CIUDAD DE MÉXICO— Cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador asumió su cargo, sus asesores principales fueron brutalmente honestos. El sistema de seguridad de México estaba “en ruinas”, advirtieron. Los homicidios habían alcanzado niveles récord. Las fuerzas policiales locales estaban infiltradas por grupos criminales. Decenas de miles de personas habían sido desaparecidas a la fuerza. El país, concluyeron en un análisis enviado al Congreso, se había “convertido en panteón”.
López Obrador, un ícono de la izquierda mexicana, fue crítico durante mucho tiempo de la guerra contra el narcotráfico apoyada por Estados Unidos. “Que regresen los soldados a los cuarteles”, había insistido. Sin embargo, cuando tuvo que enfrentarse a los niveles más altos de violencia en los últimos 60 años, respondió de la misma manera que sus predecesores: convocó a las fuerzas militares.
Tras dos años de gobierno de López Obrador, las Fuerzas Armadas de México han asumido un papel más amplio en los asuntos del país que en cualquier otro momento desde el fin de los gobiernos liderados por militares en la década de 1940. El gobierno ha desplegado un número récord de tropas para hacer frente a la deteriorada situación de seguridad. Las Fuerzas Armadas patrullan ciudades, allanan laboratorios de drogas y protegen instalaciones estratégicas. Pero eso no es todo. Los militares están siendo cada vez más la fuerza a la que recurre el presidente para tareas previamente gestionadas por agencias civiles, desde administrar puertos hasta remodelar hospitales y construir aeropuertos.
El Ejército se encuentra ahora en medio de una de las mayores crisis en las relaciones entre Estados Unidos y México en los últimos años. Indignado por el arresto en Estados Unidos del exsecretario de la Defensa Nacional de México por presuntamente ayudar a un poderoso cártel de drogas, el Congreso mexicano aprobó el martes un proyecto de ley que probablemente obstaculice la cooperación en materia de narcotráfico y otros asuntos penales. López Obrador propuso la legislación.
El distanciamiento muestra cómo las autoridades estadounidenses subestimaron el papel cada vez más importante que desempeñan las fuerzas militares de México. Lo que pareció una acción en pro de la justicia para los fiscales estadounidenses fue percibido en México como una acción para debilitar a un aliado. El dramático arresto del general Salvador Cienfuegos en Los Ángeles alarmó a una amplia gama de políticos, a quienes les preocupó que los agentes antidrogas estadounidenses estuvieran penetrando profundamente las instituciones mexicanas, y quizás hasta interviniendo sus propios teléfonos. El caso también resalta lo difícil que es para las agencias de seguridad estadounidenses encontrar socios confiables para las agencias de aplicación de la ley de Estados Unidos.
Bajo la presión de México, Estados Unidos dio marcha atrás y liberó a Cienfuegos, pero eso no ha aminorado la indignación.
“No midieron el poder del ejército mexicano”, dijo Catalina Pérez Correa, quien estudia políticas sobre drogas en el Centro de Investigación y Docencia Económicas.
Mucho antes del caso Cienfuegos, grupos cívicos y analistas de seguridad expresaron sus preocupaciones por el efecto de la creciente influencia de las fuerzas militares en la joven democracia de México.
“La pregunta que tenemos que hacer es, en la ruta de crecimiento de sus funciones, si mañana las Fuerzas Armadas van a tener más poder que el Presidente de la República”, dijo Ernesto López Portillo, director del programa de seguridad ciudadana de la Universidad Iberoamericana.
La militarización presenta una serie de riesgos: Los analistas temen que la supervisión civil disminuya a medida que mayor cantidad de actividades gubernamentales sean transferidas a las Fuerzas Armadas. Los soldados entrenados para utilizar una fuerza abrumadora contra un enemigo son acusados regularmente de violación de los derechos humanos.
Quizás lo más importante es que es poco probable que la dependencia a los militares resuelva el problema más urgente de México: los grupos criminales que están ganando cada vez más control sobre el territorio del país y desatando violencia extrema. Mientras los líderes se apoyan en las Fuerzas Armadas, no enfocan sus esfuerzos del mismo modo en desarrollar fuerzas policiales profesionales o sistemas judiciales efectivos.
La estrategia de seguridad militarizada de México comenzó hace 14 años, cuando el entonces presidente Felipe Calderón envió a los soldados a las calles para enfrentar a los cárteles. Las autoridades en ese momento describieron la estrategia como una medida provisional hasta que el país pudiera construir fuerzas civiles de seguridad.
Desde 2006, el presupuesto de la Secretaría de la Defensa Nacional se ha duplicado, a alrededor de 5,600 millones de dólares. Los soldados suelen responder a crímenes violentos, como este tiroteo en la ciudad de Zacatecas.
Sin embargo, la policía y el sistema judicial siguen siendo ineficaces y están plagados de corrupción. La policía ha estado implicada en desapariciones forzadas y otros delitos.
La Policía Federal, alguna vez concebida para que fuera una especie de FBI mexicano, fue infiltrada por los cárteles. López Obrador la reemplazó con una nueva Guardia Nacional, con miembros extraídos en su mayoría de las fuerzas militares.
Sin embargo, los críticos dicen que las Fuerzas Armadas son ineficaces en reducir la violencia. Los principales cárteles que alguna vez dominaron la delincuencia en México se han fragmentado en más de 200 grupos armados, según algunas estimaciones, y se han diversificado hacia nuevas actividades delictivas. Cientos de miles de mexicanos se han mudado para huir de robos, secuestros y extorsiones.
Los funcionarios mexicanos dicen que no tienen otra alternativa más que hacer de las fuerzas militares el pilar de su política de seguridad. Es la única institución, dicen, con la disciplina y el entrenamiento para enfrentarse a los peligrosos grupos criminales del país.
“Construir una policía civil habría tomado años”, dijo un alto funcionario mexicano, quien dio declaraciones bajo condición de anonimato para poder hablar con franqueza. “Teníamos que enfrentar una emergencia ya”.
El gobierno de Estados Unidos ha tenido una relación dispar con los militares y las fuerzas del orden de México. Washington ha gastado decenas de millones de dólares en capacitación y asistencia técnica para la policía y el personal judicial de México en los últimos años. Aunque ha habido algunos avances, el impacto de la ayuda “sigue sin estar claro”, informó este mes la Comisión de Política de Drogas del Hemisferio Occidental, un ente bipartidista autorizado por el Congreso de Estados Unidos. Al no tener socios civiles confiables, los agentes estadounidenses han trabajado particularmente de cerca con la Armada de México, considerada más eficiente que otras fuerzas de seguridad a la hora de capturar capos de las drogas. Algunos dicen que eso ha contribuido a un círculo vicioso en el que los militares controlan cada vez más la seguridad y las instituciones civiles quedan rezagadas.
A diferencia de otros países de América Latina, los generales en México han mostrado poco interés en ocupar cargos políticos o dictar políticas. Casi nadie aquí teme un golpe militar. En el caso Cienfuegos, López Obrador se comprometió en principio a investigar a cualquier persona nombrada en el caso. Pero ante el revuelo de los generales, cambió rápidamente de rumbo y comenzó a cuestionar la validez de la acusación. No hubo un enfrentamiento dramático con López Obrador, dijo uno de los asistentes del presidente, quien habló bajo condición de anonimato para poder discutir asuntos internos. “No fue tan explícita,” dijo el asistente. “Pero entendió la molestia”.
Según un acuerdo que se ha mantenido por décadas, las Fuerzas Armadas se han mantenido leales a cambio de que se les permita manejar sus propios asuntos. No responden ante un secretario civil de seguridad. La supervisión del Congreso es débil. Pocos soldados acusados de delitos o violaciones a los derechos humanos son sentenciados a prisión.
A los analistas les preocupa que las fuerzas militares puedan comenzar a mostrar los dientes, tratando de quitarle a los líderes civiles el control de las políticas de seguridad o comenzando a opinar sobre asuntos políticos. Mientras tanto, a medida que la institución juega un papel mucho más importante en la vida mexicana, está cada vez más expuesta a la corrupción de los cárteles y otras fuerzas.
El caso Cienfuegos “los fortalecerá mucho más”, dijo Eduardo Guerrero, analista de seguridad en Ciudad de México, refiriéndose a las Fuerzas Armadas. “Si ven que con el cabildeo del presidente López Obrador, hasta los americanos se doblan y terminan entregando el secretario de Defensa, van a decir, ‘¡OK!’ Es impunidad completa”.
La izquierda mexicana ha sospechado de los militares desde la década de 1960, cuando fueron desplegados para reprimir manifestaciones. Incluso después de que López Obrador ganara la presidencia en 2018, se mostró ambivalente al hablar de una de las instituciones más veneradas del país: “Si por mí fuera”, dijo, “yo desaparecería al Ejército”.
Sin embargo, desde hace tiempo ha percibido a los militares como menos corruptos que la policía. Luego de la elección de López Obrador, según el alto funcionario mexicano, “vimos la realidad: que la policía en México está infiltrada” por el crimen organizado.
López Obrador construyó sus planes de seguridad nacional en torno a las Fuerzas Armadas y la nueva Guardia Nacional, lo que proporcionaría una presencia de seguridad en todo el país.
A diferencia de la Guardia Nacional de Estados Unidos, la de México debía tener “un carácter civil”, según la enmienda constitucional que la autorizó. Pero la realidad se ha quedado corta en cuanto a esa aspiración. En la actualidad, cerca de 70% de los miembros de la Guardia son policías militares transferidos del Ejército y la Armada. Las Fuerzas Armadas han proporcionado el entrenamiento y a los comandantes. La Guardia forma parte de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana dirigida por civiles, pero desde octubre la secretaría de la Defensa Nacional es la que en realidad ha estado a cargo del control operativo diario.
“Realmente la Guardia Nacional es militar, disfrazada de no militar”, aseguró María Elena Morera, presidenta del grupo mexicano de vigilancia de los organismos de seguridad, Causa en Común.
Las autoridades mexicanas dicen que se vieron obligadas a disolver la Policía Federal — que alguna vez fue una pieza central en una iniciativa por crear instituciones civiles del orden público — porque la fuerza estaba profundamente corrompida. Durante el gobierno de Calderón, aumentó más del triple en tamaño, a 37,000 miembros, y se benefició de decenas de millones de dólares en ayuda estadounidense.
Sin embargo, el artífice de esa expansión, el entonces Secretario de Seguridad Pública Genaro García Luna, fue arrestado por Estados Unidos hace un año. Los fiscales dicen que ayudó al cártel de Sinaloa de 2001 a 2012, en el periodo en el que ocupó altos cargos en el gobierno mexicano.
“Imagínate las condiciones en las que recibimos los instrumentos responsables de combatir al crimen organizado cuando el propio secretario de Seguridad Pública era el que brindaba protección” a una organización criminal, le dijo Alfonso Durazo, el primer Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana de López Obrador, a The Washington Post a principios de este año. Desde entonces, Durazo renunció al cargo para postularse a la gobernación del estado de Sonora.
Los funcionarios de los organismos antidrogas estadounidenses han contribuido sin darse cuenta a la dependencia a las fuerzas militares, afirman los analistas. Trabajan en gran medida con oficiales de la Armada de México en pequeñas unidades previamente investigadas o en centros de fusión donde se comparte información. También cooperan con el Ejército, el cual se encarga de las operaciones a gran escala como erradicar campos de amapolas, destruir laboratorios de fentanilo y encargarse de los puestos de control a lo largo de las rutas de las drogas.
Existe un “mecanismo de autorefuerzo”, dijo Arturo Sarukhan, antiguo embajador de México en Estados Unidos. “Cada vez que hay que llamar a la caballería se convoca a las Fuerzas Armadas, lo que perjudica la posibilidad de construir capacidades civiles a través de una fuerza policial federal” o fortaleciendo el sistema judicial.
Durante la presidencia de López Obrador, el número de soldados involucrados en operaciones domésticas se ha incrementado alrededor de 20%, a casi 66.000 en promedio durante la primera mitad de 2020, según Samuel Storr, consultor del programa de seguridad ciudadana de la Universidad Iberoamericana. Ha habido un aumento de 75% en la cantidad de miembros de la Armada desplegados a nivel nacional, a 27.000, dijo. Parte de ese incremento se debe a la respuesta a la pandemia del coronavirus. Mientras tanto, existe en la actualidad alrededor de 100.000 miembros de la Guardia Nacional apostados por todo el país, una fuerza que casi triplica el tamaño de la extinta Policía Federal.
López Obrador ha ampliado de forma considerable las atribuciones de las Fuerzas Armadas. Se les ha encomendado la tarea de combatir el robo desenfrenado de combustible y de remodelar los hospitales para tratar a pacientes con COVID-19. Exjefes militares ahora dirigen oficinas federales de migración en más de la mitad de los 32 estados de México según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Las Fuerzas Armadas también están a cargo de muchos de los proyectos de infraestructura insignes del presidente.
Esos proyectos van desde un nuevo aeropuerto en Ciudad de México hasta un ferrocarril turístico en Yucatán y 2.700 locaciones de cajeros automáticos para entregar beneficios gubernamentales.
“Tiene más contratos la SEDENA (secretaría de la Defensa Nacional) que las constructoras más grandes del país”, dijo Eduardo Ramírez Leal, líder de una asociación de 12.000 compañías constructoras. Los asesores dicen que López Obrador cree que las fuerzas militares trabajan más rápido y son menos corruptas que las empresas privadas.
Si bien el gobierno ha recortado drásticamente la mayoría de los presupuestos de las secretarías por la crisis, la Secretaría de la Defensa Nacional recibió un aumento de 20% para el 2021. Gran parte es para la construcción del aeropuerto a las afueras de la capital, el cual también operará.
Los líderes militares enfatizan que simplemente están obedeciendo órdenes. “Es evidente que no anhelamos ningún poder, porque dependemos del Ejecutivo a cuya autoridad nos subordinamos por ley”, dijo el Secretario de la Defensa Nacional, el general Luis Cresencio Sandoval.
Sin embargo, las agrupaciones civiles y los expertos en seguridad advierten que la dependencia de López Obrador con las tropas podría amenazar el equilibrio cívico-militar. Una institución opaca y aislada está asumiendo cada vez más control sobre las actividades del gobierno, lo que podría resultar en menos escrutinio, dicen. “Es como si la parte civil del Estado mexicano no existiera en algunas áreas”, dijo Raúl Benítez, un analista de seguridad que da clases en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Los oficiales militares mexicanos “ciertamente se enorgullecen de tener una subordinación muy leal a la autoridad civil”, dijo Craig Deare, un exfuncionario del Pentágono que da clases en la Universidad de Defensa Nacional en Washington. Sin embargo, los militares no le responden a un secretario civil de seguridad o a poderosos comités de supervisión del Congreso. “En realidad, es a un solo tipo” al que responden las Fuerza Armadas, dijo Deare: el presidente.
López Obrador a menudo se refiere a los militares como “el pueblo uniformado”. Las Fuerzas Armadas están conformadas en gran medida por personas provenientes de las clases bajas; si bien el trabajo relativamente no paga mucho, es estable y ofrece beneficios médicos. Sin embargo, los soldados y la Armada son entrenados para el combate, no para hacer cumplir la ley. El número de presuntos abusos por parte del personal de la Secretaría de la Defensa Nacional denunciados a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha disminuido en los últimos años, pero sigue teniendo un promedio de uno diario.
Las fuerzas militares han señalado que están al tanto del problema. El 11 de diciembre, Sandoval firmó un acuerdo con la jefa de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos para trabajar más estrechamente y mejorar el entrenamiento de los soldados.
Para el nivel de dependencia que tiene López Obrador con los militares, su relación con el alto mando sigue siendo incómoda. El presidente ha pedido con frecuencia que haya moderación en la persecución de los grupos criminales. “No vamos a declarar la guerra”, ha dicho. En octubre de 2019, los militares arrestaron al hijo del excapo de la droga Joaquín “El Chapo” Guzmán en la ciudad noroccidental de Culiacán. Cuando hombres armados del cartel de Sinaloa tomaron el control de la ciudad, López Obrador ordenó su liberación.
Los oficiales del Ejército rara vez critican abiertamente al presidente. Pero después de ese incidente, un general retirado rompió el tabú. Durante un discurso en la secretaría de la Defensa Nacional, el general Carlos Gaytán dijo que los valores del Ejército “chocan con las formas con que hoy se conduce al país”. El discurso causó tanto escándalo que López Obrador declaró que sus seguidores no tolerarían un golpe de Estado.
En ese momento, sin que las autoridades mexicanas lo supieran, los fiscales estadounidenses en Nueva York estaban vigilando a Cienfuegos. Habían asegurado una acusación sellada que alegaba que durante su tiempo como secretario de la Defensa Nacional de 2012 a 2018, había aceptado sobornos del cártel H-2. A cambio, supuestamente ayudó a la organización criminal a transportar miles de kilogramos de heroína, cocaína y metanfetaminas a Estados Unidos.
Cuando el general voló a Los Ángeles el 15 de octubre, los fiscales no tenían idea de la crisis que estaba a punto de estallar.
“Con Cienfuegos, se paso una línea roja”, dijo un analista mexicano cercano a las fuerzas militares, quien habló bajo condición de anonimato para poder expresar sus opiniones.
Al principio López Obrador se distanció del general. Dijo que no podía juzgar el caso contra Cienfuegos, pero lo vinculó con la corrupción de los gobiernos anteriores. Algunos de sus aliados de izquierda comenzaron a tuitear sobre Cienfuegos con la etiqueta #narcogeneral.
La reacción fue inmediata.
“El nivel palpable de rabia y malestar, particularmente dentro de la SEDENA, es algo que no había visto allí antes”, dijo Sarukhan, el antiguo embajador, utilizando el acrónimo de la secretaría de la Defensa Nacional. Benítez, el analista de seguridad, afirmó que algunos oficiales hablaron de regresar a sus cuarteles y negarse a cumplir órdenes de López Obrador.
La indignación fue particularmente fuerte entre los colegas de Cienfuegos que todavía ocupan altos cargos en las fuerzas militares. La especulación de los medios acerca de quién podría ser el próximo en estar implicado alimentó la alarma en el Ejército.
No era la primera vez que Estados Unidos acusaba a un alto funcionario mexicano de tráfico de drogas. Hace un año, las autoridades estadounidenses arrestaron a García Luna en Texas (México le solicitó a Estados Unidos este mes que extraditara a García Luna después de que termine su caso allá).
FUENTE: Washington Post