Desde 2020, Rabat busca cambiar las reglas del juego: sustituir la autodeterminación reclamada por el Frente Polisario por un “plan de autonomía” bajo soberanía marroquí, respaldado por una red diplomática, económica y militar que lo presenta como inevitable.
La jugada más audaz llegó con el reconocimiento de Donald Trump, en plena salida de la Casa Blanca, aceptando la “marroquinidad” del territorio a cambio de la normalización con Israel. Tres años después, el vínculo Rabat–Tel Aviv no solo sigue vigente: se expande con cooperación en inteligencia, producción de drones y maniobras militares conjuntas. En 2023, Israel formalizó su reconocimiento del Sáhara como parte de Marruecos, reforzando la narrativa de irreversibilidad que busca instalar Rabat.
En 2025, el tablero diplomático se inclinó aún más a favor de Marruecos. Estados Unidos ratificó que su única base de negociación es el plan marroquí; el Reino Unido lo calificó de “creíble y pragmático”; y Francia, que nunca ocultó su simpatía por Rabat, multiplicó señales de respaldo con visitas oficiales al territorio ocupado. Tres miembros permanentes del Consejo de Seguridad alineados: un triunfo para la diplomacia marroquí
Pero el derecho internacional dibuja un mapa distinto. Para la ONU, el Sáhara Occidental sigue siendo un Territorio No Autónomo pendiente de descolonización. MINURSO —la misión de paz desplegada en 1991— renovó su mandato hasta octubre de 2025, aunque sin competencias en derechos humanos. En Europa, la justicia comunitaria ha cuestionado de raíz los acuerdos agrícolas y pesqueros que incluyan recursos saharauis sin consentimiento del pueblo, invalidando cláusulas y obligando a renegociaciones que incomodan a Bruselas y Rabat.
Mientras tanto, el Frente Polisario mantiene una guerra de baja intensidad desde que rompió el alto el fuego en 2020. Sus ataques, esporádicos pero constantes, hostigan el muro defensivo marroquí que divide el territorio. No amenazan el control total de Rabat, pero sí impiden la normalización que este desea. La respuesta marroquí ha sido reforzar tecnología y presencia: drones, radares, cooperación militar con Estados Unidos y la OTAN, y ejercicios como African Lion que consolidan interoperabilidad con ejércitos occidentales.
El interés por el territorio no es solo político. El Sáhara Occidental es rico en fosfatos, alberga caladeros de pesca codiciados y, con su sol y viento, se ha convertido en plataforma para megaproyectos de energías renovables. Desde allí se proyecta el cable eléctrico Xlinks hacia el Reino Unido, que transportará energía solar y eólica generada en gran parte en zonas ocupadas. Cada inversión refuerza la integración económica con Marruecos, pero también incrementa los riesgos legales y reputacionales para las empresas, dado el estatus disputado del Sáhara.
En el plano regional, la rivalidad con Argelia es otro eje del conflicto. Para Argel, cualquier autonomía bajo soberanía marroquí implica una proyección atlántica de su rival, alineada con OTAN e Israel, que presiona en el flanco saheliano. El cierre del gasoducto Magreb–Europa, la militarización de la frontera y la competencia por influencia en Mauritania forman parte de esta partida.
El proceso de paz de la ONU sigue estancado. Marruecos insiste en que no negociará fuera de su plan de autonomía; el Polisario exige un referéndum con independencia como opción real. Las grandes potencias parecen apostar a congelar el conflicto con promesas de desarrollo e inversiones, aunque eso suponga aceptar una excepcionalidad que erosiona la arquitectura anticolonial africana.
En definitiva, el Sáhara Occidental no es solo una disputa territorial: es la última descolonización inconclusa de África. Mientras no exista un mecanismo que permita a los saharauis decidir su futuro —referéndum o fórmula equivalente acordada—, la estabilidad que Marruecos vende seguirá sostenida sobre un terreno jurídico frágil y, para muchos, ilegítimo.

Un conflicto congelado en la arena
La historia que llevó al Sáhara Occidental a este punto comienza en 1975, cuando España, entonces potencia colonial, decidió retirarse bajo la presión de la “Marcha Verde” organizada por Marruecos. Decenas de miles de civiles marroquíes, escoltados por el ejército, avanzaron hacia el territorio en una operación cuidadosamente calculada para forzar la cesión sin un proceso de autodeterminación. El Acuerdo Tripartito de Madrid, firmado sin aval de la ONU y a espaldas del pueblo saharaui, repartió la administración entre Marruecos y Mauritania, dejando en suspenso cualquier consulta popular.
Para los saharauis, organizados desde 1973 en el Frente Polisario, aquello fue una traición múltiple: de España, que abandonaba su responsabilidad; de la comunidad internacional, que miraba hacia otro lado en plena Guerra Fría; y de los vecinos que entraban como ocupantes. Estalló una guerra abierta que duró hasta 1991, cuando, bajo auspicio de la ONU y la Organización de la Unidad Africana, se acordó un alto el fuego con la promesa de un referéndum de autodeterminación.
Ese referéndum nunca llegó. Las disputas sobre el censo —quién tenía derecho a votar— se convirtieron en una trampa perfecta para postergar indefinidamente la consulta. Marruecos, consolidando su presencia, construyó el Muro para sellar el control de la mayor parte del territorio, mientras el Polisario se replegaba a la franja oriental y a los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia. Durante casi tres décadas, el conflicto permaneció congelado: una “paz negativa” en la que las armas callaban pero la ocupación se profundizaba. Marruecos impulsó la integración administrativa y económica, instalando colonos, explotando recursos y tejiendo alianzas internacionales; el Polisario apostaba a la vía diplomática, confiando en que la ONU haría cumplir el derecho internacional.
La ruptura de 2020: vuelta a las armas
Todo cambió en noviembre de 2020, cuando una operación marroquí para despejar una protesta saharaui en Guerguerat, paso estratégico hacia Mauritania, desencadenó el fin del alto el fuego. El Polisario declaró la reanudación de hostilidades y desde entonces libra una guerra de baja intensidad, con ataques de artillería, emboscadas y hostigamientos a lo largo del Muro. Para Rabat, son acciones menores sin impacto en su control; para el Polisario, son la prueba de que la ocupación no es aceptada.
Ese mismo año, la decisión de Donald Trump de reconocer la soberanía marroquí sobre el Sáhara a cambio de la normalización con Israel marcó un punto de inflexión. Por primera vez, una gran potencia rompía el consenso internacional y se alineaba abiertamente con Marruecos. El efecto dominó fue inmediato: Rabat intensificó su ofensiva diplomática, buscando más reconocimientos y afianzando la idea de que el referéndum era una reliquia imposible.
La ofensiva diplomática de Marruecos
En los despachos de Rabat, la guerra no se libra solo con soldados y drones, sino con mapas, invitaciones a cumbres y acuerdos estratégicos. Desde 2020, Marruecos ha desplegado una ofensiva diplomática calculada al milímetro, cuyo objetivo es sepultar la idea del referéndum y reemplazarla por un plan de autonomía bajo soberanía marroquí, presentado como la única solución “realista” y “pragmática”.
El vínculo con Israel, inicialmente visto como arriesgado, se transformó en una alianza estratégica. En 2023, Tel Aviv reconoció oficialmente la soberanía marroquí sobre el Sáhara, sellando un acuerdo que trasciende lo diplomático. Marruecos compró drones israelíes, reforzó su ciberseguridad y realizó ejercicios conjuntos cerca del territorio en disputa. Para Rabat, la cooperación con Israel no solo refuerza la capacidad militar: es una señal política hacia Occidente y una advertencia hacia Argelia, principal aliado del Polisario.
En Europa, Francia ha sido el aliado más constante. París respalda abiertamente el plan de autonomía y ha multiplicado gestos simbólicos, como visitas ministeriales a El Aaiún y Dajla. El Reino Unido, tras el Brexit, se alineó verbalmente con Estados Unidos, calificando el plan como “creíble y pragmático”.
No toda Europa es terreno ganado. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha invalidado acuerdos de pesca y agricultura que incluyan recursos saharauis sin el consentimiento del pueblo, colocando a Bruselas en una posición incómoda: instituciones jurídicas en conflicto con las decisiones políticas de sus capitales más influyentes, como París y Madrid.
España, antigua potencia colonial, ejemplifica esta contradicción. En marzo de 2022, el gobierno de Pedro Sánchez respaldó públicamente el plan marroquí, rompiendo décadas de apoyo a la autodeterminación saharaui. La decisión buscaba cerrar crisis migratorias y comerciales con Rabat, pero generó tensiones internas, protestas y críticas desde Argelia, que respondió suspendiendo el tratado de amistad con Madrid.
El sur global y la batalla por la legitimidad africana
En África, Marruecos ha trabajado para desactivar el reconocimiento de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), proclamada por el Polisario en 1976 y miembro pleno de la Unión Africana (UA). Rabat, que reingresó a la UA en 2017 tras décadas de ausencia, ha utilizado su músculo económico y sus inversiones en infraestructura para persuadir a varios países de retirar o congelar su reconocimiento a la RASD.
La estrategia no siempre aparece en los titulares, pero tiene un impacto real: el Polisario ha perdido respaldo explícito en varios estados africanos y caribeños, debilitando su capacidad de acción diplomática. El objetivo de Marruecos es claro: que la comunidad internacional trate al Sáhara Occidental no como un territorio pendiente de descolonización, sino como una provincia estable que ofrece inversión y oportunidades. Conferencias en Dajla con inversores extranjeros, foros internacionales bajo bandera marroquí y visitas guiadas para periodistas forman parte de esta campaña para “normalizar” la ocupación.
En este tablero, Rabat juega a largo plazo. No necesita un reconocimiento masivo inmediato; le basta con acumular declaraciones favorables, abrir consulados en El Aaiún y Dajla, y mostrar que las potencias clave ya han elegido bando. Cada nuevo apoyo, por pequeño que sea, se presenta como un paso más hacia la “irreversibilidad” de su control.
Seguridad y militarización: el muro, los drones y la guerra
El desierto del Sáhara Occidental no es solo arena y viento: es también una cicatriz de más de 2.700 kilómetros que corta el mapa en dos. Los militares marroquíes lo llaman “berma”, los saharauis, “el muro”. Desde el aire parece una línea de arena reforzada, pero en el terreno es mucho más: búnkeres, zanjas, campos minados y puestos fortificados, custodiados por decenas de miles de soldados. Es la estructura militar más larga del mundo después de la Gran Muralla China y su función no es histórica sino inmediata: contener al Polisario y asegurar las zonas económicamente más valiosas.
Construido en los años 80 con asesoría israelí y financiación saudí, el muro se ha convertido en una frontera armada con tecnología de vigilancia avanzada: radares de largo alcance, sensores sísmicos, cámaras térmicas y drones. Marruecos ha integrado también drones de reconocimiento y ataque adquiridos a Turquía (Bayraktar TB2) e Israel (Harop y Hermes 900), manteniendo presión constante sobre posiciones saharauis, incluso más allá de la línea fortificada.
Marruecos no actúa solo. Su alianza con Estados Unidos y Francia garantiza acceso a entrenamiento, armamento y apoyo logístico. El ejercicio African Lion, organizado por AFRICOM, simboliza esta cooperación: miles de soldados participan cada año, y en ediciones recientes se han incluido maniobras en zonas cercanas —y a veces dentro— del Sáhara Occidental, lo que implica un reconocimiento tácito del control marroquí.
Israel, tras la normalización de relaciones en 2020, amplió la cooperación en inteligencia, ciberdefensa y sistemas de control de fronteras. Este triángulo Marruecos–EE. UU.–Israel refuerza la disuasión de Rabat y complica cualquier escalada del Polisario, que carece de respaldo militar equivalente.
Del lado saharaui, el Frente Polisario mantiene fuerzas en los campamentos de Tinduf y en zonas liberadas al este del muro. Sus capacidades son modestas: artillería ligera, morteros, algunos sistemas antiaéreos portátiles y movilidad en vehículos todoterreno. Su ventaja es el conocimiento del terreno y la red de simpatizantes, pero frente a la superioridad tecnológica de Rabat, su margen de acción se limita a ataques de oportunidad y guerra psicológica.
La militarización no es solo defensiva: es también un factor económico. Mantener el muro y sus guarniciones implica gastos constantes en logística, personal y tecnología, que a su vez generan contratos y proveedores. Para Marruecos, esto produce un doble retorno: seguridad territorial y proyección de fuerza regional.
El costo humano y político es alto. Minas antipersona siguen cobrando víctimas civiles; incursiones y bombardeos con drones han sido denunciados por ONG como violaciones del derecho internacional; y la presencia militar masiva refuerza la imagen del Sáhara como zona de ocupación armada.
En el tablero regional, esta militarización es una carta estratégica. El mensaje es claro: cualquier intento de cambiar el statu quo por la fuerza enfrentará un aparato militar moderno, bien financiado y respaldado por aliados poderosos. En un entorno donde Argelia también se rearma y el Sahel vive inestabilidad, este equilibrio de amenazas contribuye a mantener el conflicto congelado.

Marruecos y Argelia: rivalidad, Sahel y el tablero regional
El conflicto del Sáhara Occidental no ocurre en un vacío. Al este, Argelia observa cada movimiento de Marruecos como un eco de sus propios intereses estratégicos. La historia entre ambos países está marcada por la desconfianza y la competencia por liderazgo regional en el Magreb y el Sahel. Para Argel, la soberanía saharaui no es solo un principio legal: es un instrumento de equilibrio frente a la expansión marroquí.
Argelia acoge a los campamentos de refugiados de Tinduf, donde el Frente Polisario mantiene su gobierno en el exilio, y proporciona apoyo logístico y militar. Ese respaldo convierte a Argelia en actor central: sin su aval, la resistencia saharaui perdería sustento material y cobertura internacional. Además, Argelia ve el Sáhara Occidental como un contrapunto a la proyección atlántica de Marruecos, que ha reforzado su presencia en Mauritania, Senegal y Guinea-Bissau a través de inversión y cooperación militar.
La rivalidad se expresa en varios frentes:
1. Frontera y militarización:
La frontera terrestre entre Marruecos y Argelia está cerrada desde 1994, un reflejo de tensiones históricas. Rabat mantiene tropas y sistemas de vigilancia en el norte y oeste del país, mientras Argelia incrementa sus capacidades militares en la frontera sur y refuerza su presencia en la zona del Magreb central. Ambos países despliegan maniobras militares periódicas que, aunque no llegan a un conflicto abierto, funcionan como recordatorio de su capacidad de escalada.
2. Proyección en el Sahel:
Marruecos y Argelia extienden su influencia a través de alianzas estratégicas con países vecinos. Marruecos busca abrir corredores comerciales y asegurar rutas energéticas, mientras Argelia asegura vínculos militares con Mali, Níger y Mauritania, incluyendo cooperación en seguridad contra grupos armados. Esta competencia impacta directamente en la estabilidad del Sahel, donde la presencia de potencias extranjeras como Francia, Estados Unidos y Rusia se intersecta con la pugna regional.
3. Energía y geoeconomía:
El gas y los minerales son piezas clave. El gasoducto Magreb–Europa, cerrado en 2021 tras tensiones diplomáticas, evidencia cómo los recursos energéticos se entrelazan con la rivalidad geopolítica. Marruecos, con su acceso atlántico, proyecta infraestructura para energías renovables y puertos estratégicos, mientras Argelia mantiene la hegemonía sobre el gas hacia Europa y proyecta influencia sobre el Sahel a través de acuerdos energéticos y militares.
4. Diplomacia y legitimidad:
En la arena internacional, la competencia se libra con declaraciones, reconocimientos y bloqueos diplomáticos. Argelia critica el plan marroquí de autonomía y denuncia la ocupación, mientras Marruecos presiona para que países aliados y organismos internacionales normalicen su control. La Unión Africana, históricamente favorable al Polisario, enfrenta ahora la presión de Marruecos y de países que buscan inversiones y estabilidad económica, un reflejo de cómo la rivalidad regional se traslada al plano internacional.
En este tablero, cada movimiento se mide no solo por su efecto inmediato, sino por la señal que envía a aliados y adversarios. Para Marruecos, consolidar la soberanía sobre el Sáhara Occidental significa proyectarse como potencia regional atlántica, con aliados poderosos y capacidad de inversión en África Occidental. Para Argelia, mantener el apoyo al Polisario es reafirmar su papel de guardián del Magreb central y del Sahel occidental, y evitar que Marruecos controle corredores estratégicos hacia el Atlántico y el norte de África.
El resultado es un equilibrio tenso: el Sáhara Occidental se convierte en un tablero de poder regional donde la ocupación, la resistencia y la diplomacia conviven con la proyección militar y económica. Ninguna de las partes puede moverse con libertad sin afectar a la otra, y esa mutua disuasión es lo que ha mantenido el conflicto congelado desde 2020, incluso mientras Marruecos expande su control territorial y su narrativa internacional.
Brahim Ghali, secretario general del Frente Polisario, sostiene que la ocupación marroquí no ha hecho más que profundizar la injusticia histórica: “No hay desarrollo, ni inversión legítima, ni energía renovable que compense el sufrimiento del pueblo saharaui. Cada fosfato extraído, cada puerto inaugurado sin nuestro consentimiento, es una violación de nuestros derechos fundamentales”. Ghali enfatiza que la reanudación de hostilidades en 2020 no fue una decisión improvisada, sino una respuesta calculada a la erosión del alto el fuego por parte de Marruecos y sus aliados internacionales.
Para los líderes saharauis, la presencia de Argelia sigue siendo estratégica: “Sin Tinduf y el apoyo argelino, nuestra resistencia no tendría logística ni cobertura internacional. Pero nuestra lucha no es contra Argelia, sino por nuestra autodeterminación frente a la ocupación marroquí”, aclara una fuente del gabinete de prensa del Polisario.
Desde Rabat, la narrativa es otra. El Ministro de Exteriores marroquí ha declarado en varias ocasiones que “la autonomía ofrecida al Sáhara Occidental es seria, realista y asegura paz y desarrollo para la región”. En este discurso, cada puerto, carretera o parque eólico es un argumento tangible: inversión, empleo y modernización, presentados como prueba de que la soberanía marroquí genera beneficios concretos.
Los analistas marroquíes destacan que la colaboración con Israel, Estados Unidos y Europa en materia militar y tecnológica fortalece la capacidad de Marruecos de garantizar seguridad y estabilidad, algo que consideran clave para la región del Magreb y el Sahel. “No buscamos el conflicto, buscamos normalizar la situación y evitar que la zona se convierta en un foco de inestabilidad”, sostienen funcionarios marroquíes.
Marco legal y disputa internacional
El Sáhara Occidental es oficialmente la última colonia de África reconocida por la ONU, y su estatus legal sigue siendo fuente de disputa entre Marruecos, el Frente Polisario y la comunidad internacional. La estrategia de Rabat se enfrenta a un entramado jurídico complejo que involucra resoluciones de la ONU, fallos judiciales internacionales y tratados bilaterales.
Desde 1965, el Sáhara Occidental figura en la lista de territorios pendientes de descolonización de la ONU. El Consejo de Seguridad ha aprobado decenas de resoluciones instando a Marruecos y al Polisario a negociar un referéndum de autodeterminación. Sin embargo, la falta de consenso sobre quién tiene derecho a votar y las disputas sobre el censo han mantenido el proceso estancado.
En 2020, tras la reanudación de hostilidades, la ONU reafirmó la necesidad de una solución justa, duradera y mutuamente aceptable, sin reconocer la soberanía marroquí. La Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental (MINURSO) sigue operando, aunque con un mandato limitado: supervisión del alto el fuego, monitoreo de derechos humanos en algunas áreas y mediación diplomática.
El TJUE ha sido uno de los actores clave en la definición del marco legal internacional sobre el comercio de recursos saharauis. En fallos de 2016, 2020 y 2024, el tribunal determinó que los acuerdos de pesca y agricultura entre la UE y Marruecos no se aplican automáticamente al Sáhara Occidental, a menos que cuenten con el consentimiento expreso del pueblo saharaui.
Este principio impacta directamente en empresas e inversores: cualquier contrato o compra de fosfatos, pescado o productos energéticos que ignore esta condición puede ser cuestionado legalmente, generando riesgos de litigio y sanciones reputacionales.
1. Corte Internacional de Justicia (CIJ): aunque en 1975 emitió un dictamen sobre la ausencia de vínculos de soberanía plena entre Marruecos y el Sáhara Occidental, su pronunciamiento sigue siendo un referente para los argumentos saharauis de autodeterminación.
2. Comité de Descolonización de la ONU: publica informes anuales donde reitera la ilegalidad de la anexión y llama a reactivar el proceso de referéndum.
3. Organización de la Unidad Africana / Unión Africana (UA): reconoce plenamente la RASD y mantiene al Polisario como miembro con derecho a voz y voto. Marruecos, tras su regreso en 2017, ha buscado disminuir el impacto de esta decisión mediante diplomacia económica y presión sobre estados aliados.
Efectos legales sobre empresas e inversión
El marco jurídico internacional no solo define la soberanía y el estatus político, sino que influye directamente en la economía. Empresas extranjeras que operan en fosfatos, pesca o energía enfrentan tres riesgos principales:
- Legal: contratos pueden ser cuestionados, importaciones bloqueadas y litigios iniciados en tribunales europeos o internacionales.
- Reputacional: el público y los fondos de inversión con criterios ESG (Environmental, Social, Governance) exigen transparencia sobre la procedencia de recursos.
- Financiero: retrasos en proyectos, pérdida de seguros o cancelación de financiamientos por incumplimiento de estándares internacionales.
El marco legal internacional también amplifica la presión diplomática. Estados como España, Francia, Estados Unidos y Reino Unido han adoptado posiciones diferentes frente al plan de autonomía marroquí, generando tensiones multilaterales. Cada reconocimiento o respaldo público se convierte en un instrumento de negociación política, mientras el Polisario y Argelia buscan contrarrestar la narrativa de Marruecos a través de foros internacionales y campañas legales.
Escenarios futuros y desafíos
Con el entramado diplomático, militar, económico y legal desplegado hasta ahora, la pregunta clave es: ¿hacia dónde se dirige el conflicto del Sáhara Occidental? Los escenarios posibles no son lineales; dependen de decisiones de Marruecos, del Polisario, de Argelia y de actores internacionales, así como de factores económicos y legales que afectan inversión y desarrollo.
- Escenario de consolidación marroquí
En este escenario, Marruecos sigue expandiendo su control territorial y su narrativa internacional:
- La infraestructura en El Aaiún, Dajla y Bou Craa continúa desarrollándose: puertos, parques eólicos y proyectos mineros avanzan según cronogramas.
- Los acuerdos diplomáticoscon Estados Unidos, Israel, Francia y algunos países africanos se fortalecen, normalizando la presencia marroquí en el territorio.
- Las empresas extranjeras adoptan protocolos de debida diligencia para operar en la zona, asegurando inversión y evitando litigios mayores.
- El Polisario, con recursos limitados, mantiene acciones de hostigamiento esporádico, pero sin capacidad de revertir la situación.
Este escenario es el más favorable para Rabat, ya que combina hechos consumados con respaldo internacional parcial, mientras mantiene la apariencia de legalidad ante tribunales y organismos internacionales.
- Escenario de estancamiento prolongado
Aquí, el conflicto se mantiene congelado, pero con presión constante sobre actores externos:
- Las resoluciones de la ONU, los fallos del TJUE y la vigilancia de ONG siguen generando riesgos legales y reputacionales para las empresas.
- La militarización del muro y los ataques puntuales del Polisario crean un equilibrio de disuasión, evitando una escalada abierta, pero manteniendo tensión constante.
- Marruecos continúa proyectando inversión y diplomacia, pero enfrenta obstáculos: boicots selectivos, retrasos en proyectos y críticas de organismos internacionales.
Este escenario representa un conflicto latente, donde la ocupación se mantiene, pero cada actor mide cuidadosamente sus movimientos por el riesgo legal, económico y político.
- Escenario de escalada militar
Aunque menos probable, una escalada directa no puede descartarse:
- Un aumento significativo de ataques del Polisario podría desencadenar respuesta militar marroquí con mayor uso de drones y artillería.
- La participación indirecta de aliados como Argelia, Israel o Estados Unidos podría transformar incidentes puntuales en enfrentamientos de mayor alcance.
- Los costos humanos y económicos serían altos, afectando inversiones y aumentando la presión internacional para una mediación urgente.
Este escenario subraya que, aunque Marruecos posee superioridad tecnológica y logística, la guerra de baja intensidad puede convertirse en conflicto más amplio si se rompen los equilibrios de disuasión.
- Escenario de negociación renovada
Un cuarto escenario contempla una mesa de diálogo renovada:
- Impulsada por presión internacional, cambios de gobierno o crisis económica, podría reabrirse la negociación de autonomía o incluso considerar algún tipo de referéndum limitado.
- Este escenario requeriría concesiones mutuas: Marruecos tendría que reconocer derechos más amplios para los saharauis, y el Polisario aceptar algún grado de autonomía dentro del marco marroquí.
- La diplomacia africana y los organismos internacionales serían clave para garantizar que cualquier acuerdo cumpla criterios legales y de derechos humanos.
Aunque improbable en el corto plazo, es el único escenario que puede resolver el conflicto de manera sostenible, evitando estancamiento prolongado o escaladas militares.
La estrategia marroquí combina tres pilares
El Sáhara Occidental sigue siendo un conflicto de contrastes: hechos consumados frente a normas internacionales, desarrollo económico frente a derechos humanos, proyección regional frente a soberanía del pueblo saharaui. A lo largo de esta nota, se ha mostrado que Marruecos ha logrado consolidar infraestructura, militarización y diplomacia para proyectar control sobre el territorio, mientras el Frente Polisario y Argelia mantienen la legitimidad legal y política que respalda la autodeterminación.
Por un lado la parte económica basada en los depósitos de fosfatos, pesca, energía renovable y puertos estratégicos. Un segundo pilar desde el eje militar donde el muro, los drones, la artillería y las alianzas internacionales disuaden cualquier intento de resistencia a gran escala. Y por otro lado vamos a señalar el pilar diplomático y legal en la que las alianzas estratégicas y la narrativa internacional buscan normalizar la ocupación frente a organismos y tribunales.
Frente a ello, el Polisario y Argelia ejercen una presión legal y política constante, recordando que la ocupación es ilegítima según el derecho internacional y que cualquier explotación de recursos requiere consentimiento del pueblo saharaui. Los fallos del TJUE, los informes de la ONU y la vigilancia de ONG funcionan como mecanismos de freno frente a la expansión marroquí.
Los escenarios futuros son variados: desde la consolidación de Marruecos y estancamiento prolongado hasta la escalada militar o negociaciones renovadas. Cada uno de ellos refleja cómo la combinación de fuerza, diplomacia y derecho configura un conflicto que permanece latente, donde la resolución definitiva sigue dependiendo de decisiones políticas y legales de actores locales e internacionales.
La lectura decolonial ofrece una clave final: los recursos, la inversión y la militarización no deben eclipsar la voz y los derechos del pueblo saharaui. Cada puerto inaugurado, cada parque eólico levantado o cada barco cargado de fosfato es un recordatorio de que, detrás de los balances y estadísticas, hay una población cuyo futuro está en disputa.
Para el lector y el analista, la lección es clara: entender el Sáhara Occidental no es solo seguir cifras o movimientos militares, sino observar cómo se entrelazan historia, derecho, economía, diplomacia y resistencia, reconociendo que los relatos dominantes —de Marruecos o de actores externos— no son neutros, y que la perspectiva saharaui sigue siendo central para cualquier análisis profundo.
En suma, el Sáhara Occidental es un laboratorio geopolítico del siglo XXI, donde se prueban estrategias de ocupación, inversión y militarización frente a normas legales, resistencia local y presión internacional. Su futuro dependerá de la interacción de estos factores y de la capacidad de la comunidad internacional para equilibrar hechos consumados y derechos fundamentales, reconociendo que la verdadera estabilidad solo será posible si se respeta la autodeterminación del pueblo saharaui.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

