El proyecto marítimo de Marruecos no es un simple plan de modernización: es la materialización de una estrategia integral que articula puertos, flota mercante, agricultura, pesca, energía y rutas comerciales para consolidar una posición de poder regional. Detrás del discurso de desarrollo y conectividad se esconde una matriz de acumulación que remite, en muchas de sus prácticas y efectos, a continuidades coloniales: explotación de territorios y mares, reconfiguración de relaciones de dependencia y apropiación de rentas en beneficio de un proyecto estatal que actúa como gestor y facilitador del capital internacional.
La historia ayuda a entender esta ambición marítima. Los puertos de Casablanca, Tánger y Agadir fueron nodos estratégicos durante las décadas del protectorado español y francés. Tras la independencia, el Estado marroquí heredó no sólo la infraestructura sino también la lógica de exportación de recursos, un modelo donde el puerto es la puerta de salida de riquezas antes que un espacio de soberanía. En los últimos años, esa lógica se ha sofisticado: inversiones masivas en megaproyectos portuarios, digitalización de operaciones, expansión de capacidad frigorífica y la política deliberada de transformar a Marruecos en hub logístico entre Europa, África y Asia.
El auge de sus puertos, sobre todo de Tánger Med, se refleja también en las cifras del comercio con la Unión Europea. En 2024, el comercio total entre Marruecos y la UE alcanzó los €60.000 millones, impulsado fuertemente por el sector agrícola, que representó alrededor del 12 % de los intercambios comerciales. Las exportaciones agrícolas marroquíes hacia la UE llegaron a €3.4 mil millones ese año, cifra que se ha multiplicado por tres desde 2012. Los tomates jugaron un papel central: generaron cerca de €1.000 millones, representando un ~29 % del valor de esas exportaciones, con más de 581.000 toneladas exportadas. La agricultura se ha convertido en el rostro más visible de este modelo. Marruecos exporta millones de toneladas de tomates, cítricos, aceitunas y frutas hacia la Unión Europea, y sus exportaciones agrícolas superan los miles de millones de euros anuales. Sin embargo, esta aparente prosperidad se sostiene sobre un esquema de enclave: monocultivos intensivos, consumo masivo de agua en zonas áridas, trabajo precario y la subordinación de las tierras a las demandas del mercado europeo más que a las necesidades alimentarias de la población marroquí. El contraste es brutal: mientras el país se enorgullece de su rol como “granero del sur” para Europa, sigue importando trigo y cereales para abastecer a su propio mercado interno. La soberanía alimentaria se sacrifica en nombre de la competitividad exportadora, y la futura flota mercante será el engranaje que permita consolidar ese rol dependiente.

La pesca representa un eje aún más estratégico, y los datos lo muestran con claridad. En 2023, el sector pesquero marroquí alcanzó un volumen exportado de 847.000 toneladas, y una facturación de casi MAD 31.000 millones (dirhams marroquíes), lo que equivale a cerca de 7 % de las exportaciones totales del país, y al 39 % de las exportaciones agroalimentarias. Esa actividad no sólo abarca captura: cuenta con 518 unidades de procesamiento de productos del mar —congelado, enlatado, semienlatado—, que agregan valor al producto y permiten llegar mejor a los mercados exigentes. Adicionalmente, en la región de Dakhla-Oued Eddahab se movilizaron unas 573.000 toneladas de pescado comercializado, con un valor valorado en MAD 3.2 mil millones en 2023, y proyecciones de crecimiento para finales de 2024.
La decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en 2024, que anuló los acuerdos pesqueros con Marruecos por no haber consultado al pueblo saharaui, marcó un hito jurídico. Pero en la práctica, Rabat no se replegó: reforzó su propia capacidad logística, invirtió en flotas y plantas de transformación, y buscó mercados alternativos. Lo que la justicia europea declaró ilegal, Marruecos lo convirtió en una política de Estado sostenida por su nueva flota mercante. El despojo de los recursos marinos saharauis, negado en el derecho internacional, se impone en los hechos.
La dimensión energética abre otra capa de análisis. En 2025, el gobierno aprobó proyectos de hidrógeno verde por un monto aproximado de US$32.5 mil millones (319 mil millones de dirhams), destinados a la producción de amoníaco, acero y combustible industrial, con participación de actores como Ortus (EE.UU.), Acciona (España), Nordex (Alemania), Taqa-Cepsa (EAU-España), y empresas chinas. Además, TotalEnergies anunció un proyecto para producir hidrógeno verde y amoníaco en la región de Guelmim-Oued Noun, que contempla parques eólicos/solares de 1 GW, agua desalinizada y la producción anual estimada de 200.000 toneladas de amoníaco para exportación a Europa. Los puertos asociados a estos proyectos formarán parte de la infraestructura energética exportadora, lo que vuelve a la flota mercante no solo instrumento agrícola-pesquero, sino energético y estratégico.
No obstante, la modernización portuaria y la expansión de la flota mercante se apoyan en una base social frágil. Los trabajadores agrícolas que sostienen la exportación de tomates, cítricos y fresas sufren condiciones de empleo precario, bajos salarios y falta de derechos sindicales efectivos. En la pesca industrial, marineros y trabajadores de plantas de transformación enfrentan largas jornadas, exposición a riesgos y una débil protección laboral. En los puertos, el proceso de digitalización y tercerización ha fragmentado las relaciones laborales, con una creciente presencia de empresas privadas extranjeras que imponen ritmos y condiciones. El contraste entre el brillo de los megaproyectos y la precariedad social alimenta tensiones que rara vez aparecen en el discurso oficial.
La dimensión ambiental es igualmente crítica. El modelo agrícola de exportación consume agua en volúmenes insostenibles: acuíferos como los de Souss-Massa están siendo afectados por el riego intensivo, sin que se haya garantizado una gestión equitativa o sostenible del recurso. La pesca industrial amenaza con la sobreexplotación de caladeros, poniendo en riesgo la biodiversidad marina y la seguridad alimentaria de comunidades locales. La propia flota mercante, al aumentar el tráfico marítimo relativo a productos agrícolas, pesqueros o energéticos, incrementa emisiones y presión sobre ecosistemas costeros. Lo que se presenta como modernización puede convertirse en una crisis ecológica si no se replantean las prioridades productivas y logísticas.
Frente a este modelo, existen resistencias. El Frente Polisario y organizaciones internacionales han litigado contra los acuerdos de pesca y agricultura que incluyen recursos saharauis, logrando fallos favorables en la justicia europea. ONGs ecologistas denuncian la insostenibilidad del modelo agrícola intensivo. Campesinos y sindicatos en Europa protestan contra la competencia desleal que representan las importaciones marroquíes subvencionadas. Incluso en Marruecos, sectores sociales han cuestionado la desigual distribución de beneficios frente a la precarización laboral. Estas resistencias muestran que el avance del modelo marítimo colonial no es lineal ni incontestado.

En el tablero geopolítico, Marruecos juega a varias bandas. Con la Unión Europea mantiene lazos comerciales privilegiados, con China busca inversiones portuarias dentro de la Ruta de la Seda, y con Estados Unidos e Israel ha profundizado la cooperación tecnológica y militar, especialmente en vigilancia costera y seguridad marítima. En particular, los proyectos energéticos implican compañías extranjeras trabajando en la producción de hidrógeno y amoníaco, lo que conecta directamente al puerto y la flota mercante con intereses globales. Esta pluralidad de socios refuerza el margen de maniobra de Rabat, pero también lo convierte en un nodo donde convergen intereses externos que reproducen lógicas coloniales en el continente.
Hacia 2030, el horizonte muestra escenarios encontrados. Marruecos podría consolidarse como potencia marítima africana, controlando rutas logísticas, exportaciones agrícolas y pesqueras, y emergiendo como proveedor energético para Europa. Pero este éxito técnico y geopolítico podría esconder un fracaso social y ambiental: un país donde los campesinos y pescadores viven en precariedad, donde el agua y los mares se agotan, y donde el pueblo saharaui continúa privado de sus recursos y su soberanía. En ese caso, la flota mercante marroquí no será un símbolo de modernización, sino de un colonialismo reciclado bajo nuevas formas.
El barco que zarpa de Tánger Med hacia Europa transporta tomates, pescado y pronto también energía, pero también carga con una historia de despojo y dependencia. Si Marruecos no redefine su estrategia, la modernización portuaria y la expansión marítima no harán más que consolidar un modelo que combina acumulación capitalista, represión política y devastación ecológica. La verdadera pregunta es si será posible transformar esa capacidad logística en una herramienta de justicia y soberanía, o si, por el contrario, será la imagen flotante del despojo en el Atlántico africano del siglo XXI.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.