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Por qué EE.UU. toma el control de la estabilización de Gaza en plena crisis israelí

Por Lourdes Hernández*– La crisis política, militar y moral dentro de Israel debilitó su capacidad de conducción y abrió espacio para que Estados Unidos se posicione como árbitro de la posguerra en Gaza.

Mientras el primer ministro Benjamin Netanyahu proclama que “la guerra no ha terminado”, el tablero de poder en Asia Occidental ya muestra otro mapa donde Estados Unidos avanza para ocupar el espacio político, diplomático y administrativo que Israel —por su crisis interna, su desgaste internacional— ya no puede sostener.

Israel atraviesa una crisis política, militar y moral que reconfigura quién manda en la región. Varios hechos explican la pérdida de legitimidad del Gobierno de Benjamin Netanyahu ante amplios sectores de la sociedad y de las familias afectadas por el 7-O; la erosión de la autoridad operativa de las Fuerzas de Defensa por choques abiertos entre la cúpula militar y ministros políticos; el desgaste jurídico y reputacional internacional del Estado israelí; y, sobre ello, la entrada de Trump para pilotear la estabilización de Gaza.

La reciente aprobación en el Consejo de Seguridad de una resolución impulsada por Trump para desplegar una fuerza internacional en la Franja de Gaza, la creación de centros de coordinación civil-militar bajo mando estadounidense y la ofensiva diplomática 3+1 en torno al Mediterráneo Oriental se trata de reordenar la gobernanza, la seguridad y las rutas estratégicas en una región donde Israel pierde iniciativa.

La crisis política se expresa en la demanda social y judicial por rendición de cuentas. Las familias de las víctimas del 7-O y grandes movilizaciones en Tel Aviv piden una comisión estatal de investigación independiente; el Gobierno intentó imponer una indagación propia y el Tribunal Superior ya reclamó explicaciones sobre por qué no se formó la comisión de Estado, lo que aviva la protesta y la percepción de impunidad. En paralelo, manifestantes tomaron las calles pidiendo responsabilidades políticas y cambios.

En el plano militar, la relación entre el jefe del Estado Mayor y el ministro de Defensa se volvió pública y conflictiva, con medidas disciplinarias, congelamientos de ascensos y choques sobre nombramientos que denuncian una politización de decisiones cruciales para la preparación y la cadena de mando. Al tiempo, hay señales de fatiga y de cuestionamiento entre reservistas y tropas, que reducen la capacidad del Estado para presentar una estrategia militar y política cohesiva. 

La Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra dirigentes israelíes, incluido Netanyahu, por los crímenes relacionados con el asedio en Gaza; eso convierte a los referentes del Ejecutivo en actores judicialmente expuestos en la arena internacional y reduce sus márgenes de maniobra diplomáticos.

Frente a ese vacío de legitimidad y capacidad, Estados Unidos se mueve para rellenar el espacio operativo y político. En la práctica eso se traduce en decisiones concretas como el aval del Consejo de Seguridad a un plan estadounidense para desplegar una fuerza internacional y crear una Junta de Paz que gestione la reconstrucción; la apertura de un Centro de Coordinación Civil-Militar (CMCC) por CENTCOM en Israel; la diplomacia regional 3+1 y de corredores energéticos que busca garantizar la conectividad estratégica del Mediterráneo Oriental.

La administración norteamericana tiene intereses materiales y estratégicos que van más allá del gesto humanitario, como evitar la expansión del conflicto, contener la influencia iraní, asegurar rutas energéticas y comerciales, y restablecer condiciones de inversión y transporte en una región que, de otra forma, sería fuente de inestabilidad sistémica para actores occidentales. 

Al asumir la coordinación—política, logística y financiera—EEUU protege sus intereses y reduce el riesgo de que un gobierno israelí debilitado provoque una escalada regional que afecte a aliados y mercados. La ISF y el CMCC reordena la gobernanza regional bajo criterios que, aunque disfrazados de “estabilización técnica”, responden en gran medida a prioridades geoestratégicas estadounidenses.

La decisión del Consejo de Seguridad autoriza una fuerza multinacional con el objetivo de controlar la seguridad, supervisión de corredores humanitarios, vigilancia fronteriza con Egipto e Israel y un proceso de desmilitarización para retirar armas de grupos no estatales. 

Paralelamente, CENTCOM y ARCENT han materializado un Centro de Coordinación Civil-Militar (CMCC) en Israel, diseñado para facilitar la logística, la asistencia y la supervisión del alto el fuego sin desplegar tropas estadounidenses dentro de Gaza, pero ubicando a Trump en el epicentro operativo de la estabilización.

La continuidad de la violencia y la incapacidad de Tel Aviv para ofrecer una salida política creíble representan un riesgo de contagio regional —un escenario en el que Irán y sus aliados ganarían espacio— y una amenaza para los intereses occidentales en energía, comercio y seguridad. En ese marco, la ISF, el CMCC y la diplomacia 3+1 (EE.UU., Chipre, Grecia e Israel) funcionan como herramientas para restablecer un orden funcional que priorice la reconstrucción, la desmilitarización y la integridad de las rutas energéticas y comerciales de Asia Occidental.

En lo operativo, la iniciativa sobre Gaza se negocia con actores árabes (Qatar, Egipto, Emiratos, Arabia Saudita) y con la Autoridad Palestina; ese realineamiento reduce la centralidad de Netanyahu en la toma de decisiones.

En lo simbólico, la presencia de un gran centro de coordinación estadounidense en Israel y la planificación del despliegue de las primeras tropas ISF para 2026 muestran un liderazgo logístico y político que ya no está en manos de Jerusalem.

Y en lo práctico, la insistencia de la Casa Blanca en que haya un proceso de “reforma” en la Autoridad Palestina y condiciones objetivas para un camino hacia la autodeterminación introduce una arquitectura posconflicto que Trump pretende encabezar, bajo su criterio y sus prioridades.

Desde Israel, el discurso oficial insiste en que la superioridad militar se preservará (de ahí las gestiones diplomáticas tras el anuncio de venta de F-35 a Arabia Saudita). Pero el gobierno de Netanyahu, en sus distintos niveles, muestra tensiones internas: la cúpula militar advierte sobre las implicaciones de cambios en el equilibrio aéreo, y al mismo tiempo, continúa el asedio, la dilatación de juicios y la conservación de una base ultraderechista que condiciona la acción gubernamental.

Mientras tanto, Israel persiste en ataques en Gaza y en el sur del Líbano pese a los altos el fuego formales. Golpes con drones y misiles en campos de refugiados —como el ataque en el mayor campo palestino del Líbano que dejó al menos 13 muertos—, incursiones en aldeas en el sur libanés, y bombardeos en Rafah, Khan Younis y la ciudad de Gaza provocan centenares de muertes y mantienen la emergencia humanitaria.

En Cisjordania, operaciones a gran escala en Jenin, Tulkarem y Nur Shams —denunciadas por Human Rights Watch como desplazamientos forzosos de decenas de miles de personas catalogadas como crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad por su carácter sistemático— demuestran que la política de control y exclusión no se limita al enclave costero. Esta continuidad de la ocupación y la violencia erosiona la narrativa israelí de “seguridad legítima” y alimenta la percepción internacional de prácticas de limpieza étnica, y constituyen violaciones graves de derechos.

La narrativa del “orden” propuesta por Estados Unidos corre el riesgo de despolitizar las demandas de justicia que sostienen el reclamo palestino: la estabilización técnica (policías, ayuda, reconstrucción) puede ofrecer normalidad aparente sin abordar las causas estructurales —ocupación, asentamientos, derecho al retorno, autodeterminación— que explican las resistencias. Además, el reacomodo estadounidense reproduce prácticas imperialistas con Estados y organismos occidentales que deciden marcos, prioridades y tiempos en espacios donde las poblaciones locales deberían tener la voz principal.

Respecto a la economía de la guerra y la dependencia militar, Estados Unidos continúa manteniendo a Israel como aliado militar central pero ese paraguas no exime a Tel Aviv de las consecuencias políticas de su gobierno actual. La pérdida de confianza entre aliados, la erosión en la diáspora judía y el creciente cuestionamiento internacional por violaciones de derechos humanos empujan a Trump a tomar las riendas para evitar que la incapacidad israelí derive en escenarios donde sus propios intereses queden comprometidos.

Estados Unidos está reemplazando a Israel en la conducción práctica del conflicto y su posguerra en Gaza porque el Estado hebreo no dispone del capital político ni institucional para ofrecer una salida estabilizadora y aceptable a los actores regionales.

Los levantamientos y rechazos de Hamás, que denuncia una tutela internacional que humilla la soberanía palestina, y la abstención de potencias como Rusia y China en el Consejo, advierten que el plan de Estados Unidos no resolverá de fondo la crisis de legitimidad en Gaza; en cambio, instala una tutela operativa que administra la miseria y asegura corredores humanitarios sin disputar las raíces coloniales del conflicto.

Simultáneamente, señales como la decisión de Ryanair de eliminar Tel Aviv de su mapa de destinos ponen de manifiesto que la economía y la movilidad internacional se están recalibrando: empresas y capitales empiezan a penalizar riesgos que hace años aceptaban. Y el Banco de Israel comenzó a recortar las tasas tras la moderación inflacionaria derivada del frágil alto el fuego, gesto técnico que no borra las tensiones estructurales de un país que sufre presiones salariales, y una base productiva golpeada por la guerra.

*Lourdes Hernández, miembro del equipo editorial de PIA Global.

Foto de portada: palestinos descansan entre montones de escombros y edificios dañados en Khan Younis. [Ramadan Abed/Reuters]

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