Académicos, especialistas y politólogos caracterizan al autoritario régimen que sufre el pueblo salvadoreño desde hace más de tres años como híbrido; es decir, una democracia en creciente descomposición, cuyos cimientos se ven debilitados día tras día desde las más altas esferas del poder estatal.
Para quienes viven y sufren el régimen salvadoreño, en cambio, es claro que dejó hace tiempo de ser híbrido para conducirse en los andariveles del autoritarismo dictatorial, arbitrario y personalista, propio de regímenes autocráticos
En realidad, más allá de las definiciones académicas, lo cierto es que aunque en El Salvador, desde los Acuerdos de Paz en adelante, se intentó sentar las bases para establecer un sistema normativo social de derechos que permitiera por fin a la sociedad salvadoreña vivir en un entorno de paz, con el fortalecimiento de instituciones democráticas, para poder volcarse a la construcción de la imprescindible justicia social después de 60 años de dictadura y una guerra civil, los resultados a lo largo de los años han sido poco satisfactorios.
Es verdad que, por ejemplo, en los dos gobiernos del FMLN (2009-2019) se ampliaron los niveles de participación ciudadana en la toma de decisión en no pocos aspectos de la vida de la sociedad como nunca antes se había visto. Sin embargo, la misma fue, en todo caso, limitada y carente de uno de los valores esenciales requeridos para que la participación ciudadana cobrara un carácter protagónico: la educación, la formación de conciencia, el valor de lo colectivo y comunitario, la participación democrática asambleísta como práctica cotidiana que permitiera conocer y respetar mayorías y minorías, tomando decisiones de conjunto.
Esto resulta crucial a la vista de la actual realidad, que demuestra día a día, que el autoritarismo, la ley del más fuerte, el caudillismo, siguen muy presentes en la psicología y la cultura salvadoreña, en su conciencia, que no ha dudado en más de un caso en sacrificar derechos y aspectos de vida democrática a cambio de poder sentir niveles de “seguridad”, entregando así al Estado el destino de muchos de sus derechos individuales y colectivos.
Esa construcción de una cultura de la participación colectiva ciudadana, por otra parte, no es algo que dependa de los agentes encargados de esferas estatales. Lejos de ello, es desde abajo donde mejor se construirá la conciencia participativa democrática y protagónica, en la elaboración de formas concretas de poder popular. Cierto es que con un impulso desde el Estado se incrementarían y acelerarían esos procesos de crecimiento en conciencia, en la medida que se fomentaría la práctica de un habitual ejercicio cotidiano.
No hablamos, en cualquier caso, de las raquíticas formas de democracia burguesa representativa, donde desde las instituciones y partidos políticos nos recitan la letanía del voto como panacea democrática, sino de la participación permanente del pueblo en la toma de decisiones en cuestiones que le afecta directamente.
En todo caso, para las fuerzas de izquierda y populares el tiempo está a su favor en este aspecto, porque a lo largo de estos tres últimos años quedó en evidencia que el Estado autoritario y dictatorial avanzará sin obstáculos ni resistencias si frente a él no se alza una fuerza de conciencia ciudadana y popular, organizada y dispuesta a defender y reconquistar sus derechos de forma colectiva y asociada.
Si algo temen los tiranos es a la fuerza del pueblo organizada. En la medida que esta siga dispersa, o fragmentada la tarea de dividir y vencer resultará relativamente sencilla para el autócrata de Capres, porque su poder radica en generar odio entre el pueblo y establecer agendas propias, que sus aparatos de difusión y desinformación se encargan de divulgar para mantener distraídos a grandes conjuntos sociales.
Mientras los matones digitales a sueldo del gobierno se dedican desde sus bunkers en casa presidencial y otras oficinas de gobierno a insultar y aplastar virtualmente cualquier expresión crítica hacia el jefe de Estado, su gobierno y su entorno, para inhibir toda expresión pública de resistencia, en las comunidades, donde vive el pueblo real, el de carne y hueso -y no aquella masa amorfa de troles que desde Estados Unidos o Costa Rica nos vende un país ilusorio en el que jamás se atreverían a vivir-, la gente sufre en silencio, se organiza en el casa a casa, comunidad a comunidad, busca apoyo mutuo y solidario para rescatar a sus presos y presas políticas y sociales, para denunciar las torturas, los abusos de autoridad de militares y policías indignos de llevar sus uniformes. A esos funcionarios los llaman “héroes” desde las altas esferas de la publicidad oficial, pretendiendo generar la percepción de una “militarización buena”. Otro sarcasmo del autoritarismo.
Lo que hoy viven las comunidades pobres, rurales y urbanas de El Salvador, lo mismo que viven las organizaciones sindicales que se han negado a actuar como perritos falderos del régimen, así como las comunidades que defienden el medio ambiente frente a la voracidad del capitalismo extractivista, o las organizaciones defensoras de DDHH y la prensa de investigación independiente, cada vez más perseguida, grafica el clima irrespirable de arbitrariedad en una sociedad sin derechos. Ese clima empezó hace tres años.
El 9 de febrero de 2020 representa simbólicamente el avance y aplastamiento por la fuerza bruta militar-policial de cualquier manifestación de voluntad popular. La toma militar del órgano legislativo por órdenes de un presidente del Ejecutivo que, a partir de ese día comenzó a comportarse como el dictador que ha llegado a ser.
El gesto fascista presidencial a las puertas del recinto legislativo, frente a un grupo de seguidores civiles con carteles cuidadosamente elaborados para que se interpretara como apoyo a la violación del Estado de Derecho, junto al despliegue de francotiradores rodeando el predio legislativo, mientras la infantería entraba como elefante en un bazar a pasearse armada hasta los dientes entre las curules, representa claramente el inicio de la ofensiva militarista del régimen; un giro fascista destinado a arrasar con las conquistas y derechos sociales, para garantizar el libre accionar del nuevo grupo económico aferrado al poder y dispuesto a violar las leyes nacionales e internacionales que sean necesarias con tal de asegurar su permanencia y consolidación.
A lo largo de estos tres años no se registra ni tan siquiera un avance social digno de llamarse tal, producido por el actual gobierno. Lejos de ello, los derechos y libertades han sido pisoteados. La tan difundida seguridad significó el aplastamiento de grupos criminales previamente asociados al mismo gobierno, y su reemplazo en la esfera social de comunidades, mercados, caseríos y barrios, por grupos armados con uniforme militar o policial oficial, que se autoasignan el derecho de asegurar o restringir la libertad de tránsito, el derecho a la libertad o la prisión, finalmente el derecho a la vida y la muerte. Tal como antes lo hacían las bandas criminales derrotadas.
Mientras tanto, desde el Ejecutivo vemos a un presidente amenazando con encarcelar a los alcaldes municipales que no le obedezcan, y ordenando capturas, cateos o cercos militares a través de sus cuentas de Twitter. Ese es el régimen que impera en El Salvador. Rabiosamente neoliberal, profundamente clasista, extremadamente elitista, engalanando pequeñas porciones del país (aeropuertos, puertos de entrada, centros comerciales y algunas costas) para goce y disfrute de un grupo minúsculo de extranjeros ricos, interesados en lavar activos digitales sin pagar impuestos, mientras mantienen un nivel de vida absolutamente prohibitivo para las grandes mayorías populares, que bien pueden conformarse con ver las fotos y videos de ricos y famosos surfeando en algunas costas salvadoreñas. Será lo más cerca que llegarán en esa parte del mundo.
El Talón de Aquiles de la dictadura
Pero aquel país ficticio solo puede engañar a unos cuantos un tiempo. El dinero utilizado en propaganda puede mantener dormidos a incautos y fanáticos; pero ese dinero no puede comprar la realidad que, por ejemplo, nos acaba de apuntar una comisión del FMI que visitó El Salvador (30 de enero al 8 de febrero 2023) para evaluar la situación financiera del país.
A ese engendro multilateral que responde a los intereses de la banca internacional, y cuyo fin último es asegurarse que cada país honre las deudas en que incurre, no le interesa quedar bien con el gobierno, y mucho menos con los pueblos que son, en definitiva, los que sufren las privaciones y despojos de aquellos endeudamientos, robos y latrocinios, sino asegurarse que cada país cumpla sus compromisos.
El último informe recién conocido es, en este sentido, bastante elocuente. Señala el Fondo, por ejemplo, que el saldo de deuda interna de corto plazo se ubica en 8¾ por ciento del PIB. Es decir que la deuda es alta y debe pagarse en un plazo de un año, para lo cual el gobierno deberá recurrir a préstamos de la banca nacional, puesto que ni esa deuda está presupuestada en el plan de gastos 2023, ni el mercado de capitales internacionales le resulta favorable al régimen. Esto último también lo señala el FMI, y la perspectiva es que el gobierno se vea forzado nuevamente a seguir posponiendo obras e inversiones previamente anunciadas. Es decir que se profundizará su tendencia a seguir inaugurando maquetas a falta de algo mejor.
En el mismo sentido, se advierte que el PIB real probablemente crezca un máximo de 2.4% este año. Para el pueblo esto significará precios más altos en bienes y servicios, y para el gobierno la profundización de la crisis financiera, el desbalance comercial y la caída constante de las ya escasas reservas monetarias.
Por supuesto que la situación que enfrenta El Salvador, causada en una enorme proporción por la pésima gestión de las finanzas públicas, y su absoluto desinterés en perseguir la corrupción descarada de su gobierno y de sus asociados, tiene también un carácter global, que solo contribuye a profundizar la crítica situación nacional.
Hechos previsibles como una desaceleración de la economía del principal socio comercial, los Estados Unidos, afectaría no solo en materia de intercambios, sino sobre todo en el estratégico y crucial flujo de remesas, que literalmente está sosteniendo la endeble estructura económica local, amortiguando en amplios sectores populares el efecto inflacionario de la crisis. Mientras tanto, el FMI advierte que la tan cacareada reforma de pensiones, que no afectó en nada la privatización del sistema, amenaza con afectar seriamente las finanzas gubernamentales.
En un año pre-electoral las propuestas draconianas del FMI al gobierno se vuelven misión imposible, como aumentar impuestos sobre el consumo (IVA), focalización y /o eliminación de subsidios, como el del gas, porque todo ello no favorecería las campañas y el marketing que, sin duda, el régimen prepara para asegurar la única vía que impida al resto de la sociedad revitalizar los mecanismos de control, retomar la incidencia sobre el resto de poderes del Estado y restablecer un Estado de Derecho que, sin duda, llevaría a más de un funcionario oficial a habitar las mismas cárceles que hoy inauguran a bombo y platillo. La continuidad es la garantía de impunidad para el régimen. Para ello seguirá endeudando al pueblo salvadoreño y a sus futuras generaciones.
La inflación sigue siendo el azote del pueblo trabajador, que ve disminuir el valor de compra de sus ingresos. En enero, los precios subieron un 7.03% interanual. Los alimentos se encarecieron un 12.22%. La inflación de enero representa el noveno mes consecutivo por encima del 7%, según las cifras del Banco Central de Reserva (BCR).
En todo caso, ya sabemos dónde están las prioridades del gobierno, y solo basta mirar las partidas presupuestarias del año, destinadas en primer lugar al pago de la deuda, priorizando esto sobre salud o educación, por ejemplo. La nula voluntad política gubernamental en materia social es más que evidente, y es, además, más elocuente que todas las patrañas propagandísticas gestadas desde los tenebrosos bunkers de Casa Presidencial. Por eso siempre es importante recordar que nada es para siempre, en especial cuando se pretende sostener una realidad inexistente a fuerza de fantasías prefabricadas. Las pueden repetir millones de veces, pero eso no las convertirá en verdad. El hambre y el sufrimiento de un pueblo crecientemente pobre, por otra parte, tampoco puede contenerse u ocultarse, ni siquiera apelando a las ya preparadas herramientas represivas gubernamentales.
Raúl LLarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
Foto de portada: Militares ocupan la Asamblea el 9 de febrero de 2020 /El liberalsv