Nikki Haley no va a ganar ningún premio a la sutileza a la hora de plantear dudas sobre la candidatura a la reelección del presidente.
Al hablar de la edad de Joe Biden el mes pasado, Haley dijo: «Creo que todos podemos ser muy claros y decir con conocimiento de causa que si votan a Joe Biden están contando realmente con Kamala Harris como presidenta, porque la idea de que Biden llegue hasta los 86 años no es algo que me parezca probable».
Hakey no es la única republicana que se refiere a la vicepresidenta Kamala Harris. Tras calificar a Biden de «142 años», el senador Ted Cruz ridiculizó la idea de que Harris se enfrentara al presidente chino Xi Jinping o al ruso Vladimir Putin en caso de que llegara a la presidencia.
Es el espectro de la edad de Biden -los datos actuariales que se ciernen sobre su candidatura- lo que arroja la cuestión de «Harris» al centro de la escena. No hay duda de que la vicepresidenta se enfrentará a un serio escrutinio en 2024, y de forma justa o no, le ha costado ganarse a Washington y a gran parte del público. Sobre todo si el Partido Republicano ve a Harris como una figura más débil que Biden, los ataques contra ella como posible presidenta no harán sino aumentar.
Hay razones para dudar de que la campaña de Biden sea capaz de defenderse de semejante asalto, pero puede recurrir al menos a un hecho reconfortante: a lo largo de la historia de Estados Unidos, los intentos de convertir a un compañero de fórmula en el blanco de una elección presidencial han sido por lo general ineficaces.
Se puede encontrar un ejemplo -que muestra cómo ha cambiado drásticamente la cuestión de la edad- remontándose a 1956. El Presidente Dwight Eisenhower había sufrido un grave ataque al corazón en 1955, y durante meses no estuvo claro si se presentaría a un segundo mandato al año siguiente. Tras anunciar su candidatura a la reelección, el New York Times señaló: «Debido a su edad -cumplirá 66 años en octubre, durante la campaña-, el Sr. Eisenhower había señalado, incluso antes de su ataque al corazón, que ningún presidente había llegado a los 70 años estando todavía en la Casa Blanca». (Así es, la idea de un presidente de 66 años era un poco inquietante por aquel entonces).
Para los demócratas, eso significaba que el polarizante vicepresidente, Richard Nixon, era un objetivo más tentador que el abuelo general que ganó la Segunda Guerra Mundial. Por eso, el presidente del Comité Nacional Demócrata, Paul Butler, dijo que la campaña «centraría nuestros cañones» en Nixon porque «el pueblo estadounidense tiene un sentido de la deportividad y la decencia que no parece encajar con el historial del Sr. Nixon». (Cuatro años antes, las acusaciones de que tenía un «fondo para sobornos» de dinero de donantes habían amenazado el puesto de Nixon en la candidatura hasta que un discurso televisado a nivel nacional salvó su carrera e hizo de «Checkers» el perro político más famoso desde el Fala de FDR).
El enfoque anti-Nixon de los demócratas fue tan eficaz en 1956 que la candidatura de Eisenhower-Nixon sólo obtuvo 457 votos electorales y una victoria popular de 15 puntos.
No fue la última vez que una campaña trató de poner en entredicho la idoneidad de un candidato a la vicepresidencia. En 1968, cuando Spiro Agnew, compañero de fórmula de Nixon, empezó a meter la pata en repetidas ocasiones, la campaña de Hubert Humphrey emitió un anuncio televisivo en el que aparecían las palabras «¿Agnew para vicepresidente?» acompañadas de risas histéricas. «Sería gracioso si no fuera tan serio», concluía el anuncio. Nixon y Agnew ganaron, aunque por poco.
La entrada a trompicones de Dan Quayle en la escena nacional en 1988 y su actuación en el debate vicepresidencial – «Senador, usted no es Jack Kennedy», le espetó su oponente, Lloyd Bentsen- son recordadas vívidamente por la clase política. Pero la fórmula George Bush-Dan Quayle ganó por una pluralidad de 8 puntos en el voto popular y 426 votos electorales.
¿Significa esto que los compañeros de fórmula no influyen en el voto presidencial? Es una pregunta a la que han tratado de responder ejércitos de politólogos, con resultados contradictorios.
Un estudio de Stanford de 2010 concluyó que Sarah Palin, cuyo debut inicialmente impresionante como compañera de fórmula de John McCain se desplomó en una niebla de confusión e ignorancia histórica, costó a la candidatura más de dos millones de votos. El estudio citaba una columna de Newsweek en la que se señalaba que su actuación «hizo que demócratas indecisos, independientes y republicanos moderados corrieran hacia el senador Barack Obama». Sin embargo, dos años después, un estudio de la Universidad de California, Irvine, no encontró casi ningún impacto en el voto.
Incluso en los casos en los que la elección del vicepresidente resultó desastrosa -cuando el senador Tom Eagleton se vio obligado a abandonar la candidatura demócrata de 1972 después de que salieran a la luz informes sobre sus problemas mentales en el pasado-, es difícil medir su impacto cuando George McGovern acabó perdiendo 49 estados.
Aun así, los demócratas tienen motivos para preocuparse de que 2024 pueda ser diferente.
La respuesta está en un solo número: 8. Es el primer dígito de la edad de Biden, y uno que tiene un significado enorme. Puede que Biden sea sólo cuatro años mayor que Donald Trump, pero tanto como cualquier fallo verbal por parte de Biden, le define como un miembro inequívoco de los Realmente Viejos. Es una de las razones por las que esa nueva encuesta Washington Post-ABC encontró que: «Hoy, el 63 por ciento dice que no tiene la agudeza mental para servir eficazmente como presidente, frente al 43 por ciento en 2020 y el 54 por ciento hace un año. Un 62 por ciento similar dice que Biden no tiene la salud física suficiente para ser eficaz». Las cifras para Trump, que pronto cumplirá 77 años, son materialmente mejores.
Con los enemigos políticos de Biden -en el Partido Republicano y en Fox News- dispuestos a destacar cualquier signo de deterioro físico o mental, la atención sobre Harris como presidenta a la espera será intensa.
Los partidarios de Harris atribuyen sus bajos índices de aprobación a las áreas políticamente ingratas que se le han asignado, como la política fronteriza; a la misoginia y el racismo a los que se enfrenta como primera mujer negra en ser vicepresidenta; y a la insuficiente cobertura de la Casa Blanca. Sus críticos sostienen que simplemente no está preparada para el prime time.
Pero, a diferencia de otros candidatos, Harris no sólo tiene que enfrentarse a las dudas sobre ella, sino también a las dudas sobre su compañero principal. Es una carga más pesada que cualquiera de sus predecesores.
*Jeff Greenfield es analista político estadounidense.
Este artículo fue publicado por POLÍTICO.
FOTO DE PORTADA: Erik S. Lesser.