En el último siglo se han firmado 2.896 acuerdos internacionales de comercio e inversión (el recuento aquí). Como analicé en estas mismas páginas hace unos meses (Tratados indignos en tiempos de pandemia), todos ellos conceden a los inversores extranjeros un privilegio extraordinario: el derecho a demandar a los estados, en tribunales de arbitraje privados, para reclamar compensación si se consideran dañados por cualquier tipo de medida que tomen los gobiernos, y no solo por el dinero invertido sino también por las pérdidas de ganancias futuras.
Siempre que se suscriben este tipo de acuerdos, los gobiernos y los organismos internacionales afirman que están dirigidos a fomentar el libre comercio, a favorecer la inversión y a evitar el poder desmesurado de los gobiernos que frena el progreso económico. La realidad, sin embargo es otra muy distinta. Un buen número de estudios científicos, como el realizado por el International Institute for Sustainable Development en 2017 (aquí) demostraba que no hay evidencias empíricas que avalen esa hipótesis.
Una prueba del auténtico efecto que tienen ese tipo de acuerdos la proporciona lo que está ocurriendo con el Tratado sobre la Carta de la Energía que fue firmado en 1994 a iniciativa de las comunidades europeas.
Su objetivo formal era el de establecer y mejorar el marco jurídico para la cooperación en los asuntos energéticos fijados por la Carta Europea de la Energía y serviría como instrumento para la pomposamente llamada protección multilateral de la inversión y para proporcionar una regla general para la solución vinculante de las controversias internacionales. Lo que en realidad hay detrás de él y sus verdaderas consecuencias las estamos comprobando ahora claramente.
Desde que se firmó el acuerdo, muchas grandes empresas han invertido en fuentes de energía que han resultado ser muy dañinas para el medio ambiente, de modo que los gobiernos han tenido que establecer sin más remedio estrategias orientadas a sustituirlas lo más rápidamente posible.
Como consecuencia de estas políticas de transición energética que se van abriendo paso, las inversiones en la obtención o distribución de carbón, petróleo o gas se encuentran lógicamente amenazadas y muchas empresas han empezado a presentar demandas con los gobiernos acogiéndose a la Carta de la Energía.
En 2009, la empresa sueca Vattenfal reclamó 1.400 millones de euros al gobierno alemán por las pérdidas estimadas que le suponía la regulación más estricta de la industria del carbón y en 2011 volvió a hacerlo, reclamando una compensación que ya va por 6.100 millones de euros, al sentirse afectada por su política de eliminación gradual de la energía nuclear. Algo parecido ocurrió en 2015 cuando la compañía británica Rockhopper demandó al gobierno italiano por haberle negado una concesión para extraer petróleo en parajes turísticos de la costa del mar Adriático. En 2017, el gobierno francés elaboró un proyecto de ley para prohibir la extracción de combustible fósil a partir de 2030. Bastó una carta de un despacho de abogados advirtiendo de que el proyecto violaba el Tratado para que se cambiara el texto de la ley y, de momento, seguirá autorizándose hasta 2040. Y hace unos días, la empresa alemana RWE demandó al gobierno de Países Bajos por la pérdida de 1.400 millones de euros de «ganancias potenciales» debido a su decisión de eliminar el carbón como fuente del suministro eléctrico.
Son casos, entre otros, que todavía se pueden considerar aislados pero el problema radica en que, si la Unión Europea prosigue con su estrategia de transición energética y de acción contra la emergencia climática, no habrá más remedio que ir eliminando el negocio de las fuentes de energía fósil, lo cual producirá inevitablemente una pérdida enorme de beneficios a muchas empresas que podrán recurrir a los tribunales privados de arbitraje. Y la cantidad de dinero que puede estar en juego es astronómica.
Según un informe de Investigate Europe publicado el pasado día 23 (aquí), la infraestructura fósil de empresas susceptible de ser protegida por la Carta de la Energía tiene un valor de 344.600 millones de dólares en la Unión Europea, el Reino Unido y Suiza (8.300 millones en España). Una cantidad, como indica el informe, que equivale a más de dos años del gasto total de la Comisión Europea, incluidos todos los paquetes de ayuda de Covid 19, todos los subsidios agrícolas y los fondos estructurales. Y eso, sin contar las ganancias que las empresas dejarían de percibir en el futuro y que podrían incluir en sus demandas.
La situación es incuestionable: mientras sigan vigentes los privilegios que ella misma concedió a las grandes empresas de la energía fósil, es imposible que se pueda llevar a cabo la política de transición que se propone llevar a cabo la Unión Europea.
Esos privilegios que concede la Carta de la Energía son hoy día incompatibles con la legislación y la política europeas en materia de inversiones y de acción climática y, por supuesto, con otros tratados de defensa del medio ambiente que la Unión Europea ha suscrito en los últimos años. Incluso la existencia de tribunales de arbitraje privados para dirimir conflictos en el seno de la Unión (el 74% de las disputas planteadas son entre empresas y gobiernos europeos) es algo que se puede poner claramente en cuestión.
La Comisión Europea y el Parlamento han manifestado en varias ocasiones que el acuerdo es obsoleto e insostenible pero lo cierto es que sigue ahí. Las propuestas de reforma no podrán salir adelante porque el Tratado requiere unanimidad para tomar decisiones, con la clara intención de hacer que los privilegios sean prácticamente inalterables. Y ni siquiera salir del Tratado, como hizo Italia en 2016, es algo completamente efectivo (aunque ciertamente protege en cierta medida) porque otra barbaridad que contempla en su cláusula de extinción es la de permitir que las empresas puedan demandar a un país hasta 20 años después de haberse retirado del tratado.
La Unión Europea dice que quiere limitar la emisión de CO2, impulsar la transición hacia el uso de energías verdes y combatir el cambio climático, pero sigue protegiendo con privilegios a las empresas más contaminantes y permite que estas los defiendan en tribunales secretos y claramente viciados a su favor por intereses particulares.
Y lo que es peor: incluso en el caso, de momento complicado y remoto, de que se pudieran eludir por completo las consecuencias del Tratado sobre la Carta de la Energía para que Europa pudiera poner en marcha la acción por el clima que dice pretender ¿qué ocurre con las demás docenas de tratados y acuerdos del mismo tipo que se han suscrito hasta ahora?
Como demuestra el caso que he comentado, las autoridades de la Unión Europea y nuestros representantes en el Parlamento Europeo están engañando a la gente: ponen una vela retórica a dios -diciéndole que trabajan para el bien común- y otra inmensa al diablo -cuando conceden privilegios desorbitados a las grandes empresas para que sus intereses particulares se impongan sobre los de toda la sociedad. Es imposible servir a ambos al mismo tiempo y los dirigentes y parlamentarios europeos lo saben perfectamente.
Si de verdad quisieran defender el bien común y los intereses de la mayoría de la sociedad, el bienestar social y el futuro del planeta, pondrían fin a esta locura. Harían revisar, con el mayor rigor y completa transparencia, las consecuencias reales que han tenido todos los acuerdos y tratados internacionales de comercio e inversión que ha suscrito, los denunciarían y pedirían responsabilidades.
*Juan Torres López, doctor en Ciencias Económicas, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, autor de numerosos libro.
Artículo publicado en: Juan Torres Lopez