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Nigeria: soberanía, “cruzadas” importadas y la geopolítica que empuja desde afuera

Escrito Por Beto Cremonte

Por Beto Cremonte*-
La amenaza de intervención militar lanzada por Donald Trump contra Nigeria reaviva una vieja pregunta: ¿hasta dónde llega la soberanía africana cuando los discursos de derechos humanos o religión sirven de excusa para reimponer jerarquías globales?

Entre la fe y el poder: el nuevo discurso de intervención

Nigeria, el gigante africano de más de 220 millones de habitantes y corazón político y económico del África Occidental, volvió a quedar atrapada en una narrativa que no le pertenece o al menos eso intentaremos desandar. A principio de esta semana nos desayunamos con que Donald Trump, fiel a su estilo de bravuconería imperial, lanzó una amenaza de “acción militar” si el gobierno de Bola Ahmed Tinubu no ponía fin a lo que él calificó como “la persecución sistemática de cristianos”. A los pocos días, el gobierno chino respondió: “Nigeria es una nación soberana y ningún país debe usar la religión o los derechos humanos como excusa para interferir en sus asuntos internos.”

La escena, así presentada, podría ser una caricatura de la geopolítica del siglo XXI: un presidente estadounidense invocando a Cristo para justificar la fuerza, y una China pragmática erigiéndose en defensora de la soberanía africana. Pero detrás del ruido mediático hay algo más profundo: la batalla por el relato, el intento de definir, una vez más, qué vidas merecen protección y cuáles pueden sacrificarse en nombre del orden, la paz y en este caso en particular, la libertad de creencia religiosa. Podría ser una caricatura, pero lamentablemente no lo es.

Trump no inventa nada nuevo. Desde la colonización europea hasta la “guerra contra el terrorismo”, Occidente ha usado la moral religiosa como cobertura ideológica para sus proyectos de control. En el siglo XIX fueron las “misiones civilizadoras”; en el XXI, la defensa de los “cristianos perseguidos”. Pero la estructura es la misma: una lectura moral de los conflictos africanos que convierte los matices en dogmas y los pueblos en pretextos. Y a la guerra o el intervencionismo militar y político en la herramienta de dominación y sumisión.

En los últimos años, más de 60.000 personas murieron por violencia armada en Nigeria, pero las víctimas pertenecen tanto a comunidades cristianas como musulmanas. El centro-norte del país vive un conflicto histórico entre pastores nómadas fulani, en su mayoría musulmanes, y agricultores sedentarios cristianos. No es una guerra de fe, sino de supervivencia, una guerra por la tierra y su control. La desertificación, la pérdida de agua, el avance de la frontera agrícola y el colapso del Estado han convertido la tierra en un campo de batalla.

Tinubu, entre la presión externa y la fragilidad interna

Cuando Trump levantó el dedo acusatorio, Tinubu que apenas lleva dos años en el poder, quedó descolocado. Su elección, en 2023, fue una de las más cuestionadas de las últimas décadas: denuncias de fraude, abstención masiva y una juventud desencantada marcaron el inicio de su mandato. Exgobernador de Lagos y magnate financiero, Tinubu representa esa élite nigeriana que aprendió a hablar el lenguaje del capitalismo global ligado al eje norte-norte, donde como bien sabemos Washington mueve los hilos de marionetas como Bola Tinubu.

Su gobierno, alineado con el Fondo Monetario Internacional, eliminó subsidios a los combustibles y liberalizó el tipo de cambio del naira, que desde entonces perdió más del 40 % de su valor. El resultado fue inmediato: inflación del 30 %, protestas sindicales, aumento del precio del transporte y del alimento básico. La economía más grande de África sigue siendo un gigante con pies de barro: petróleo, deuda y desigualdad. Y ahora se le abre un nuevo conflicto interno que además lo pone frente a una disyuntiva política no menor.

Nigeria produce alrededor de 1,3 millones de barriles de petróleo diarios, pero la mitad de sus ingresos se pierde en importaciones de combustible refinado. Las refinerías nacionales llevan años paralizadas. Tinubu prometió cambiar eso con el megaproyecto de Dangote Oil Refinery, inaugurado en 2024, pero el sueño de la soberanía energética aún no se cumple.

En lo político, su margen de maniobra es estrecho. Boko Haram y el Estado Islámico de África Occidental (ISWAP) mantienen zonas bajo control en el noreste, mientras que Ansaru, una filial de Al Qaeda, resurge en el noroeste. En total, más de tres millones de nigerianos viven desplazados dentro de su propio país. Y pese a su tamaño —230.000 efectivos militares— el ejército enfrenta corrupción y déficit logístico. Tinubu no gobierna un país estable: gobierna un polvorín.


Nigeria y la sombra de la CEDEAO: el gendarme con pies de barro


Tal es la obediencia cipaya de Tinubu que aun sin poder controlar los problemas de seguridad internos, puso este ejército corrupto y deficitario, como dijimos, a disposición de la CEDEAO para intervenir en Níger a partir de la caída del gobierno “democrático”.
entonces es factible que podamos afirmar que la amenaza de Trump coincidió con este otro dilema que desnuda las contradicciones de la Nigeria de Tinubu, que tras el “golpe de Estado” en Níger, en julio de 2023, la CEDEAO —presidida entonces por Tinubu— amenazó con una intervención militar para restaurar al presidente depuesto Mohamed Bazoum. París y Washington vieron la oportunidad de castigar al bloque rebelde del Sahel —Malí, Burkina Faso y Níger— que acababa de romper con Francia.

Nigeria, históricamente el brazo armado de la CEDEAO, debía liderar esa ofensiva. Desde los años setenta, Abuja financia y sostiene al bloque regional. Fue el motor de las misiones militares en Liberia (1990) y Sierra Leona (1997). Pero el contexto actual es otro: la legitimidad de la CEDEAO está en caída libre. La falta de respuestas, más allá de las sanciones económicas y políticas (siempre impuestas a pedir de occidente) fue el detonante para la salida de la triada revolucionaria del Sahel.

Tinubu descubrió pronto que no podía ir a la guerra sin perder el apoyo de su propio pueblo. Sindicatos, partidos opositores y organizaciones juveniles salieron a la calle para rechazar la intervención. “África no necesita más guerras entre africanos”, se escuchaba en las marchas. Los gobiernos de Malí, Burkina Faso y Níger, que luego formarían la Alianza de Estados del Sahel (AES), advirtieron que considerarían cualquier ataque como una agresión a los tres países. Tinubu tuvo que retroceder. El gendarme africano había perdido autoridad.

El tablero global y la trampa de las narrativas

China aprovechó la tensión para reforzar su narrativa de cooperación “sin condiciones políticas”. En 2025, el comercio bilateral entre Pekín y Abuja superó los 26 mil millones de dólares, y las empresas chinas construyen carreteras, puertos y ferrocarriles en todo el país. Más allá de la infraestructura, el gesto político fue claro: Beijing defendió la soberanía nigeriana frente a la amenaza de Trump y reforzó su imagen como socio que respeta las reglas africanas.

Estados Unidos sigue viendo a África a través del prisma de seguridad y control. Desde Camp Lemonnier, en Yibuti, y con apoyo de AFRICOM, el Pentágono mantiene 1.500 efectivos en Nigeria y países vecinos bajo programas de entrenamiento. Europa, desgastada por su propia crisis migratoria, juega un papel ambivalente. Rusia observa con pragmatismo: sin presencia directa en Nigeria, pero con vínculos con la AES y el Sahel.

Trump representa el ala dura del viejo orden: el retorno del lenguaje colonial envuelto en religión. Su discurso sobre los “cristianos perseguidos” moviliza a su base evangélica y legitima una nueva forma de intervencionismo moral. Pero en África, donde el cristianismo y el islam conviven desde hace siglos, esa cruzada suena a eco de otro tiempo.

Nigeria como espejo continental: del liderazgo al repliegue

Nigeria fue durante décadas el símbolo de una África que intentaba afirmarse. Su tamaño, su petróleo y su diplomacia la convirtieron en voz influyente dentro de la Unión Africana. Pero hoy esa influencia se erosiona. Las revoluciones soberanistas del Sahel y el efecto contagio en otras sociedades africanas impulsadas por una juventud harta de los gerontes que los gobiernan, pusieron en evidencia la distancia entre los gobiernos aliados de Occidente y los pueblos que reclaman independencia real.

Tinubu, que en 2023 prometía “liderar una nueva era africana”, terminó atrapado entre dos paradigmas: el de la integración neoliberal de la CEDEAO y el del renacimiento soberanista de la AES. Nigeria quedó a mitad de camino: demasiado grande para someterse, demasiado frágil para emanciparse. Y también demasiado obediente.

El conflicto que hoy enfrenta a Nigeria con los discursos externos no es solo político: es civilizatorio. La disputa no es por quién manda, sino por quién narra. Trump habla de religión; China habla de respeto; África, en cambio, empieza a hablar de sí misma.

Nigeria está en el centro de ese proceso. Entre su juventud desbordante —más del 60 % de la población tiene menos de 25 años— y sus enormes desigualdades, el país encarna tanto las promesas como las heridas del continente. Su desafío no será elegir entre Washington o Pekín, sino reaprender a pensarse desde adentro, sin tutelas ni miedos.

En un tiempo donde las potencias tocan la puerta con las botas puestas, Nigeria tiene que decidir si abre por conveniencia o por convicción. Su destino —y en buena medida, el de África Occidental— dependerá de esa respuesta.

*Beto Cremonte,  docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

Acerca del autor

Beto Cremonte

Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la Unlp, Licenciado en Comunicación social, Unlp, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS Unlp

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