La década de los ochenta llegaba a su fin. La guerra que enfrentaba al Ejército Popular de Liberación Saharaui (ELPS) con el Ejército de Hasan II, se hallaba en su punto más álgido. En la quietud y soledad del desierto, se libraban duros combates que levantaban enormes nubes de polvo, en las que el ocre de la arena se fundía con el rojo púrpura de la sangre de los hombres.
El rugido infernal de los cazas F5 de combate, que solo se percibe una vez hayan pasado, abría el cielo en canal, imperando por completo sobre el bramido de la artillería y demás ruidos y sonidos del campo de batalla, en una sinfonía aterradora que se ha vuelto habitual en esta parte del desierto, y que solo pueden soportar aquellos que estén dispuestos a morir en el frente.
Muy pronto, uno de los cazas será derribado y su piloto será hecho prisionero, si tiene la fortuna de no quedar carbonizado antes.
El corresponsal en Rabat del diario español EL PAÍS, Fernando Orgambides, en su crónica del día 27 de abril de 1987, contabilizaba en once los cazas F5 derribados por la artillería antiaérea saharaui. Las noticias que llegaban del frente a Palacio, eran cada vez más trágicas y preocupantes.
La guerra, que en un principio se preveía corta, estaba durando demasiado. Llevaba ya 15 años. Había comenzado a finales de 1975, enfrentando a los ejércitos marroquí y mauritano, con los combatientes del Frente Polisario.
En 1979, Mauritania capituló, reconoció a la RASD y su ejército se retiró, dejando solo en la contienda al ejército marroquí.
Hasan II se había equivocado del todo al subestimar a los saharauis, pensando que podía reducirlos y someterlos en una semana. Ahora lo estaba pagando caro. Contra todo pronóstico, los combatientes saharauis, cómodos en su hábitat natural —insufrible para cualquiera ajeno a él— se enfrentaban a los soldados marroquíes (en su mayoría campesinos reclutados de forma forzosa en el Marruecos profundo) con una ferocidad inimaginable, de la que solo es capaz quién no tiene nada que perder y ha quemado por entero todas las naves.
El ELPS, a pesar de su inferioridad numérica, había logrado abarcar, no solo la práctica totalidad del territorio del Sahara Occidental, sino que había extendido el frente a todo el sur del reino de Marruecos. El ejército marroquí era atacado en su propia casa. Las localidades del sur marroquí: Zak, Lepuirat, Tantan, Asa, Agha y Tata, sucumbían a los ataques del ELPS una y otra vez, y las guarniciones en ellas acantonadas eran reducidas en cuestión de horas.
A lo largo y ancho del frente, las columnas de las FAR eran objeto de mortíferas emboscadas, viéndose obligadas a abandonar a sus muertos y heridos en medio del desierto, para, a continuación, ser sometidas a una persecución implacable hasta sus mismas bases centrales.
Cuanto más se recrudecía la guerra, mayor era el equipamiento militar que el ELPS arrebataba al enemigo. Material bélico de diversa procedencia (USA, España, Francia…), con el que, sin quererlo y de forma indirecta, estos países han pasado a surtir al ELPS.
Los convoyes de suministros eran atacados en sus rutas y no llegaban a la tropa; y cuando lograban hacerlo, eran insuficientes. Los soldados marroquíes, desnutridos y famélicos, con el uniforme hecho jirones y la moral por los suelos, rezaban para que esta horrible pesadilla, en la que se vieron envueltos por capricho de su rey, se acabara cuanto antes.
Las bajas en las filas de las FAR eran, cada día, más numerosas, los prisioneros de guerra en poder del Frente Polisario se contaban por miles, y las pérdidas materiales eran ya inasumibles. En Palacio, todo eran malas noticias. Hasan II estaba desesperado, al borde de un ataque de nervios. La aventura militar que había iniciado pletóricamente, había derivado en un desastre total. La situación era insostenible y se le estaba yendo de las manos.
Había que encontrar una solución. Una solución política. Eso es, una solución diplomática. Ese era el terreno en el que se sentía invencible, el terreno de la intriga, la conspiración, el engaño, la traición, y el cinismo descarnado. Meses antes del inicio de la guerra, se había medido con la cúpula diplomática del Gobierno de Madrid, demostrando que era un hábil negociador: frío, calculador, desalmado y carente de escrúpulos.
Hay que conseguir, de inmediato, un alto el fuego, a cualquier precio, siempre que no implique un reconocimiento explícito de la derrota, línea roja, ésta, cuyo ego no le permite traspasar.
Así fue como Hasan II orientó su radar hacia la ONU y planteó la propuesta de un alto el fuego, condicionado a un referéndum de autodeterminación, en el que los saharauis podrían optar libremente por la Independencia o por aceptar la ocupación de su tierra y el genocidio cometido para con ellos. Cuando Hasan II planteó esta propuesta descabellada, ni en sus mejores sueños podía imaginar que los saharauis iban a aceptarla de entrada, así, sin más. Era inconcebible. Cuando planteó su propuesta, como negociador despiadado que era, había apuntado a la baza más alta, a una baza imposible de aceptar. Es así como comienza una negociación.
Si se examina con atención, o simplemente con un mínimo de sentido común, se evidencia que la baza a la que apuntó Hasan II es un absurdo. En qué cabeza cabe que un pueblo acepte que se le someta a un referéndum en el que se le inste a optar por ser un pueblo libre o aceptar la invasión y el genocidio cometidos contra él. Cómo se puede tener la osadía de proponer un referéndum en un territorio al que no te une ningún lazo, tal como sentenció el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya el 16 de octubre de 1975. Un territorio que has invadido a plena luz del día, con una atrocidad solo vista en la Alemania nazi. Un territorio cuyos habitantes defienden con uñas y dientes, marcando sus fronteras con la sangre de sus hijos. Un territorio, que en sí, es una República de pleno derecho en una Organización Continental y cuya bandera ondea en más de 80 países.
Solo Hasan II, el déspota sanguinario y consentido de Occidente, era capaz de semejante osadía.
Planteada la propuesta de Hasan II, la ONU se encargó del resto. Maquilló la propuesta, estableciendo un calendario concreto y asumió la garantía de su ejecución. Los saharauis, audaces guerreros del desierto, por cuyas venas corren las nobles virtudes de éste, ajenos a las intrigas y maniobras de la jungla diplomática; pensaron, ingenuamente, que Hasan II solo buscaba una excusa para salir de la guerra con su ego indemne y, aunque no se lo merecía, le iban a dar la oportunidad de hacerlo; no por confiar en él, a él ya lo conocían, sino porque dieron crédito a las garantías que la ONU plasmó en sendos documentos.
Cuando Hasan II supo que los saharauis habían aceptado su propuesta, no podía creerlo, no cabía en sí de gozo. Cuando estaba a punto de perder esta larga y costosa guerra, al borde de la capitulación, justo en este momento, había logrado introducir en el tablero un concepto completamente foráneo a la ecuación. Referéndum, el arsénico letal que, muy lentamente, pero de forma eficaz, acabará con los irreductibles guerreros del desierto.
El acuerdo del alto el fuego se decretó el 29 de abril de 1991, condicionado a un referéndum que debía celebrarse en febrero de 1992, con plenas garantías de la ONU.
Hasan II ya podía dormir tranquilo. Sabía que el referéndum es un absurdo, un sinsentido y, como tal, nunca se iba a efectuar. Pongamos un símil muy simple: Un extraño entra en tu casa de madrugada, lo destroza todo y asesina a todos los miembros de tu familia, delante de tí. Tiene sentido que ése mismo extraño te pregunte si estás de acuerdo en que se apropie de tu casa y que tú te conviertas en el extraño dentro de tu propia casa. Es irracional. Y lo irracional no se puede ni se debe llevar a cabo.
Y lo peor de todo y lo más lamentable es que, a partir de ese momento, ya no se hablará de la invasión salvaje y brutal del Sahara Occidental, al igual que ya no se hablará de su liberación, a pesar de que para ello y por ello, hemos enterrado ayer a nuestros mejores hijos. Ya solo se hablará de un absurdo, de un abismo que nos desviará de nuestro norte.
Los saharauis habíamos cometido un fatal error estratégico al aceptar la inclusión del concepto foráneo de referéndum. Inconscientemente habíamos tomado una primera dosis de arsénico (que es un veneno que, acumulado en el cuerpo durante un largo período, conlleva, sigilosamente, a una muerte segura).
Aunque no es una excusa válida, podemos escudarnos en que ese primer error lo cometimos al obrar noblemente de buena fe, y creer ciegamente en que la ONU cumpliría sus compromisos, ya que, desde nuestra óptica beduina, adquirir un compromiso es algo sagrado que se debe cumplir cabalmente, so pena de empeñar la vida en ello. Es una cuestión de honor y de fe. Desgraciadamente, el mundo no funciona así. Al final, irónicamente, hemos incumplido el compromiso adquirido con nuestros hijos que dieron su vida en el campo de batalla por nuestro amado Sahara.
Si en nuestro primer y fatal error estratégico (inclusión del término referéndum en la ecuación) podemos escudarnos en la excusa endeble que acabo de mencionar; nuestro segundo error estratégico es absolutamente imperdonable.
Transcurrido el plazo comprometido para el referéndum y no llevarse a cabo éste, y al descubrir que hemos sido vilmente engañados por la ONU, ya que ésta nos confirmó que efectuar el referéndum en el plazo comprometido es una cuestión vinculante al acuerdo del alto el fuego; ¿por qué no volvimos al campo de batalla? Estábamos en nuestro pleno derecho de hacerlo. La ONU incumplió sus compromisos y no nos dejaba otra alternativa.
Si hubiéramos vuelto al campo de batalla, habríamos enmendado nuestro primer error.
Pero no lo hicimos. En vez de ello, cometimos un error todavía más grave. Nos condenamos a nosotros mismos. Habíamos descubierto que nos habían servido arsénico en el primer encuentro y, en vez de rebelarnos, romper los papeles que habíamos firmado y reiniciar la lucha, nos resignamos de forma decepcionante y seguimos tomando arsénico, sabiendo que tarde o temprano nos mataría.
Veintinueve años tomando arsénico. Es un milagro que aún estemos vivos. Veintinueve años hablando solo del referéndum, del absurdo. Por eso, en nuestro caso, el término referéndum es sinónimo de arsénico. Te desvía de tu objetivo principal, de tu razón de ser, te nubla la conciencia y te sumerge en la inopia.
Veintinueve años, con los brazos cruzados, observando cómo se masacraba y se vejaba diariamente a nuestros hermanos en las zonas ocupadas. Veintinueve años contemplando, de forma pusilánime, cómo nuestra población sufría las penurias del exilio en el desierto más inhóspito y hostil del planeta.
Gracias a Dios, por fin, el 13 de noviembre de 2020, después de veintinueve años, nos hemos deshecho del arsénico, y hemos vuelto a empuñar las armas, honrando a nuestros hijos que dieron su vida por la liberación de Saguia ElHamra y Rio de Oro.
Nuestra meta y nuestro objetivo único, es la expulsión de la fuerza invasora de nuestra tierra, el respeto absoluto de nuestras fronteras. No consentiremos, nunca más, a nadie, que nos hable de otra cosa, cueste lo que cueste.
Y que le quede bien claro, a todo el mundo, que, para nosotros, la palabra referéndum es un insulto.
Artículo publicado en El Salto, editado por el equipo de PIA Global