Comunidades cristianas enteras son arrasadas, miles de personas desplazadas y decenas de miles de víctimas mortales quedan casi invisibles ante los ojos del mundo, un contraste brutal con la atención mediática que reciben otros conflictos similares.
La madrugada del 12 de junio de 2025, en Yelewata, un pequeño poblado del estado de Benue, las campanas de la iglesia repicaron antes del amanecer. No era para convocar a misa: eran un aviso desesperado. Pastores armados habían irrumpido desde el norte, quemando viviendas, matando a quienes intentaban huir y arrasando campos secos por la sequía. Las primeras cifras hablaban de decenas de muertos; otras fuentes locales elevaron la cuenta a más de un centenar. En cuestión de horas, la comunidad quedó reducida a cenizas. Los sobrevivientes caminaron durante días hasta los campamentos de desplazados de Makurdi, donde miles de personas viven desde hace años bajo lonas donadas por agencias internacionales.
El ataque de Yelewata no fue un hecho aislado, sino la continuación de una cadena de masacres que desde hace años asola el centro y norte de Nigeria. La violencia rural, las disputas por la tierra y la indiferencia estatal convergen en un escenario que muchos ya describen como un **genocidio silencioso**, uno que el mundo prefiere no ver.
El país en llamas: radiografía de una guerra silenciosa
Nigeria, el país más poblado de África con más de 232 millones de habitantes, vive desde hace más de una década un ciclo de violencia estructural que ha desplazado a más de dos millones de personas y dejado decenas de miles de muertos. Según los informes humanitarios de la ONU para 2025, cerca de cinco millones de personas necesitan asistencia urgente por conflictos armados internos, inseguridad alimentaria y violencia rural. Los estados más afectados —Benue, Plateau, Kaduna, Taraba, Nasarawa y Zamfara— conforman el llamado “cinturón medio” (Middle Belt), una franja donde convergen las poblaciones musulmanas del norte y las comunidades cristianas del sur.
El contexto socioeconómico es crítico. Nigeria enfrenta una inflación anual superior al 22%, un desempleo juvenil que ronda el 35%, y una pobreza generalizada que afecta a más del 50% de la población. La deuda pública asciende a más de 100.000 millones de dólares, mientras la corrupción y la ineficiencia administrativa limitan la capacidad estatal para implementar políticas efectivas. Este escenario económico y social crea un caldo de cultivo para el descontento, la migración forzada y la violencia intercomunitaria.
El gobierno del presidente Bola Ahmed Tinubu, electo en 2023, se presenta como garante de la democracia más estable del continente, pero enfrenta serios desafíos de legitimidad: protestas sociales, acusaciones de fraude electoral y creciente desconfianza ciudadana. La incapacidad del Estado para garantizar seguridad básica, especialmente en el Middle Belt, ha erosionado su autoridad y permite que grupos armados y criminales operen con relativa impunidad.
Entre enero y junio de 2025, las agencias de la ONU registraron más de 300 ataques armados en las regiones central y norte del país. Solo en Benue, el alto comisionado para los refugiados (ACNUR) contabilizó decenas de aldeas arrasadas, con miles de desplazados internos.

La raíz del conflicto: tierra, clima y desplazamiento
Detrás del horror cotidiano se esconde una guerra silenciosa por los recursos. Nigeria, a pesar de su riqueza petrolera, enfrenta una profunda crisis agraria y ambiental. El norte del país sufre desde hace años una desertificación acelerada que empuja a los pastores fulani hacia el sur. El cambio climático, la deforestación y el agotamiento del suelo han reducido la superficie cultivable, intensificando la competencia por la tierra fértil.
Las comunidades campesinas, mayoritariamente cristianas, acusan a los pastores de invadir sus tierras y destruir cosechas. Los pastores, por su parte, denuncian la marginación histórica y la falta de rutas de pastoreo. Esta tensión se agravó por la proliferación de armas livianas y la erosión del aparato estatal. Según Small Arms Survey, en Nigeria circulan más de seis millones de armas ilegales, muchas procedentes del Sahel, lo que convierte cualquier disputa local en una masacre potencial.
A esto se suma la corrupción estructural del Estado nigeriano. Gobernadores y oficiales locales suelen manipular las tensiones para beneficio político o étnico, y la impunidad se volvió norma: más del 90% de los crímenes rurales quedan sin investigación. Las promesas de reconciliación y desarme fracasan una y otra vez. En 2024, el gobierno central lanzó un programa de “paz comunitaria” con apoyo del Banco Mundial, pero su implementación quedó estancada entre burocracia y falta de fondos.
De la inseguridad rural al colapso social
El conflicto entre pastores y agricultores se fusionó en los últimos años con la violencia de bandas armadas y grupos islamistas, creando un escenario híbrido. En los estados de Zamfara, Katsina y Kaduna, las “banditry networks” —redes criminales dedicadas al secuestro, el robo de ganado y la extorsión— operan con impunidad. Muchas veces atacan bajo cobertura religiosa, pero su motivación principal es económica.
Por otra parte, en el noreste del país siguen activos Boko Haram y su escisión ISWAP (Estado Islámico de África Occidental), responsables de miles de asesinatos y desplazamientos. Aunque su radio de acción principal es el estado de Borno, sus ataques y alianzas logísticas alcanzan el centro del país. Existen denuncias de que parte del financiamiento de estos grupos proviene indirectamente de programas occidentales de “contraterrorismo” que canalizan recursos hacia milicias locales bajo la narrativa del yihadismo global, generando una paradoja peligrosa: apoyo externo a actores que perpetúan la violencia que debería erradicarse.
Entre 2024 y 2025, la FAO y ACNUR reportan que más de 600.000 hectáreas de cultivos fueron destruidas, comprometiendo la seguridad alimentaria de cientos de miles de familias. Esta combinación de inseguridad, desplazamiento y pérdida de medios de vida está transformando la región central en un laboratorio de colapso social y violencia sistemática.
El periodista nigeriano Ahmed Sani resume: “No es una sola guerra, sino muchas guerras que se cruzan. En cada comunidad hay un actor distinto, pero todos comparten una lógica: la vida humana ya no vale nada”.

La respuesta del Estado y el silencio global
A pesar de la imagen de Nigeria como la “democracia más estable de África”, la administración del presidente Bola Tinubu enfrenta una paradoja: el Estado es incapaz de contener a grupos armados que operan con relativa libertad. El ejército y la policía están desbordados, mal pagados y, en algunos casos, involucrados en violaciones de derechos humanos. En abril de 2025, un informe de Human Rights Watch denunció que fuerzas de seguridad habían realizado “operativos preventivos” en aldeas del centro, dejando decenas de civiles muertos.
La fractura política y regional agrava la situación. Los estados del norte, de mayoría musulmana, minimizan las denuncias de las comunidades cristianas del centro, mientras que en el sur se acusa al gobierno federal de tolerar los abusos por motivos religiosos. Esta dinámica ha generado un vacío de autoridad que facilita la acción de Boko Haram, ISWAP y las bandas locales.
Además, existen indicios de que ciertos canales de financiamiento vinculados a estrategias occidentales de “lucha contra el terrorismo” han sido desviados hacia milicias y redes criminales que perpetúan la violencia bajo la cobertura del yihadismo global. Esto ha creado un círculo perverso donde la intervención internacional, en lugar de estabilizar la región, contribuye indirectamente a la prolongación de la guerra.
El analista Abdulrahman Musa, de la Universidad de Jos, sostiene que “la violencia en Nigeria es el reflejo del colapso del contrato social. Nadie cree en la justicia ni en el Estado. La gente se defiende como puede, y eso alimenta una guerra sin fin”.
El periodista keniano Patrick Gathara resume: “En África, el genocidio no necesita cámaras para existir. Basta con que los muertos no sean noticia”.
¿Genocidio o guerra civil encubierta?
El debate sobre la calificación jurídica de la violencia en Nigeria divide a juristas y organismos internacionales. La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948) define este crimen como la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. En Nigeria, los ataques tienen un componente religioso evidente, pero probar una “intención centralizada” resulta complejo.
Comparando con el genocidio de Ruanda (1994), donde más de 800.000 personas fueron asesinadas en 100 días, o con los conflictos prolongados en Gaza se observan patrones similares: selección sistemática de víctimas, ataques a comunidades específicas, desplazamiento masivo e impunidad parcial o total. Sin embargo, en Nigeria el genocidio permanece en gran medida invisible para el mundo. La narrativa internacional lo presenta como “conflictos tribales” o violencia intercomunitaria aislada, lo que oculta la dimensión estructural y la gravedad de la masacre, perpetuando un silenciamiento político y mediático.
Algunos sectores eclesiásticos, como la Asociación Cristiana de Nigeria (CAN), denuncian que existe un plan sistemático para eliminar a las comunidades cristianas del norte y centro. Lo cierto es que la magnitud, frecuencia y selectividad de los ataques configuran un patrón que exige investigación internacional y acciones de prevención inmediatas.
El jurista togolés Kossi Agboka plantea: “El genocidio no solo se mide por las cifras, sino por la indiferencia. Cuando el Estado no protege y el mundo calla, el resultado práctico es el mismo: la aniquilación de un pueblo”.
Nigeria ante el abismo: futuro, resistencia y memoria
A pesar de la devastación, hay comunidades que resisten. En Benue, líderes campesinos y religiosos han creado redes de vigilancia, cooperativas de reconstrucción y escuelas improvisadas en los campamentos. La Iglesia Católica y varias organizaciones musulmanas moderadas impulsan iniciativas de diálogo interreligioso, aunque sin apoyo suficiente.
El futuro de Nigeria dependerá de su capacidad para reconstruir instituciones efectivas, garantizar la justicia, recuperar la seguridad alimentaria y romper el ciclo de impunidad. La democracia nigeriana enfrenta su prueba más profunda: sostener la legitimidad frente a la violencia sistemática, proteger a las minorías y equilibrar intereses regionales y económicos en un país polarizado.
A nivel regional, la violencia en Nigeria amenaza la estabilidad de África Occidental y el Sahel, generando desplazamientos que afectan a países vecinos y amplificando redes de crimen transnacional. Internacionalmente, expone las contradicciones de la política global: cómo la narrativa de “contraterrorismo” puede inadvertidamente financiar actores que perpetúan el horror. Este escenario pone a prueba tanto la eficacia de los organismos internacionales como la capacidad de la sociedad civil africana para reclamar justicia y visibilizar la tragedia.
La lección es clara: la impunidad y el silencio internacional son aliados del genocidio. La reconstrucción de Nigeria requiere no solo asistencia humanitaria, sino un replanteo de sus políticas de seguridad, gobernanza y desarrollo rural, así como un compromiso global real con los derechos humanos y la protección de los civiles. La historia reciente enseña que los silencios prolongados condenan a los pueblos a repetir el dolor y la destrucción.
El sacerdote Peter Uche, sobreviviente del ataque de Guma, concluye: “Aquí los muertos no tienen nombre. Si el mundo los nombra, tal vez vuelvan a existir. Pero si seguimos callando, seguiremos siendo cómplices”.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

