En una semana aproximadamente, según el país, tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo. Como cada cinco años se elegirán los únicos representantes en el marco de la Unión Europea que son elegidos de manera directa por la ciudadanía. Esto es importante recordarlo puesto que no siempre se le da el valor que le corresponde y, demasiado a menudo, este proceso electoral es considerado como una suerte de plebiscito interno para medir las fuerzas entre partidos políticos a nivel nacional. En esta dirección están construidas las campañas y los debates en todos los países de la UE y en esa dirección también votarán los ciudadanos,. Estas elecciones, por tanto, tienen perspectiva nacional, económica y social.
Quizás en este punto habría que añadir que, en un contexto convulso como el actual, algunas cuestiones como el precio de la energía o el incremento de la inflación son, sobre todo, un asunto europeo. Un asunto europeo porque esencialmente las respuestas y, en su caso, las soluciones, vendrán desde Europa. Así que, más allá de la disputas de andar por casa, de lo que se vote ahora vendrán las decisiones que marcarán el rumbo del proyecto europeo, y el nuestro. Y a la luz de las encuestas que van saliendo, no pinta demasiado bien para avanzar hacia una Europa más cohesionada, con más derechos, que recupere un tejido industrial sostenido por la transición verde, que defina su lugar en el mundo a través de su autonomía estratégica o que apueste por poner en el centro de la ecuación a las personas y no los intereses corporativos ya sean estos civiles o militares.
En el momento actual, la presión crece para poner en marcha una reforma que permita a la UE enfrentarse de manera solvente a las distintas crisis que se suceden y acumulan. En el plano geopolítico las guerras en Ucrania y Gaza, la relación con China y con EEUU, terminar con las dependencias que arrastra el continente en lo energético, lo industrial y lo militar se han convertido en prioritarias. Esto no parece cuestionable. Lo relevante aquí es cómo se van a alcanzar cada una de ellas y, especialmente, sobre los hombros y los costes de quiénes.
Lo que subyace a esta cuestión es la idea instalada en la narrativa dominante de la necesidad de una Europa geopolítica, con lo que de nuevo surgen preguntas que merecen respuestas. Así, en primer lugar, es imprescindible conocer cuáles serán los principios sobre los que se construirá, y si estos incluirán postulados neocoloniales sobre los que soportar el peso de la transición energética y verde, o sobre los que se seguirá actuando en términos de necropolítica con los cuerpos «prescindibles» tal y como vemos de manera cotidiana en el Mediterráneo o en Gaza y todo por alcanzar los intereses geopolíticos de autonomía estratégica.
En segundo lugar, qué significa exactamente hablar el «lenguaje del poder», del poder duro. Una idea que no se sostiene de manera exclusiva sobre el incremento de las estructuras de defensa, sino que tiene otras implicaciones mucho más amplias. Ese lenguaje del poder pone en el centro cuestiones de seguridad que, cada vez mas, supeditan derechos esenciales como el de la libertad de expresión o el control democrático de las decisiones adoptadas. La reciente aprobación de más de 1.100 millones de euros por parte del Gobierno español sin debate ni control democrático a través del Parlamento bajo la excusa de la seguridad por razones de discreción y premura es solo un ejemplo. Otro lo encontramos en la cada vez más preocupante deriva que ha tomado la que parece que puede volver a ser presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, cada vez más próxima a los postulados de las derechas nacionalistas y ultras, y cada vez más con más rasgos que deberían preocupar a propios y extraños. Las razones de seguridad aplican en esta ocasión a su propuesta de frenar en seco las campañas de desinformación a través de la censura previa de las informaciones que no coincidan, se entiende, con el relato dominante, en un claro atentado contra la libertad de información. Así, es suficiente la apelación a la razón de Estado en una situación sensible como la que transitamos para dejar en stand by el corpus de derechos y libertades sobre los que, casualidad, se ha identificado el proyecto europeo hasta la fecha. El debate sobre seguridad y libertad habita de nuevo entre nosotros.
Sería muy ingenuo creer que todo lo que sucedió durante los años 90 y 2000’ tuvo por objetivo la expansión de la democracia, tal y como nos contaron, sin más y sin que estuvieran involucrados intereses materiales, económicos y militares recubiertos eso sí por el manto de la paz democrática. O que la idea del poder transformador de la UE era cosa de herbívoros sin intereses de dominación vinculados. La diferencia esencial entre esa época y la actual era que entonces no había actores internacionales con capacidad de impugnar el sistema internacional implantado y dominado por el hegemón americano.
Ahora la diferencia es evidente. En el anterior ecosistema la UE, y sus Estados miembros, todavía tenía cierto margen para operar en un mundo sostenido sobre el multilateralismo cuyo centro geopolítico se situaba en el atlántico. Ahora ha quedado totalmente desplazada del nuevo centro de disputa, el del Indo-Pacifico. Pero además, el no haber apostado de manera consistente por una Europa social construida sobre la puesta en marcha de una unión fiscal con capacidad redistributiva, en comunión con un modelo económico que operaba con el mercado como regulador, ha desembocado en una profunda crisis de las democracias liberales. Y en eso estamos ahora.
El resultado de las elecciones del 9 de junio desde luego no solucionará todas estas cuestiones, pero sí podría llegar a frenar la deriva descendente hacia la que transitamos casi de manera irremediable.
*Ruth Ferrero-Turrión, profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
Artículo publicado originalmente en Público.es
Foto de portada: Chapas animando al voto en las elecciones europeas, en la oficina del Parlamento Europeo en Malta. REUTERS/Darrin Zammit Lupi