En los veinte años pasados desde los acontecimientos de Génova 2001 con motivo de la cumbre del G8, se condensan muchas lecciones sobre el siglo presente. Abordarlas hoy, desde la catástrofe global de la sindemia covid-19, cuyos efectos sólo pueden entenderse como corolario de dos décadas de neoliberalismo mundial de guerra, nos permite acudir a los orígenes del horror en el que el planeta se adentra a pasos de gigante.
Seattle fue una victoria, que no sólo sorprendió al FBI, al Pentágono y a la policía de Seattle, sino también a quienes nos enteramos el 1 de diciembre de 1999 de que una multitud aparentemente desordenada había conseguido dar al traste con una reunión decisiva de la OMC. Había comenzado algo nuevo, adecuado a las contradicciones abiertas por el proceso de liberalización mundial de los mercados. Cómo se llamaba aquello nunca quedó resuelto del todo: movimiento antiglobalización (el más cotizado), movimiento global, acción global de los pueblos, etc. Pero el contagio transatlántico fue inmediato y, menos de un año después, esa misma victoria se repitió en septiembre del 2000 en Praga contra la cumbre del Banco Mundial y el FMI.
El cambio de tono no tarda en hacerse notar, también en Hispania. En junio de 2000 se crea en Barcelona el Movimiento de Resistencia Global, la principal coordinación de grupos dedicados a la protesta en las contracumbres. Los tiempos se aceleran. En Praga aparecieron dos elementos que definen el ciclo ascendente del movimiento de las contracumbres: por un lado, la pluralidad de repertorios, lenguajes y sujetos; por el otro lado, sin embargo, la convicción de que esa pluralidad tenía que actuar en concierto.
Por eso en Praga la mayoría el activismo se agrupa en tres bloques principales: el bloque negro de la acción directa contra las mercancías y la policía; el bloque rosa de la acción irónica y queer; y el bloque desobediente, el de los monos blancos, que ensaya formas de resistencia pacífica a las cargas y bloqueos de la policía. Pero al mismo tiempo los bloques se coordinan en los centros de convergencia y en asambleas conjuntas donde se discuten y se negocian los tiempos y se deciden las acciones. El éxito de Praga da un enorme impulso al “movimiento de movimientos” en Europa. Y en mucha mayor medida atrae la atención paranoica de polizontes y políticos europeos, siempre inquietos ante los “enemigos del comercio”.
La contracumbre de Gotemburgo a mediados de junio de 2000 envía señales de alarma. Se trata del Consejo Europeo, marcado por la agenda de Maastricht y la introducción de la moneda única. G. W. Bush es ya presidente de Estados Unidos. Han sido las redes activistas británicas, nórdicas y centroeuropeas las encargadas de la organización de las protestas. El sur de Europa está notablemente ausente. Por eso resultó más inquietante la noticia de que la policía sueca había disparado balas de verdad contra las personas que protestaban, y que como resultado de ello tres personas habían resultado heridas, una de ellas de extrema gravedad.
En lo sucesivo, la disputa por el espacio público en las contracumbres se verticaliza con las “zonas rojas”, y se convierte en un escenario medieval donde los soberanos castigan arbitrariamente, con la detención, la tortura y la muerte, la violación del espacio de la ciudad, reservado para los fastos de la construcción imperial. Si Gotemburgo fue una señal, Génova hace caer la máscara de que la liberalización mundial de los mercados podía venir acompañada de democracia.
Aquel G8 fue, en realidad, el final de la globalización liderada por el eje atlántico. La celebración imperial exigía un despliegue de omnipotencia y una exhibición de fuerza. El anfitrión, un recién estrenado gobierno Berlusconi bis, siempre en compañía de los racistas de la Lega y de los Fascistas de Alleanza Nazionale. La consigna explícita de orden y escarmiento por parte de las oligarquías atlánticas era miel sobre hojuelas para el ejecutivo de Berlusconi, Gianfranco Fini y Umberto Bossi, ansiosos por dar una lección a la nueva contestación política autónoma que había crecido en el país desde el largo invierno de los llamados años de plomo.
La casi totalidad de los medios de comunicación italianos, con la excepción de Il Manifesto y del desaparecido Liberazione, fueron un agente determinante en la creación de ese clima tan específico que precede a un auspiciado terror del Estado. Los fascistas en el gobierno y en las fuerzas de seguridad tuvieron ocasión de emplearse a fondo y ensayar su actuación en Génova unos meses antes, con motivo del No Global Forum que se celebró en Nápoles los 15-17 de marzo. En Nápoles se instauró por primera vez en Italia la “zona roja”, que convertía parte de la ciudad histórica en una zona prohibida y en un estado de sitio para los vecinos. E igualmente se practicó una represión brutal contra la gran manifestación final del 17 de marzo: cientos de heridos graves, sangre por las calles, acoso y agresiones a los servicios voluntarios de sanidad, pero también en hospitales y clínicas; traslado al cuartel de los carabinieri y maltratos y agresiones a las personas detenidas.
Lanzaderas de misiles contra un posible ataque de Al-Qaeda. Relatos fantásticos sobre hordas de anarquistas del bloque negro que iban a convertir Génova en un erial humeante. La componente de la desobediencia civil de los monos blancos presenta una “Declaración de guerra a los poderosos de la injusticia y la miseria”, inspirada por las declaraciones del EZLN, que en manos de la tergiversación mediática queda convertida en el anuncio de un asalto armado a la fortaleza de los señores del mundo.
Aquella atmósfera intimidatoria llegó también a Madrid; los monos blancos de la ciudad se preparaban en el Laboratorio 2, en la actual Plaza de Nelson Mandela. Recuerdo el comentario informal de Ramón Fernández Durán apenas una semana antes de la contracumbre: “Están buscando un muerto”. Un pequeño grupo de asiduos del Laboratorio no nos veíamos, por falta de oficio, poniéndonos el mono blanco, así que decidimos acudir por nuestra cuenta en un par de furgonetas.
A la altura de Barcelona nos enteramos de que la policía nacional ha reventado un ojo a un chaval en el desalojo de Kan Nyoki, en el barrio de Gracia. En Ventimiglia tomamos la medida del estado de excepción, pero conseguimos pasar la frontera. Sin embargo, la llegada a Génova fue un alivio: muchísima gente en la enorme explanada junto al puerto, donde estaban instalados los stands de las asociaciones del Genoa Social Forum y donde Manu Chao acaba de salir al escenario. Pero nuestro objetivo era llegar al estadio Carlini, porque allí estaba el campamento del bloque de la desobediencia global. Allí encontramos otra furgoneta, la de Nacho y su madre. La atmósfera es esa que concede a las anécdotas graciosas un fondo de inquietud y presagio. Nos cuentan el miedo repentino en la mañana al oír los golpes en la puerta de la pensión en la que han hecho noche de camino a Génova: “¡Pulizia!”. La atmósfera que permuta fonemas.
El jueves 19 salimos desde el Carlini para participar en la jornada dedicada a las migraciones, que culmina con una enorme manifestación de unas 50.000 personas, que es sobre todo festiva y que discurre a distancia de la zona roja. Que toda una jornada se dedique a las migraciones tiene mucho que ver con las luchas migrantes en la ciudad y con el trabajo de Genova Città Aperta, el colectivo en el que participan nuestros amigos Sandro y Agostino.
Esa misma noche en la explanada del GSF tengo un pequeño un beef chistoso con Emmanuel y Amador, compañeros del viaje en la furgoneta. Su mirada aún situacionista les lleva a pensar que la jornada de la desobediencia de mañana viernes no será más que un teatro del enfrentamiento con la policía, donde todo está ya pactado. No era rebuscado pensarlo, porque en el dispositivo de los monos blancos siempre estuvo incluido un equipo de mediación con los responsables policiales para evitar que el enfrentamiento se saliera de madre. La táctica de la desobediencia civil de los monos blancos siempre se había presentado ante todo como una acción comunicativa y afectiva, de demostración de que se puede resistir con los cuerpos unidos y protegidos a las cargas de la policía, y al mismo tiempo como un intento de control de las escaladas de violencia y represión. Ello presuponía una mínima disposición a la negociación por parte de los responsables políticos y policiales. Pero esa noche la situación hablaba y no era esa la información que emitía.
El viernes 20 por la mañana salimos del Carlini, en nuestro caso sin mayor protección que la ropa que llevábamos. Desde el estadio sólo había que recorrer apenas un kilómetro para embocar la via Tolemaide, un calle muy larga que conduce al centro de Génova y en esta ocasión a la zona roja. La calle discurre en paralelo al ferrocarril y a partir de cierto momento carece de toda bocacalle, sin posibilidad de escape. Desde el final del larguísimo cortejo, donde acompañábamos al pequeño bloque de la Cuarta Internacional, no tardamos mucho en darnos cuenta de que algo grave estaba sucediendo. El bloque negro había decidido actuar en las calles aledañas al final de via Tolemaide y desde una calle paralela a ésta se elevaba una columna de humo negro, era un coche ardiendo.
Pronto es el final de via Tolemaide lo que se nos aparece como un escenario de una batalla de verdad, una maraña de cuerpos envueltos en humo y gases. No tardan en regresar compañeras que han podido escapar de ese infierno portátil. Ana y Alicia traen ojos de espanto castigados por los gases lacrimógenos; hablan con dificultad de una situación estremecedora. Media hora después la retirada es masiva. Nos encontramos a Agostino, que ha recorrido la zona en su Vespa y que nos dice que no recordaba nada parecido desde las manifestaciones del “movimiento del 77” en Italia. Pero ya la retirada es huida: en centenares y centenares corremos de vuelta al Carlini, refugio imaginario, entre balas de goma y gases que la policía lanza también desde las calles aledañas más elevadas y con helicópteros a decenas de metros del suelo. Ya se habla de que “han matado a un chico”.
De vuelta en el Carlini, sólo hay desolación. Una asamblea improvisada de la desobediencia del Reino demuestra otra vez que el golpe es demasiado fuerte: nervios, jaculatorias, promesas de riscossa para el día siguiente… y luego silencio. El Carlini era un refugio imaginario porque quienes de forma imprudente se aventuraban a alejarse unas decenas de metros eran detenidos y transportados sin destino conocido. Aún no habíamos oído hablar del cuartel de Bolzaneto, pero de repente apareció Roxu de regreso de aquel infierno fascista ya en la noche caída, magullado, aturdido, espantado de lo que le habían hecho y había visto hacer a otros y además contento de seguir con vida. Le habían soltado sin más en medio de la noche y había conseguido regresar a duras penas al único lugar donde esperaba encontrar algo de ayuda y seguridad.
En la mañana del sábado 21 supimos que el chico al que habían matado se llamaba Carlo Giuliani. De un disparo en la cabeza. Lo que iba a ser la gran manifestación de consenso, convocada por el GSF, se había convertido en una necesidad de estar juntos y presentes, desarmados, para protestar contra los poderes asesinos que habían convertido la ciudad de Génova en una zona de absoluto no derecho. En los periódicos se leían protestas impotentes de diputados y dirigentes de la izquierda y de los sindicatos sobre la actuación de la policía. Aún no se sabía que el vicepresidente Fini había hecho presencia en el cuartel de Bolzaneto para animar a las hordas policiales y garantizarles su plena impunidad. En aquella manifestación interminable y alargada por el temor y la angustia nunca dejamos de oler a lacrimógeno. El portavoz Vittorio Agnoletto hablaba sobre el palco en medio de la nube tóxica y decenas de miles resistíamos a su alrededor.
La vuelta al Carlini fue aún más angustiante si cabe, una masa apelotonada por las callejuelas estrechas de las colinas de la ciudad, por las que miles de personas tenían que escapar del acoso policial y de los gases. La sensación de desamparo, total y además veraz. Recuerdo que fue Ernesto el más lúcido y resuelto al decidir que bajo ningún concepto íbamos a pasar la noche en el estadio. En efecto, unas horas después iba a convertirse en una cómoda ratonera para el ejercicio del sadismo policial, en la misma noche en la que compañías de policía y batallones de carabinieri cometieron la masacre de la Escuela Diaz. Aún no sé cómo logramos escapar en la furgoneta del cerco de la ciudad, justo a tiempo. Viajamos toda la madrugada para alejarnos lo máximo posible del centro del horror. Paramos al azar en un pueblo para desayunar algo. Ya todo el país sabía lo que habían hecho en Génova. Con un espresso y algo de focaccia leímos las crónicas desamparadas del Manifesto, con la sensación de ver una luz que se apaga. De vuelta a casa, durante una parada cerca de Roses, leemos en El País la columna de opinión sobre Génova del subdirector del diario, un tal Hermann Tertsch. El título resumía un estilo y ocultaba una premonición: “Kale borroka global”.
La impunidad de los responsables políticos y policiales italianos, así como de los carabinieri que mataron a Carlo y la de los cientos de agentes del orden que masacraron y torturaron en Bolzaneto, en la Escuela Diaz y otros lugares, sigue siendo a día de hoy absoluta. Lo entendemos mejor si nos damos cuenta de que aquello fue un acto de impunidad imperial, la señal de un régimen de guerra y dictadura que precede al “golpe en el Imperio” que los neocons del gobierno Bush iban a dar tres meses después, aprovechando el estupor tras el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre. Y que hoy ha convertido nuestro planeta, en palabras de William Burroughs, en un estercolero terminal.
*Raúl Sánchez Cedillo, participa en la Fundación de los Comunes
Artículo publicado en El Salto.
Foto de portada: Manifestación del movimiento antiglobal Tute Bianche, Túnicas Blancas, de inspiración neozapatista. Foto: Ares Ferrari