Una clave de la victoria de López Obrador en la elección presidencial del 2018, sobre todo para conseguir el voto de sectores sociales que en 2006 y 2012 se lo habían escatimado, fue mitigar su imagen de político rijoso, intransigente y sectario.
¿Cómo? Moderando su discurso, procurando acercamientos y haciendo alianzas que antes hubiera rechazado: con el ultraconservador Partido Encuentro Social; con personajes provenientes del empresariado como Alfonso Romo; con políticos reinventados en la empresa privada como Esteban Moctezuma; con tránsfugas del PAN como Germán Martínez o Gabriela Cuevas; o con “gente de la sociedad civil” (así les decían) como Tatiana Clouthier o Lilly Téllez. Asimismo, incorporó a su equipo a personas con prestigio académico como Juan Ramón de la Fuente, Irma Eréndira Sandoval, Carlos Urzúa, Gerardo Esquivel o Arturo Herrera. Y también supo atraer y hacer visible el apoyo de activistas, artistas, celebridades, periodistas, científicos, en fin, de multitud de figuras y colectivos cuyo respaldo explícito contribuyó a suavizar su imagen, a hacerlo ver más moderado, flexible e incluyente.
Ya en el poder, sin embargo, buena parte de esos personajes y grupos se fueron distanciando o hasta rompieron con López Obrador. Al final, muy pocos tuvieron oportunidad de realmente influir en el rumbo que terminó tomando el gobierno obradorista. Lo suyo, más bien, fue servir de zanahorias para atraer votantes y, después, recibir palo del presidente al que ayudaron a ganar.
Uno que otro ha reaparecido ahora en la campaña de Claudia Sheinbaum, entre los encargados de coordinar sus “Diálogos por la Transformación”: un proyecto creado para escuchar a actores sociales que no están necesariamente en la órbita del obradorismo –y que en su acto inaugural estuvieron representados por el dirigente del Consejo Coordinador Empresarial y la presidenta de El Colegio de México–. Se entiende que la precandidata presidencial de la coalición oficialista busque entablar otro tipo de comunicación con sectores como la iniciativa privada o la comunidad científica, antagonizados o lastimados durante este sexenio. No tiene nada de malo, al contrario, a pesar de su evidente intencionalidad electoral manda una buena señal política. Lo que llama la atención, en todo caso, no es eso. Es, por un lado, la similitud que dicho gesto guarda con el intento que en 2018 emprendió la campaña de López Obrador con el objetivo de mejorar su imagen (¡reciclando incluso a algunas de las mismas personas!); y, por el otro lado, la dificultad que alcanzar dicho objetivo entraña (o quizá sería mejor decir debería entrañar) después de la experiencia del 2018.
¿Por qué la candidata que representa explícitamente la continuidad, y que va puntera en todas las encuestas, busca distinguirse del presidente cuya gestión no se cansa de elogiar? ¿Qué le están diciendo sus números respecto a sus fortalezas y vulnerabilidades entre los votantes? ¿Por qué mejorar su imagen implica mostrarse más abierta a escuchar, más dispuesta a dialogar? ¿Y qué tan creíble puede resultar realmente esa maniobra? ¿Habrá quiénes, a pesar de ya saber cómo acaba esta película, se la vuelvan a creer? ¿Por qué?
Esa inquietante sensación de déjà vu, no obstante, tiene un límite. El de 2018 fue un proceso limpio y libre, en el que se cumplió aquella definición mínima de la democracia como certidumbre en las reglas e incertidumbre sobre los resultados. El del 2024, en cambio, es un proceso sobre el que pesa una ominosa sombra autoritaria, menos por falta de libertad que de limpieza, y en el que parecen estarse invirtiendo los términos: hay incertidumbre en las reglas y certidumbre sobre los resultados. Sobre aquella elección no hubo dudas; sobre esta hay cada vez más.
*Carlos Bravo Regidor es columnista de Expansión Política, donde fue publicado originalmente este artículo.
FOTO DE PORTADA: Claudia Sheinbaum Facebook.