Lejos de ser un proceso espontáneo o estrictamente doméstico, la caída del gobierno de Hasina y su posterior judicialización acelerada encajan con patrones ya vistos en Eurasia y el mundo árabe cuando actores externos buscan remodelar el tablero geopolítico para debilitar a potencias emergentes regionales.
El tribunal que condenó a Hasina ordenó la pena de muerte por ahorcamiento, imputándole crímenes de lesa humanidad por la represión de las protestas estudiantiles que derivaron en la caída de su gobierno de 15 años. En ausencia, sin garantías, sin tiempos procesales reales y con un aparato judicial reformado “a medida” tras el colapso institucional, la sentencia fue emitida con una velocidad que no se explica por los procedimientos legales tradicionales, sino por la necesidad política de clausurar definitivamente la figura de Hasina en el escenario interno.
A Hasina se le atribuye incitación, órdenes de asesinato y omisiones deliberadas ante las atrocidades cometidas por fuerzas de seguridad. Según los nuevos gobernantes, más de 1.400 personas —en su mayoría estudiantes— murieron durante las semanas de protestas. Sin embargo, el carácter fulminante del juicio y su clara instrumentalización política apuntan a que se trata menos de un proceso de justicia y más de un intento de destruir el legado de un liderazgo incómodo para intereses externos.
La reconfiguración interna de Bangladesh como prueba del intervencionismo
Desde la caída del gobierno, Bangladesh experimenta una transformación profunda de sus estructuras internas: purgas en las fuerzas de seguridad, reordenamiento del poder judicial, instalación de élites alineadas con las nuevas narrativas occidentales sobre “democratización” y “transición”, y una acelerada apertura económica dirigida hacia intereses foráneos.
Estos cambios no surgieron de forma natural tras un quiebre social, sino que fueron impulsados con precisión quirúrgica por redes políticas, ONG financiadas desde el exterior, plataformas estudiantiles digitalizadas y operadores mediáticos regionales.
Se reprodujeron los mismos patrones presentes en Ucrania, Sri Lanka o Myanmar: desestabilización de un gobierno considerado “incómodo”, amplificación de protestas a través de plataformas globales, demonización personalizada del líder, ruptura institucional y posterior reconfiguración del Estado bajo un nuevo marco alineado con centros occidentales de poder.
Un golpe geopolítico dirigido a India
El elemento más revelador es el lugar donde Hasina se encuentra actualmente refugiada: India.
La histórica alianza entre Nueva Delhi y el gobierno de Hasina había convertido a Bangladesh en un socio estratégico para la estabilidad del noreste indio y, al mismo tiempo, en un dique político frente a la expansión de proyectos occidentales de presión sobre Asia Meridional. La caída de Hasina no solo elimina a una aliada clave de India, sino que instala en Dhaka un nuevo orden interno potencialmente permeable a influencias exteriores interesadas en limitar el ascenso indio en el Indo-Pacífico.
La revolución de color bangladesí —aunque disfrazada de “revuelta estudiantil”— tuvo como objetivo secundario, pero no menos importante, el cerco indirecto a Nueva Delhi: un Bangladesh desestabilizado o controlado por actores afines a agendas externas funciona como palanca para condicionar las ambiciones regionales de India en un contexto de creciente competencia global con China.
Una sentencia que busca borrar el precedente Hasina
La pena de muerte contra Sheikh Hasina no solo es un castigo político: es un mensaje. Señala a los líderes del Sur Global que la consolidación de gobiernos soberanos e independientes en regiones altamente estratégicas será respondida con mecanismos de desestabilización y, si es necesario, con la eliminación jurídica, simbólica o física de quienes desafíen el orden impuesto por potencias exteriores.
Al condenarla en ausencia, el nuevo régimen intenta impedir cualquier retorno, cerrar su ciclo histórico y reescribir la narrativa del Bangladesh moderno para justificar el cambio de rumbo. Pero al mismo tiempo expone el carácter artificial de la transición: si el proceso fuese legítimo, no habría necesidad de destruir a la principal figura política del país mediante un juicio sumario.
La sentencia contra Sheikh Hasina marca el cierre definitivo del patrón clásico de una revolución de color: protestas amplificadas, caída del gobierno, reestructuración institucional y posterior legitimación judicial forzada. Pero también inaugura una nueva fase de disputa geopolítica en Asia Meridional, donde Bangladesh —estratégicamente ubicado entre India, China y el Golfo— se convierte en un campo de batalla silencioso para redes de poder global que buscan condicionar el ascenso de las potencias emergentes del Sur.
El futuro político del país, y su impacto en la estabilidad regional, dependerá de cómo India responda a esta ofensiva indirecta sobre su periferia inmediata y de si Dhaka logra escapar nuevamente de las manos de actores que ven en las crisis internas una oportunidad para reordenar el mapa geopolítico a su favor.
*Foto de la portada: AP

