La confianza en el nuevo régimen surgido de la Primavera de 2011 hace tiempo que se disipó, y al igual que en muchos otros países árabes, la inoperancia del Estado, la dependencia de instituciones como el FMI, el alto paro estructural, y la enorme inflación forman parte del día a día de las masas populares. Los paquetes de ayuda al desarrollo del Fondo Monetario o la Unión Europea reproducen la dependencia respecto del imperialismo occidental y de sus mercados, acarreando recortes y una mayor desprotección, lo cual es vivido por las capas medias (profesores, funcionarios, médicos y abogados) como una amenaza creciente de verse arrojados a la precarización y a la miseria. En respuesta, estos sectores se revuelven y tratan de presionar al Estado para que los defienda; no es casualidad que la juventud universitaria en paro sea uno de los mayores factores movilizadores en el país, empezando por la propia Primavera de 2011. La clase trabajadora, mientras tanto, se mueve entre la apatía y el ocasional estallido espontáneo.
El régimen actual surge de esos vientos primaverales que barrieron el mundo árabe hace 11 años; el descontento de las capas medias se fraguó en dos campos contrarios: el islamista y el secularista. La historia de esta década ha venido marcada por los cambios en la correlación de fuerzas entre ambos. En 2011-2013, los islamistas moderados de Ennahda (Renacimiento) lideraron el proceso constitucional con la mayoría de escaños en la Asamblea Constituyente, pero desde entonces no han encabezado ningún gobierno. En las elecciones legislativas de 2014, una gran coalición secularista, Nida Tounes, desplaza al islamismo como primera fuerza, para a continuación desintegrarse y quedarse fuera del Parlamento en las elecciones de 2019, que dan lugar a un legislativo fragmentado en una miríada de partidos pequeños. Así, por un lado, el campo islamista no tiene la capacidad de gobernar por sí mismo, y por el otro, el secularismo se encuentra tan fragmentado que tampoco puede ofrecer una alternativa viable. Las coaliciones resultantes se caracterizan por su debilidad y escasa cohesión: Túnez ha tenido 9 ejecutivos en diez años, antes de la crisis institucional de 2021-2022. Y esta ha sido, en líneas generales, la situación desde 2011.
No es de extrañar, pues, la creciente falta de legitimidad de los partidos políticos en general y del Parlamento en particular. En efecto, el desencanto hacia el sistema político ha ido aumentando hasta convertirse en una hostilidad manifiesta, principalmente a partir de 2020 y a raíz de las graves consecuencias de la pandemia en el país, que por esas fechas contaba más de 15.000 muertos, además de la paralización de la economía. Todo ello ha desembocado en grandes manifestaciones contra la corrupción a lo largo de 2020-2021, y frente a la inoperancia de los partidos para encuadrar o redirigir el descontento, el auge del movimiento de protesta se ha traducido en un enfrentamiento entre la Presidencia y el Parlamento, enfrentamiento que parece lejos de resolverse a día de hoy. Nuestro objetivo es ofrecer un cuadro general desde el análisis de los tres grandes puntos de inflexión del proceso: en primer lugar, la suspensión temporal del Parlamento en julio de 2021, en segundo lugar, su disolución en abril de 2022, y finalmente el periodo entre el referéndum constitucional de julio y las elecciones de diciembre de este mismo año.
La crisis política. De la dictadura constitucional a la reforma del Estado
Pero antes que nada, presentemos a los actores. En 2019 coinciden elecciones legislativas y presidenciales. Las presidenciales otorgan la victoria a un outsider, Kais Saied, anteriormente profesor universitario y jurista sin relación con ningún partido o corriente. Las legislativas, por otro lado, resultaron en un Parlamento fragmentadísimo: el islamismo moderado de Ennahda quedaba como primera fuerza, seguida por Corazón de Túnez (secularista), la Corriente Democrática (socialdemócrata) y la Coalición por la Dignidad (islamista radical), además de muchos otros partidos minúsculos. El gobierno de coalición resultante del pacto entre islamistas moderados y socialdemócratas cae en septiembre de 2020, en un tiempo récord de siete meses, y da paso a un gobierno de carácter tecnocrático liderado por Mechichi. Este nuevo ejecutivo, a su vez, sufre un enorme escándalo de corrupción relacionado con el Ministerio de Medio Ambiente a finales de año. Y en el contexto del cese de varios ministros envueltos en casos de corrupción y de un auge de las manifestaciones en contra del ejecutivo de Mechichi es donde comienza a desarrollarse abiertamente el antagonismo entre el Presidente y el Legislativo. A partir de aquí, como veremos, esta contradicción desplaza en importancia a la existente entre islamistas y secularistas, aliados ahora contra el presidencialismo de Saied.
El primer acto comienza con el bloqueo del Presidente a los nombramientos de los nuevos ministros en enero de 2021, seguido de varios meses de acusaciones cruzadas, con los parlamentarios denunciando el autoritarismo de Saied y éste criticando la corrupción de los partidos. Tras una escalada progresiva del discurso político y en las calles, la tensión alcanzará su apogeo en julio. El día 25 grandes multitudes salen a las calles a protestar contra la corrupción y exigiendo la disolución del Parlamento, en un ambiente de descrédito total de los partidos. Este es el primer punto de inflexión en el enfrentamiento institucional: el Presidente se apoya en el movimiento de masas para suspender temporalmente el Parlamento y forzar la dimisión del Primer Ministro.
Saied invoca el artículo 80 de la Constitución, según el cual la Presidencia puede asumir plenos poderes en una situación de riesgo grave para la nación, tratándose en este caso del riesgo sanitario por la pandemia y la catastrófica gestión de ésta por parte del gobierno de Mechichi. Asimismo, la Comisión Electoral pasa a estar bajo su control y el Alto Consejo del Poder Judicial es disuelto a golpe de decreto. Quedan prohibidas las reuniones públicas y privadas de más de tres personas y se impone un toque de queda. La situación delinea claramente dos campos contrarios, en torno a los que apoyan al “movimiento 25 de julio” y lo defienden como una vía de regeneración del país, y los que lo consideran poco más que un golpe de Estado encubierto. Negro sobre blanco, lo que empieza como una dictadura constitucional en una situación extraordinaria acabará derivando en un intento de normalizar medidas de excepción a través de la reforma de la Constitución y del Estado, excluyendo a los partidos políticos del proceso.
Entre el bando presidencialista podemos encontrar a varios partidos minoritarios de izquierda secularista, siendo el mayor de ellos el Movimiento Popular, junto con otros socios menores (baathistas y partidos obreros de corte maoísta); también al principal sindicato del país, la Unión General de Trabajadores tunecinos (UGTT). La oposición la conforman la práctica totalidad de los partidos políticos, destacando el Frente de Salvación Nacional, coalición mayoritaria formada ese mismo julio por Ennahda y la Coalición por la Dignidad (islamistas) junto a Corazón de Túnez (seculaistas) y otros partidos menores. El Presidente aprovechará el descontento popular para prolongar la suspensión “temporal” del Parlamento durante ocho meses y enjuiciar a numerosos diputados con cargos de corrupción y de conspiración mientras refuerza su posición y acumula fuerzas a su alrededor.
Mientras tanto, los opositores tratan de reorganizarse para contraatacar, recabando apoyos internacionales, estableciendo alianzas con organizaciones no gubernamentales (de mujeres, de periodistas, etc) y organizando manifestaciones en contra del Presidente. Finalmente, en abril de 2022 los parlamentarios votarán telemáticamente a favor de la revocación de los poderes presidenciales extraordinarios; se trata de un acto simbólico, pero Saied lo utiliza como excusa para disolver definitivamente el Legislativo.
La disolución del Parlamento en abril constituyó el segundo punto de inflexión y dio paso a que ambos jugadores subieran la apuesta. Siendo la Presidencia la única institución representativa restante, Saied se embarcó en un proyecto de reforma constitucional con el fin de normalizar su posición de fuerza, es decir, para reformar la Constitución hacia un sistema presidencialista. Sin embargo, el aumento de las tensiones y el creciente desapego del movimiento de masas hacia su figura derivaron en la debilidad objetiva de este proyecto: el Comité de expertos para la reforma constitucional se formó sin la participación de ningún partido, incluyendo a los que eran más favorables, y el establecimiento de una Comisión consultiva de organizaciones no gubernamentales (de periodistas, pro derechos humanos, feministas y sindicales) resultó en un fracaso al negarse a participar las más importantes.
Significativamente, a finales de junio y con la publicación del borrador del texto constitucional, la Unión General de Trabajadores Tunecinos, el mayor sindicato del país, abandonó la comisión consultiva y convocó huelgas y manifestaciones en contra del Presidente. El propio referéndum constitucional de julio se encargó de demostrar la pérdida de apoyos del bando presidencialista a lo largo de 2022: el sí ganó con casi un 95% de los votos, pero el boicot de la oposición y el desapego hacia Saied provocaron una participación de tan sólo el 30’5% de los electores. Al no haber un mínimo establecido, se consideró aprobada la reforma constitucional, que establecía un parlamento bicameral y daba grandes prerrogativas a la Presidencia, pero las cifras muestran el escaso apoyo existente a esas alturas. Asimismo, las protestas organizadas por el Frente de Salvación Nacional reunían cada vez más manifestantes, pasando de cifrarse en centenares de personas en junio y julio a convocar a miles, como en la marcha anti Saied del 15 de octubre en la capital.
Así pues, a partir de abril-junio, la corriente se vuelve claramente en contra del Presidente. Y es que no solamente el referéndum tuvo una participación muy baja, sino que la normalización política bajo el nuevo marco presidencialista no parece ser cosa fácil. Las elecciones legislativas que han de celebrarse el 17 de diciembre corren el riesgo de repetir el fiasco del referéndum, lo cual vendría a confirmar la incapacidad del proyecto presidencialista de ofrecer una estabilidad mínima. A día de hoy aún hay muchos distritos electorales sin el número mínimo de candidatos, y muchos lo atribuyen a la restrictiva ley electoral emitida por Saied, por la cual se prohíbe toda financiación pública a las campañas electorales, de modo que los candidatos deben financiarse por su propia cuenta o mediante patrocinadores privados. Además, la oposición boicoteará los comicios: el Frente de Salvación Nacional y la Coordinadora de Partidos Socialdemócratas (Corriente Democrática, Partido de los Trabajadores, Partido Republicano, etcétera) anunciaron en septiembre que no participarán en la convocatoria electoral. Los obstáculos a la inscripción de candidatos, las denuncias y el boicot de la oposición y el escepticismo de cada vez un sector mayor de la población tunecina auguran un proceso electoral complicado que difícilmente podrá despejar las dudas sobre la legitimidad del nuevo marco institucional, independientemente del resultado final.
En conclusión, es poco probable que las próximas elecciones puedan servir como cierre para la crisis política, ni como marco para el diálogo entre la oposición y el campo presidencial. Todo apunta a que tan sólo reproducirán en un nuevo escenario el mismo bloqueo, el mismo enfrentamiento, la misma incapacidad del sistema de partidos para encuadrar a las masas puestas en movimiento por la interminable crisis social y económica que pone el telón de fondo de la crisis política tunecina. Es cierto que el desgaste del Presidente Saied es cada vez más visible, pero está enrocado en las altas instancias del Estado, y aún está por demostrar si los partidos mayoritarios pueden oponer una alternativa lo bastante cohesionada y fuerte como para revertir la situación de un modo decisivo.
A día de hoy y con la polarización política tan vigente como en 2021, ni uno ni los otros parecen poder garantizar la estabilidad ni tener un proyecto que sea capaz de encarar los profundos problemas estructurales del país: el paro juvenil, la inflación y el desabastecimiento de productos de primera necesidad, el endeudamiento del Estado… A este respecto, todos parecen compartir la dependencia respecto al Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y Estados Unidos. En cualquier caso, tras las elecciones, el pueblo tunecino seguirá sufriendo la precariedad del día a día, mientras en el largo plazo las luchas intestinas amenazan con consumir a la sociedad en un enfrentamiento tan interminable como estéril.
*Erik Navarro es periodista y analista político
Artículo publicado originalmente en Descifrando la Guerra
Foto de portada: Protestas en Túnez contra el referendo constitucional del 25 de julio. Fethi Belaid / AFP