuestos y la extracción de crudo cayó a un piso que desmoronó el comercio exterior.

Un reciente estudio detalla las 763 medidas coercitivas desplegadas por el Departamento de Estado para imponer pérdidas por 215.000 millones de dólares a Venezuela. La apropiación de empresas — como CITGO — generó daños inconmensurables al país.[1]Ese acoso incluyó la manipulación externa del tipo de cambio y una consiguiente depreciación de la moneda que potenció la hiperinflación.

La Casa Blanca apostó todas sus cartas a esa estrategia destructiva, suponiendo que el estrangulamiento económico tumbaría al régimen político. Indujo una dramática fractura productiva con gran hemorragia de emigrantes, pero no consiguió colocar en Miraflores a sus personeros.

Al cabo de incontables fracasos, la derrota de los escuálidos ya es indiscutible. Guaidó perdió todas sus jugadas y ha sido destronado por sus cómplices. También las proclamas de Leopoldo López han pasado al olvido. Las provocaciones en la frontera con Colombia han sido desarticuladas por los acuerdos con el nuevo gobierno de Gustavo Petro y los mercenarios posponen sus aventuras de invasión.

La derecha ha quedado también afectada en el terreno electoral. No pudo boicotear las últimas elecciones, ni impedir la recuperación de la Asamblea Nacional por parte del chavismo. Ha perdido el control de la institución que mantuvo secuestrada durante varios años y se ha fracturado en incontables porciones, que se disputan las atractivas tajadas de la financiación norteamericana. El grueso de la oposición reconoce la derrota y busca su reinserción en el sistema político, apostando a gestar una candidatura común en los comicios presidenciales del 2024. Biden apuntala esa unificación y espera conseguir por la vía electoral lo que no obtuvo mediante incursiones golpistas.

Pero el presidente norteamericano también negocia el eventual desmonte de las sanciones a Venezuela, para facilitar el reingreso de las firmas estadounidenses a la explotación de crudo. El primer paso de esa reconciliación ha sido el reciente otorgamiento de nuevas licencias de extracción a Chevron.

Biden está urgido por la gran escasez de combustible que ha creado la guerra en Ucrania. No sólo necesita incrementar el abastecimiento interno de Estados Unidos, sino que debe cumplir con su compromiso de suministro a Europa. Prometió compensar los flujos de crudo que el Viejo Continente ya no recibe de Rusia, y Venezuela sería el proveedor ideal de ese faltante. Cuenta con la posibilidad de incrementar rápidamente la producción, si se normaliza la estructura de extracción del combustible.

Pero ese arreglo requiere el desbloqueo previo de las cuentas internacionales de Caracas, que Washington cerró con su habitual prepotencia. Las dos cancillerías negocian con muchos vaivenes esa posible regularización.

Desahogo económico y replanteo político

La catástrofe económica de Venezuela tocó fondo en el 2021 y fue sucedida por la actual recuperación. Los indicadores de la mejora son visibles. El PIB repuntó 4,2 % el año pasado, junto a un resurgimiento de la inversión y un perceptible incremento del consumo. Múltiples datos confirman la continuidad de esos guarismos y se estima que el crecimiento del último ejercicio superó el 8 %.[2] Esa reactivación no resuelve la debacle de los últimos nueve años y la consiguiente demolición del 70 % del PIB, pero inaugura un ciclo más promisorio.

Las crónicas recientes dan cuenta de un renovado gasto de los hogares y un significativo repunte de la vida comercial. Se verifica también una paulatina reducción de la inflación, que se ha ubicado en el menor nivel desde el 2015. La carestía continúa muy por encima del promedio regional, pero registra una tendencia descendente.

La generalizada afirmación de que «Venezuela se arregló» tiene significados muy variados. El Estado la identifica con una superación definitiva del colapso previo y la oposición le asigna una acepción sarcástica, que subraya el carácter acotado del nuevo escenario. Pero nadie objeta la existencia de un cambio de contexto económico.

Como siempre ha ocurrido en Venezuela, la recuperación se sostiene en el repunte del precio internacional del petróleo. Con una cotización ascendente del barril, la economía es receptora de un gran impulso. Ese incentivo está igualmente limitado por el gran retroceso de los volúmenes de extracción. En el 2021 se duplicó la producción previa y se espera un próximo repunte de la misma escala, pero todavía falta un largo trecho para retomar los promedios del pasado.

El reingreso de dólares ha sido también determinante del rebote, porque generó el ancla bimonetario que sostiene el resurgimiento comercial. Ese repunte se asienta en la habilitación de las divisas para un gran número de transacciones. La pulverización de la moneda nacional impuso una dolarización de hecho, para contrarrestar la alocada depreciación con porcentajes alucinantes que registró el bolívar desde el 2013.

Los dólares que recomponen el funcionamiento de la economía provienen también de las remesas, que repuntaron un 35 % luego de la pandemia por envíos de la enorme población de emigrados — entre 3 y 5 millones de venezolanos — . Los grandes grupos capitalistas también reiniciaron el suministro de divisas, para lucrar con el resurgimiento de los negocios. Este contexto induce, a su vez, la paulatina reintroducción de los dólares escondidos en la economía informal.

Desde el 2018 comenzó la adopción del billete norteamericano en los pagos corrientes de muchos comercios. Ese sistema fue institucionalizado a través de distintas normas oficiales. El Banco Central legalizó el uso del dólar para operaciones financieras entre bancos nacionales, aprobó la apertura de cuentas y la emisión de tarjetas en divisas.

A fines del 2021, el 52,38 % de todos los fondos depositados en las entidades estaba nominado en dólares[3] y algunas estimaciones extienden al 70 % el porcentual de transacciones con ese signo monetario.[4] La dolarización de facto induce a utilizar ese patrón como garante de los nuevos contratos.

El principal efecto social de la dolarización es el incremento de la desigualdad. Los receptores de las divisas cuentan con un recurso para garantizar sus consumos, que los perceptores de ingresos en bolívares no tienen disponibles. Esa diferenciación es muy visible entre los asalariados del sector privado y público. La brecha desborda todos los intentos de compensación oficial a través de mecanismos impositivos. La capacidad del Estado para efectivizar esa contrapartida está muy limitada por el debilitamiento de su gestión, en un escenario de alta inflación.

Es cierto que los sectores populares desprovistos de divisas reciben significativos subsidios para pagar los servicios y garantizar su alimentación. Pero esas subvenciones no contrarrestan el enorme ensanchamiento de la inequidad social.

La reactivación de la economía y la derrota sufrida por la oposición derechista han fortalecido al gobierno. Este dato es subrayado por muchos analistas.[5] El oficialismo conquistó 20 de las 23 gobernaciones en los últimos comicios y fue muy beneficiado por la crisis migratoria, que afectó a sus adversarios en términos de votos y participantes en las movilizaciones. Maduro demostró, además, una gran astucia para dividir a sus enemigos.

Pero esas elecciones también ilustraron los severos problemas que afronta el gobierno. Ganó la pulseada electoral en un marco de gran abstención y con una significativa pérdida de sufragios. La simbólica derrota en el bastión de Barinas — luego de 23 años consecutivos de victorias — retrató esa dificultad.

El PSUV ha ratificado la efectividad de su maquinaria electoral. Pero son numerosos los indicios de pérdida de fidelidad, entusiasmo y adhesión militante, al cabo de un durísimo proceso de regresión económica y social.[6]

Propuestas económicas en disputa

Es evidente que el gobierno fue empujado a una dolarización que jamás concibió como estrategia propia. Ese rumbo se ubica en las antípodas del proyecto soberano que postuló Chávez. Venezuela no puede forjar, sin moneda propia, un proceso sostenido de crecimiento y redistribución.

Varios años de hiperinflación y descalabro productivo llevaron al Estado a convalidar el uso de la divisa estadounidense, para contrarrestar el desabastecimiento y reanimar el comercio. Pero el gran interrogante es la perdurabilidad de ese modelo.

¿La dolarización será removida cuando se normalice la economía? ¿O, por el contrario, quedará incorporada al nuevo esquema que propicia el sector más conservador del chavismo?

Si prevalece esta segunda variante, afianzarán su poder los grupos privilegiados en el comando de la gestión estatal.

Una estabilización de la economía con los patrones actuales consolidará la fractura social. La recuperación del crecimiento es indispensable, pero con el patrón distributivo vigente reafirmará un modelo regresivo.[7]

La ley antibloqueo — que propone sortear la asfixia externa limitando el control estatal de las divisas — pavimenta ese curso, a través de una secuencia de privatizaciones. La modalidad de esas transferencias es, por el momento, poco transparente y se desconoce si alcanzará a empresas medianas o de gran tamaño.

Esa iniciativa ha sido complementada con la promoción de Zonas Económicas Especiales (ZEE), con normas específicas para atraer la inversión extranjera. El uso de esa legislación para nuevos emprendimientos petroleros podría afectar la captación estatal de la renta generada por esa actividad.[8] El gobierno deberá definir quiénes serán los beneficiarios y afectados por el curso económico en gestación.

No cabe duda que la devastación sufrida en los últimos años fue orquestada por el imperialismo y sus socios locales, pero también fue convalidada por la improvisación, la impotencia y la complicidad del gobierno. Por esa connivencia se consumó la gigantesca descapitalización que provocó la fuga de capitales. Ese drenaje saltó de 49.000 (2003) a 500.000 millones de dólares (2016) y precipitó el derrumbe del PIB, en un cuadro de virulenta estanflación.

Ese desmoronamiento contrastó con el enriquecimiento de la misma boliburguesía, que actualmente lucra con la recuperación. Ese sector ha sido especialmente privilegiado con el sistema de asignación de divisas que regula a la economía venezolana.

Como el gran torrente de dólares ingresados por la exportación de petróleo es manejado por el Estado, la oferta, monto y precio de esas divisas no están sujetas a ningún patrón mercantil. Los funcionarios asignan ese flujo a sectores capitalistas asociados, que han dilapidado ese recurso a una escala nunca vista. En tan sólo el bienio 2011–2012 con ese mecanismo se esfumaron 64.400 millones de dólares.[9]

Una oligarquía intermediaria se ha enriquecido manejando las importaciones y utilizando la recepción de dólares baratos que provee el Estado, para consumar un oscuro reciclaje de divisas en los circuitos paralelos. Esa sustracción de fondos de la actividad económica formal, amputó el respaldo de la moneda nacional y elevó la inflación a los inéditos porcentuales que padeció Venezuela. Ese desastre económico no fue causado sólo por la agresión imperial externa. También fue determinante la política cambiaria que mantuvo el gobierno.

La principal causa de la hiperinflación no fue el exceso de la emisión, sino el nocivo sistema oficial de asignación de dólares. El Estado subvenciona a un sector capitalista que depreda esos recursos. La tesis monetarista que sitúa el problema en el exclusivo terreno de la excesiva oferta de dinero, no tiene asidero empírico y encubre la persistencia de la estructura que impide el uso productivo de la renta petrolera.

El gobierno desoyó durante años las propuestas del chavismo crítico para introducir controles sobre los bancos, modificar la asignación de divisas al sector privado y penalizar a los corruptos que sobrefacturan importaciones o lucran con la especulación cambiaria. El chavismo en el poder forjó un partido político fuerte, pero no avanzó un milímetro en la gestación de una capa de funcionarios honestos y entrenados en el manejo eficiente de la asignación de las divisas.

La política cambiaria al servicio de la boliburguesía impidió desenvolver un modelo económico semejante al implementado en Bolivia. En vez de forjar un esquema de canalización productiva de las divisas, los distintos ministros de Economía maquillaron la hemorragia de esos recursos. La protección y uso provechoso de las divisas persiste como el principal instrumento antiinflacionario que necesita Venezuela para remodelar su política económica.[10]

Los cuestionamientos de la izquierda

El esquema económico actual suscita fuertes objeciones de la izquierda y el chavismo crítico. Pero existe una nítida división entre un sector que atribuye al gobierno la responsabilidad de las desventuras afrontadas por el país y otro, que sitúa en el banquillo de los culpables al imperialismo y a la oligarquía.

Algunos exponentes del primer grupo recurren a virulentos calificativos contra Maduro. Otros denuncian la primacía de un régimen mafioso, lumpen o despótico. Extienden además al propio Chávez el origen de los padecimientos actuales.[11] Esa impugnación indiscriminada a todo el proceso bolivariano presenta semejanzas con las críticas de muchos opositores.

Esa mirada pierde de vista la emergencia que afronta el país como consecuencia de la agresión imperial. Por eso desconoce el mérito de haber contenido — a un costo económico y social gigantesco — los intentos de intervencionismo político y militar por parte de Washington. También ignora la dureza de la campaña mediática internacional contra Venezuela, que presenta al chavismo como la encarnación del diablo. El progresismo sumiso suele repetir en toda la región esas infamias.

El otro enfoque crítico desde la izquierda emite objeciones a la gestión gubernamental, sin perder de vista la relevancia de la agresividad imperialista. Partiendo de esa evaluación han subido el tono de los cuestionamientos al Estado. El alejamiento del Partido Comunista del bloque Gran Polo Patriótico es una expresión de esa disconformidad. La particular postura del PCV denuncia la doble cara de los funcionarios chavistas, que pronuncian discursos socialistas e implementan políticas neoliberales.[12] Otros intelectuales resaltan el giro mayúsculo que ha consumado el gobierno, para realizar un duro ajuste con tendencias neoliberales y en contra de las condiciones de vida del pueblo.[13]

Varias miradas sitúan el origen de esa involución en el debilitamiento de las estructuras comunales que sostenían al proceso bolivariano. Algunos estiman que ese declive fue acompañado de un gran reflujo de los movimientos sociales. Consideran que la regresión política en curso ya presenta un alcance equivalente al Termidor, que en el pasado quebrantó varios procesos revolucionarios.[14]

Otro enfoque señala, que esa erosión del pilar comunal ha facilitado el avance de la vertiente conservadora del chavismo sobre el sector radical. Entiende que ese viraje genera la primacía del clientelismo burocrático sobre la participación popular, pero también considera que esa involución no es definitiva. Estima que resulta posible reencauzar el proceso bolivariano, con una dinámica correctiva guiada por el principio de «volver a Chávez».[15]

Esa visión propone un cambio sustancial del modelo económico para recomponer las raíces populares del proyecto socialista. Concibe ese giro en la continuidad de la lucha que libra el gobierno contra la oligarquía y sus aliados imperialistas.

El test de la lucha social

Los debates sobre Venezuela han asumido otro significado desde la irrupción de una gran lucha salarial al inicio del 2023. Las demandas de numerosos gremios se han concentrado en la movilización del magisterio, que reclama un incremento de haberes para compensar el deterioro generado por la escasez.

Esa exigencia ganó fuerza luego del incumplimiento oficial de pagos comprometidos en otros ítems. El movimiento reivindicativo se ha expandido a todo el territorio y encarna la movilización social más importante de los últimos años.

Por primera vez, adherentes y opositores al chavismo confluyen en un reclamo salarial compartido, que refleja la percepción popular del cambio registrado en la economía. La recuperación de la producción y el consumo aporta incentivos para recomponer los sueldos, sin embargo, ello no ha sido una medida por parte del gobierno.[16]

El gobierno no define una respuesta. Por un lado, transmitió mensajes de confrontación al organizar contra-marchas con otras banderas. Por otro lado, ha llegado a sugerir el reemplazo de docentes que estén involucrados en las protestas.

Muchas voces que sostienen al proceso bolivariano convocan a otorgar la mejora salarial, pues contribuiría a recomponer el poder adquisitivo.[17] El mismo objetivo persigue la propuesta más radical de indexar los salarios.[18] El otorgamiento del incremento salarial no tendría el temido efecto inflacionario, ni implicaría un desborde de la emisión, si empalma con el reordenamiento de la política cambiaria.

El oficialismo se encuentra bajo dos fuegos. Los grupos dominantes rechazan la mejora de los sueldos atemorizados por un posible rebrote de la inflación, que tan nefastos resultados tuvo en años recientes. Pero en realidad buscan afianzar su enriquecimiento, capturando el grueso de la renta a costa de los asalariados. En el otro campo se ubican los sectores subalternos, embarcados en introducir un giro redistributivo.

El gobierno podría hacer suya la demanda del magisterio e inaugurar una rectificación general, que debería incluir la ejemplaridad de los funcionarios. Los sacrificios que impone la estrechez económica deben comenzar por la cúpula del sistema político. Esa conducta revitalizaría al proceso bolivariano.

Otorgar la mejora salarial, modificar el modelo económico y cambiar el comportamiento de los funcionarios son decisiones claves para impedir la recomposición de la derecha y la consolidación de la vertiente conservadora del chavismo. Ya existe una larga experiencia histórica de demandas sociales a los gobiernos progresistas, cuya desatención derivó en la captura reaccionaria de ese malestar.

En los años ochenta, por ejemplo, el surgimiento en Polonia de un sindicato autónomo con reivindicaciones obreras — Solidaridad — fue criminalizado por el gobierno socialista. Esa impugnación favoreció el giro regresivo posterior, que ha incluido la conversión del líder de ese movimiento (Walesa) en una figura del neofascismo actual. Una experiencia más reciente y cercana se vivió en Brasil. Allí las movilizaciones del 2016 contra la carestía del transporte fueron ignoradas por el Partido de los Trabajadores y sirvieron de abono al bolsonarismo. Antecedentes de este tipo constituyen una gran alerta para el chavismo.

Están dadas las condiciones para recuperar la sintonía con los reclamos populares e impedir la recomposición de la derecha. El desenlace de ese escenario es muy relevante para otros procesos radicales en América Latina.

Analogías y diferencias con Bolivia

Bolivia comparte con Venezuela la persistente hostilidad del imperialismo. Estados Unidos ha incentivado todos los golpes de Estado perpetrados — o planeados — contra el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS). Su involucramiento en la asonada del 2008 fue tan descarado que Evo Morales dispuso la expulsión del embajador Philip Goldberg. El complot incluía una tentativa de magnicidio, que fracasó al cabo de un duro enfrenamiento callejero.

El segundo ataque del 2019 fue nuevamente supervisado por el Departamento de Estado, en estrecha asociación con los cancilleres de Bolsonaro y Macri. Esa arremetida se desenvolvió con la fórmula de un golpe clásico y fue implementado por el alto mando del ejército, con el sostén de la Iglesia y el empresariado.

A diferencia de Venezuela, en esa ocasión la oligarquía logró tomar el gobierno y desarrollar un año de gestión. Jeanine Añéz consiguió por un breve lapso lo que Guaidó nunca obtuvo. Se apoderó del Estado con gran despliegue de milicias neofascistas, pero no pudo sostener su patética administración.

La resistencia popular desembocó en una gran rebelión, que forzó la realización de elecciones y el retorno del MAS al gobierno. Con ese desenlace, La Paz volvió a sintonizar con las victorias de Caracas sobre los escuálidos.

El tercer intento fue nuevamente organizado desde la región de Santa Cruz. La ultraderecha no se dio por vencida y la sublevación contra el gobierno de Arce empezó con una secuela de paros en Oriente. Activaron los grupos de choque contra las organizaciones sociales y lanzaron su asonada entre octubre y noviembre de 2022.

El pretexto fue la fecha del censo, que debía reajustar cargos públicos y recursos de acuerdo a los cambios demográficos. Con esa excusa, las bandas reaccionarias crearon el mismo caos que precedió a los dos levantamientos anteriores. Revitalizaron a los grupos paramilitares, aterrorizaron a los simpatizantes del gobierno, invadieron los barrios populares y asesinaron a varios pobladores.

Pero también esta tercera sublevación sucumbió, siguiendo la fracasada huella de los derechistas venezolanos. Al cabo de varias semanas el golpe falló, en un marco de aislamiento regional y parálisis del comercio que suscitó el rechazo de las mayorías.

La ultraderecha boliviana repite el sendero de sus pares caribeños con ciertas peculiaridades.

Sus acciones están muy concentradas geográficamente en Santa Cruz y esgrimen una amenaza de secesión, que no promueven los reaccionarios de Venezuela. Esa demanda regionalista carece de cimiento histórico y no exhibe el menor atisbo de legitimidad nacional. Simplemente, este regionalismo encubre el viejo anhelo oligárquico de manejar los recursos aunque sea en un Departamento, sin coordinación con el resto del país.

Pero el objetivo estratégico de los golpistas cruceños presenta muchas semejanzas con las metas de los escuálidos. En los dos casos, ambicionan compartir los jugosos beneficios de la renta que generan los recursos naturales con sus socios estadounidenses. El control del litio es anhelado en Bolivia con la misma codicia que el petróleo en Venezuela.

Como ese apreciado mineral no está en Santa Cruz sino en Potosí, la ultraderecha ha establecido una sucursal en esa región (COMCIPO). Presionan para privatizar el manejo de esa riqueza bajo el comando directo de varias compañías norteamericanas.[19]

No lograron hasta ahora concertar esa sociedad por la reducida viabilidad del proyecto secesionista. La derecha cruceña ha buscado también socios externos en Chile y Brasil, y el indispensable guiño de Washington.[20] Pero su aventura independentista requiere de financiación, mercenarios y sostén diplomático. También debe tomarse en cuenta que este proyecto regionalista ha fallado en base a cuestiones internas de Bolivia.

El Departamento de Estado es hostil con el gobierno del MAS, pero nunca perdió de vista que Bolivia no es Venezuela. Siempre toleró más una decreciente influencia en el Altiplano, que la pérdida de la principal reserva petrolera del hemisferio.

El nuevo contexto político regional afecta igualmente a los dos proyectos derechistas. Caracas reestableció relaciones con Bogotá, Brasilia y todas las capitales del nuevo mapa progresista. Los golpistas bolivianos también padecen ese declive de la restauración conservadora. Macri ya no provee armas y el resguardo que aportaba Bolsonaro ha desaparecido. Conservan el sostén del trumpismo y sus fundaciones, pero Biden tomó nota del fracaso de Áñez.

Existen varias semejanzas y diferencias entre Venezuela y Bolivia en la resistencia desplegada por los dos gobiernos contra los sublevados. El chavismo siempre desenvolvió una respuesta frontal contra sus enemigos. El MAS no demostró esa misma contundencia, pero cuando actuó con decisión logró los mismos éxitos que sus pares bolivarianos.

Frente al golpe del 2019 Evo Morales incurrió en concesiones y vacilaciones que facilitaron la asonada derechista. Esa misma indecisión repitió Arce frente las provocaciones de Santa Cruz, hasta que decidió la audaz detención y traslado de Camacho a La Paz. Ese operativo inauguró una gran contraofensiva y la consiguiente victoria sobre los golpistas. Ese tipo de reacción es muy semejante a la política activa que desenvuelve el chavismo para neutralizar a los escuálidos.

Con el arresto de Camacho, el gobierno del MAS puede completar los juicios que implementa contra los responsables de las masacres perpetradas por el ejército en el 2019. Los tribunales ya dictaminaron una sentencia de 10 años de cárcel para Áñez. Por esa vía podría realizarse la depuración de las fuerzas armadas y el establecimiento del principio de «Nunca Mas» al golpismo.

Contrapuntos en la economía

Bolivia no sufrió la catástrofe económica que padeció Venezuela. Al contrario, en ese campo obtuvo logros inigualados en el resto de la región. Desarrolló un modelo que permitió la rápida desdolarización, con el consiguiente aumento del consumo y la multiplicación de la inversión. La pobreza extrema disminuyó del 38,2 % (2005) al 15,2 % (2018) y el PIB percápita aumentó de 1.037 a 3.390 dólares. Los ingresos de los sectores medios repuntaron junto a la ampliación del poder adquisitivo, en un esquema asentado en la nacionalización de los hidrocarburos.[21]

Arce ha dado continuidad a ese rumbo. Es muy sintomático que la enorme tensión política del país no altere la estabilidad de su economía. El crecimiento persiste con superávit comercial y baja inflación. La tradicional confluencia de las tormentas políticas y económicas ha quedado por ahora neutralizada por la solidez del modelo heredado.

Bolivia desenvolvió un esquema antitético al implementado en Venezuela por la prioridad que asignó al uso productivo de la renta. En lugar de convalidar el despilfarro o el drenaje de ese excedente al exterior, estableció un manejo estatal muy eficiente de ese recurso. El Estado absorbió y recicló el 80 % de la renta e impuso a los bancos la obligatoriedad de orientar el 60 % de sus inversiones hacia las actividades productivas.

Ese camino de crecimiento y redistribución del ingreso colocó al país en un sendero de expansión con mejoras sociales. El secreto de ese resultado fue la estatización de los hidrocarburos, en un marco de estabilidad macroeconómica y coexistencia con sectores privados e informales.

La continuidad de ese esquema afronta actualmente serios desafíos, porque las reservas de gas que lo sostienen se encuentran en franca caída. Los ingresos que genera la venta de combustible a Brasil y Argentina tienden a declinar por el agotamiento del 80 % de los yacimientos conocidos.[22]

Hay varios proyectos para producir el 75 % de la energía local con recursos no contaminantes y para transformar al litio en una fuente sustitutiva de ingresos. La iniciativa más promisoria es el proyecto de concertar asociaciones con los adquirientes del mineral, junto a compromisos de industrialización local.[23]

Pero ese curso exige recrear la cohesión política del MAS que imperó en los mandatos de Evo y que actualmente afronta una seria erosión. Las disputas entre evistas y renovadores ya incidieron negativamente en las últimas elecciones departamentales y generaron una multiplicación de listas que afectó al oficialismo. Esas disidencias giran en torno a la definición de las candidaturas presidenciales del 2025, pero incluyen además un grave choque entre las vertientes indigenistas y estatalistas.[24]

Ciertos analistas estiman que se disputa el coqueteo con la oposición, el rechazo al «aburguesamiento» de dirigentes del MAS y la crítica a una tecnocracia privilegiada.[25] Pero esa hipótesis coexiste con otras interpretaciones de lo que está sucediendo. La clarificación de esas polémicas es importante, porque Bolivia ha desenvuelto un proceso radical muy orientador de rumbos del mismo signo. Esa ejemplaridad no se extiende al tercer país en debate.

Las dualidades de Nicaragua

Nicaragua forma parte del eje radical, pero desde una trayectoria muy distinta. Sólo comparte con ese bloque la gran hostilidad del imperialismo estadounidense a su gobierno.

Washington arrastra una larga historia de agresión contra el sandinismo. Para impedir que continuara el sendero de Cuba, desarrolló un asedio sistemático en su contra e impulsó la guerra contra el sandinismo. Algunas estimaciones elevan a 300.000 las víctimas y a un millón los refugiados como consecuencia de esa operación imperial acontecida entre 1975 y1991.[26]

Reagan perfeccionó esa maquinaria de terror con fondos del narcotráfico para sostener a la «Contra», forzar un armisticio en El Salvador y mantener la dictadura en Guatemala. No logró destruir al sandinismo como movimiento político, pero generó el escenario para su derrota electoral en 1989. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) volvería al gobierno años después, ante el gran descontento generado por sus adversarios conservadores.

Ese retorno se consumó con una modificación sustancial del carácter revolucionario inicial de esa fuerza. El orteguismo reemplazó al sandinismo, con una nueva estructura amoldada al capitalismo. Estableció alianzas estratégicas con la oligarquía, adoptó las medidas exigidas por el FMI y afianzó los vínculos con la Iglesia católica después de prohibir el aborto.

En esa vuelta se conformó una burocracia que reforzó la dinámica previa de apropiación de bienes públicos por medio de la privatización parcial. El sistema político apuntaló un modelo clientelar y la vieja simbología revolucionaria persistió desprovista de su contenido radical.[27] Esa involución explica el cogobierno de Ortega con las élites del país y la relación amigable que mantuvo con Estados Unidos hasta el 2017.

Las protestas del 2018 introdujeron un cambio sustancial en ese escenario. El gobierno respondió con una injustificada ferocidad al descontento creado por el aumento de las cotizaciones de la seguridad social. Recurrió a disparos a mansalva de la policía contra manifestantes desarmados y a una cacería que se saldó con alrededor de 200 muertos.

El orteguismo utilizó la violencia del Estado en esa represión, sin presentar indicios creíbles de alguna conspiración que justificara semejante respuesta.

Las protestas expresaron el malestar de un movimiento con bajo nivel de politización y alto disgusto con la realidad social. Esa inadmisible reacción diferencia al gobierno de Nicaragua de sus pares de Cuba, Venezuela y Bolivia.

Ese acontecimiento desembocó en una gran crisis. La vieja derecha reabrió su distanciamiento con Ortega para capturar el malestar popular y pavimentar su retorno al gobierno. Estados Unidos apuntaló ese curso y Trump retomó las huellas de Reagan. Situó de nuevo a Nicaragua en el «eje del mal» y sostuvo todas las iniciativas de los conservadores.

Biden ha mantenido ese nuevo tono de confrontación y promulgó una ley que habilita múltiples sanciones contra el país. En los hechos se ha convertido en el director de la oposición oligárquica. Con fondos de la USAID financia a los principales exponentes de esa franja y tramita la gestación de un solo bloque anti-orteguista, entre los distintos partidos que disputan la conducción de ese frente. Las ONGs y las fundaciones norteamericanas — o europeas — complementan esa labor con un oscuro manejo de fondos, que ha erosionado el movimiento de protesta forjado desde el 2018.[28]

Esa manipulación externa ha potenciado a su vez la desarticulación de la oposición, que perdió capacidad de reacción frente a la dura persecución que ejecuta el gobierno. Ortega impuso la detención de los principales candidatos que intentaron desafiarlo en las elecciones del año pasado. En un momento llegó a colocar en prisión a siete aspirantes a la presidencia, mientras disponía la anulación de tres partidos y el encarcelamiento de 39 adversarios. Los comicios que consagraron la continuidad de su mandato se desenvolvieron en condiciones que garantizarían con gran seguridad su reelección.

El orteguismo ha creado un escenario extraño para América Latina, pero habitual en otras partes del mundo. Un gobierno intensamente enfrentado con Estados Unidos, actúa al mismo tiempo con inocultable violencia contra importantes sectores de su propio pueblo. Utiliza la fuerza del Estado para pulsear con los opositores y encarcelar a muchos demócratas y luchadores sociales.

Es un contexto semejante al que imperó con Saddam Hussein en Irak y con Bashar al-Assad en Siria. Estos antecedentes comparten con Ortega el mismo origen político en vertientes del progresismo. El precedente clásico de esa combinación de choque con Washington y terror interno siempre estuvo personificado en la figura de Stalin. Este tipo de situaciones suscita intensas polémicas.

La izquierda frente a Nicaragua

Dos certezas están a la vista en Nicaragua: Estados Unidos busca tumbar a Ortega y ese mandatario se ha divorciado del viejo sandinismo.[29] La omisión de estos presupuestos impide definir una postura de izquierda frente al complejo escenario de ese país.

Algunos enfoques niegan (o relativizan) el conflicto con los Estados Unidos, citando viejas confluencias o nuevas convergencias de intereses. También estiman que las clases dominantes locales lucran con la preservación del régimen actual[30] y buscan una reconciliación con el Norte.

Pero ese amoldamiento capitalista del orteguismo no reduce la intensidad del conflicto con Estados Unidos. Las invasiones, devastaciones y ocupaciones que han perpetrado los marines en distintas partes del mundo, nunca se restringieron a enemigos exclusivamente socialistas.

Los ejemplos de agresión frontal de Washington son tan numerosos como las reacciones de Managua. Nicaragua se ha retirado de la OEA, anunció el desconocimiento de las credenciales del nuevo embajador yanqui y elevó el tono de su crítica a los gobiernos latinoamericanos que se adaptan a la ofensiva norteamericana.

Algunas miradas resaltan esa tensión con Estados Unidos para negar la ruptura del orteguismo con el sandinismo. Remarcan como prueba de esa continuidad, la persistencia del mismo equipo dirigente. Pero los exponentes del primer FSLN que han seguido la zigzagueante trayectoria de su conductor actual — o han retornado después de un largo distanciamiento — , se emparejan con los casos opuestos de altas figuras que denuncian el travestismo de Ortega.

Lo que en cualquier caso resulta inadmisible es la persecución contra reconocidos héroes y partidarios de la revolución sandinista, como Dora María Téllez y Óscar René Vargas — que afrontaron duras condiciones de encarcelamiento — o Hugo Torres — que falleció en prisión.

Es cierto que los distintos intentos de forjar una renovación del sandinismo fuera del radio oficial (MPRS, MRS) no prosperaron o derivaron en cuestionables confluencias con la oposición. También han sido desatinadas las presentaciones unilaterales del régimen actual como una «dictadura neoliberal» o la expectativa en la OEA y en un proceso de democratización externa del país. Pero ninguna de esas divergencias justifica la represión que despliega el Estado.

Esa violencia ha sido la causa fundamental del rechazo de importantes sectores de la izquierda latinoamericana. Corrientes y personalidades que mantienen una intensa solidaridad con Cuba y Venezuela han alzado la voz contra la criminalización de las posturas discordantes dentro de Nicaragua.[31] Que Ortega haya ganado hasta ahora la partida y que su gobierno cuente con el efectivo respaldo electoral de una significativa porción de la población, no modifica el carácter inadmisible de sus persecuciones.

La reciente liberación de 222 presos políticos confirma esa crítica, a partir de los testimonios brindados por los desterrados en relación a las terribles condiciones de su encarcelamiento. Aunque fueron privados de su nacionalidad y de sus derechos políticos, su liberación constituyó un indudable logro democrático. Estados Unidos propició esa salida para reposicionarse en Centroamérica, afianzar su manejo de la oposición derechista y disimular su apoyo al golpismo — actualmente victorioso en Perú — . Con esa medida Ortega buscó atemperar las presiones de los mandatarios de la CELAC y reducir los efectos económicos de las sanciones.

Es importante subrayar que la denuncia de los atropellos cometidos por el orteguismo no justifica la agresividad del imperialismo, que persiste como el enemigo principal de todos los pueblos. De esa doble constatación se deduce la necesidad de preceder cualquier crítica al gobierno nicaragüense de un contundente cuestionamiento de la agresión estadounidense.

Ambos planteos deben ser empalmados y corresponde distinguir con nitidez entre las demandas democráticas contra el orteguismo y las agresiones imperiales contra Nicaragua. La denuncia de la represión del gobierno sin mencionar el acoso imperialista es un frecuente error de muchas declaraciones de la izquierda.

El gobierno de ese país tiene, por ejemplo, todo el derecho de exigir transparencia en el financiamiento externo de las actividades políticas. Ortega sigue la misma fórmula que rige en Estados Unidos y Europa. Gran parte de la belicosidad imperial se desató por la aplicación de esa norma. Si la izquierda no se deslinda de las maniobras imperiales, quedará absorbida por la gran madeja de operaciones que digita Washington.

Toda alianza, pactada o tácita, con los Estados Unidos, aún con la intención de defender la democracia, atenta contra la soberanía nacional, que es la precondición para las luchas por la democracia.

Lo mismo vale para la OEA, que opera como el gran trampolín para instalar un presidente derechista en Nicaragua. Los guiños de ex sandinistas hacia ese organismo conducen a la sustitución de Ortega por algún clon del viejo somocismo. No cabe duda que ese remedio sería peor que la enfermedad. El gobierno actual se perpetúa proscribiendo opositores, pero los reemplazantes que adiestra Estados Unidos arrastran trayectorias y posturas mucho más oscuras.

El escenario político de Nicaragua difiere, por lo tanto, en forma sustancial del imperante en Venezuela y Bolivia. Pero

estos tres participantes del eje alternativo a la dominación imperial mantienen una estrecha y común conexión con Cuba, que perdura como la principal referencia revolucionaria de América Latina.

Analizaremos el contexto actual de ese país en nuestro próximo artículo.

Claudio Katz* Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA y miembro del EDI

Este artículo ha sido publicado en el portal medium.com/Revista digital La Tizza. Cuba

Foto de portada: Imagen generada con el uso de Inteligencia Artificial

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