La comunidad internacional vio con indignación que las leyes y convenciones internacionales han dejado de tener valor para el grupo de extremistas de derecha que gobierna Ecuador, en su afán de capturar a un asilado político, para quien no quieren justicia sino venganza, porque su consecuente defensa de la Revolución Ciudadana les resulta imperdonable.
Como no podía ser de otro modo, el gobierno de México actuó con la dignidad que lo caracteriza y rompió relaciones con el gobierno de Noboa, al tiempo que presentará las denuncias correspondientes ante organismos internacionales. La solidaridad de pueblos y gobiernos no se hizo esperar; sumamos desde estas líneas nuestras expresiones solidarias con la Patria de Villa, Zapata y Benito Juárez, con su gobierno y sus dignos diplomáticos.
La gravedad del caso tiene aún otro elemento que aumenta la preocupación. Si la salvajada ecuatoriana no tiene consecuencias serias y reales para los perpetradores, entonces se podría abrir la veda para la fauna de extremistas que empiezan a poblar las casas de gobierno en Nuestra América.
Inclinados a romper las normas universalmente aceptadas, no sería sorprendente que también en estos temas pretendan hacer su voluntad en función de sus intereses, irrespetando leyes internacionales del mismo modo que ya lo hacen con las de sus países. Para muestra, el irrespetuoso y reaccionario mensaje del inconstitucional mandatario salvadoreño, a contramano de lo proclamado en bloque por gobiernos de derecha e izquierda por igual: «Una embajada no puede servir para proteger a delincuentes, bravo Ecuador «
En efecto, como bien dice el presidente López Obrador, así son y así actúan los fachos, no solo en Ecuador sino a lo largo y ancho del continente americano y el Caribe, como lo demuestra la ocupación policial de ministerios y oficinas públicas en Argentina para evitar la protesta de trabajadores despedidos a mansalva por el gobierno extremista de Milei.
Del mismo modo, en El Salvador, varios temas afectan la agenda y en todos ellos ese “modo de ser facho” destila entre sus poros como un veneno indetenible.
No referimos a la agenda de la pobreza, que va creciendo hasta hacerse miseria en miles de hogares salvadoreños, mientras en flujos constantes de migración, personas de todas las edades siguen huyendo de la violencia y la pobreza en números similares a tiempos pasados, y por las mismas razones.
Muerte y miseria en las calles; tortura y muerte en las cárceles
Lejos de la narrativa oficial, la violencia homicida no ha cesado, aunque haya cambiado parcialmente su origen. Mientras desde el gobierno aseguran el fin de las pandillas, las muertes inexplicables siguen sucediendo, los cadáveres se contabilizan, en número menor a los puntos álgidos que alcanzó El Salvador en su momento, pero siguen ocurriendo, y creciendo en cifras desde inicios de año.
Para que las tasas de homicidios no enturbien la narrativa oficial, prefieren ocultar las cifras, y aparecen así los muertos no contabilizados. Al mismo tiempo, desde organismos de DDHH se subraya el terror en las cárceles, y se asegura que, de un total de 244 muertes en centros penitenciarios, el 48% presenta signos de tortura.
Secuestros sin investigación, feminicidios y desapariciones que quedan en la impunidad. Esa es la realidad en las calles del país que venden como uno de los más seguros del mundo. Las denuncias de groseras violaciones a los derechos humanos no cesan y Amnistía Internacional acaba de advertir que la inconstitucional reelección presidencial puede profundizar el actual estado de cosas, que de por sí en su informe describe como alarmante:
“Hasta febrero de 2024, movimientos de víctimas, organizaciones de derechos humanos locales y reportes de medios registraron 327 casos de desapariciones forzadas, más de 78,000 detenciones arbitrarias, con un total de aproximadamente 102 mil personas privadas de libertad en el país, una situación de hacinamiento carcelario del 148% aproximadamente, y al menos 235 muertes bajo custodia estatal.
A esto se suma la precarización y el aumento del riesgo que en este contexto están sufriendo las personas defensoras y cualquier voz disidente o crítica, ante la instrumentalización del régimen para criminalizarlas. Actualmente, organizaciones locales dan cuenta de 34 casos de este tipo, la última el de una madre buscadora, Verónica Delgado capturada el pasado 11 de marzo de 2024.”[1]
Esa es la realidad que vive El Salvador. Mientras el gobierno rechaza las acusaciones de los organismos internacionales, acusa a los nacionales de pretender “regresar al pasado”, como acaba de publicar el propio presidente en uno de sus habituales ataques de histeria digital, canalizada a través de su plataforma favorita.
No se habla, en cambio, del otro flagelo creciente en el país en materia delincuencial, aquel que se mantiene en un siempre sospechoso bajo perfil: el crimen organizado transnacional, cuyos tentáculos en El Salvador se arraigan en los organismos de poder político, familias oligarcas, cuadros policiales y miembros de la fuerza armada.
Esa delincuencia no ha desaparecido, lejos de ello, florece en el país al amparo del poder. Sus silenciosas víctimas siguen apareciendo sin que nadie parezca notarlo, o quiera destacarlo. El narcotráfico avanza, enquistado no ya en las pandillas sino en las estructuras del Estado. Esa violencia no se registra ni en las cifras ni en la narrativa oficial, que prefiere centrarse en una permanente evocación a las pandillas, excusa perfecta para un régimen de excepción convertido en estrategia de control ciudadano.
Ni el narcotráfico, ni el lavado de dinero a través de criptoactivos figuran entre los objetivos de las fuerzas de seguridad de El Salvador, salvo en los casos que EEUU exige alguna muestra de acción contra ese tipo de delitos. Allí desparece el supuesto nacionalismo y el patrioterismo presidencial de plaza y balcón. En la región centroamericana, como en casi todo el continente, el crimen organizado se fortalece, se expande y consolida su poder económico en contubernio con el poder político.
Con la narrativa de la desarticulación de las pandillas el régimen sostiene su popularidad interna y concita admiración en círculos extremistas del exterior. Pero más allá de narrativas el empobrecimiento, la vulnerabilidad y la falta de oportunidades son temas que continúan sin ser abordados.
Un informe colectivo reciente acerca de la situación de derechos humanos en El Salvador, elaborado por diversos organismos encargados de monitorear estas temáticas, detalla que habiendo una capacidad instalada para 67,280 personas encarceladas, los centros penales alojan 109,519 personas, dando asíuna tasa de 1,728 personas privadas de libertad por cada 100,000 habitantes.
Es cada vez más frecuente el sentimiento de amenaza e indefensión de activistas y militantes populares ante la actitud soberbia de impunidad por parte de elementos policiales y militares. Las extorsiones, los abusos a mujeres, las amenazas, ya no están en manos de pandilleros sino de los mismos que se dicen encargados de hacer respetar la ley.
Mientras en años anteriores las pandillas eran las causantes principales de los desplazamientos forzosos, hoy se sabe que en los últimos dos años 598 personas estuvieron expuestas a situaciones de desplazamiento forzado interno, y que la mayoría de las víctimas son mujeres, acompañadas de niños y adolescentes. Los victimarios han sido agentes de seguridad del Estado, ya sea de la Policía Nacional Civil (PNC) o de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES).
El estado policial-militar se profundiza en la medida que el régimen es incapaz de dar respuesta a los problemas más sentidos de la población, que tienen que ver con el hambre, la desnutrición, la falta de oportunidades laborales.
Las arcas del Estado se vacían cada vez a mayor velocidad ante la voracidad de un grupo burgués emergente empeñado en exprimir cada recurso en beneficio de sus intereses. El gobierno se está financiando con el dinero de las pensiones, y el total de deuda que tiene el Órgano Ejecutivo con los cotizantes asciende a $9,794.31 millones, hasta febrero pasado, de acuerdo a los datos del Banco Central de Reserva (BCR). A esto se agrega la intención oficial, manifestada por el vicepresidente Félix Ulloa, de encontrar alguna forma de quedarse con una parte de las remesas que entran el país.
Esta semana buscaron otra fuente de recursos de donde canalizar fondos para sus necesidades. Nuevamente amenazan meter mano a los recursos del pueblo. En una maniobra legislativa exprés, los diputados de Nuevas Ideas y sus socios cómplices, apuntaron a los recursos del Instituto Salvadoreño del Seguro Social. Para ello, quitaron de un plumazo a quienes podían fiscalizar y condicionar el uso de tales recursos, que además se habían constituido en un organismo “incómodo”, el Colegio Médico, al que mediante la reforma de la ley del ISSS eliminaron de su consejo directivo. Lo mismo hicieron con el ministerio de Trabajo, de modo que dejan expedita la posibilidad de vaciar de fondos el Seguro Social, de manera bastante discrecional, sin testigos ni controles externos.
En otro ejemplo de las prioridades de gastos de este gobierno, se supo que la deuda con la Universidad de El Salvador podría llegar al finalizar 2024 a los 92 millones de dólares. En cambio, desde Presidencia no se escatima en gastos de “inteligencia”. Así, se supo que en 2023 se gastó 22 veces más de lo presupuestado para la Oficina de Inteligencia del Estado (OIE), totalizando $33.5 millones. Las prioridades están claras, dejar caer la educación superior, mientras incrementa las tareas de espionaje sobre la ciudadanía.
Así trabajan estas mafias que se van enquistando en gobiernos a lo largo y ancho del continente. Las acciones violentas, los modos fascistas de operar, tienen a la base el despojo de las clases populares. Como bien dicen AMLO, así actúan los fachos, en Ecuador, en Argentina, en El Salvador y en cada lugar donde, con la fuerza o el engaño, logren acaparar crecientes porciones de poder.
Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
Foto de portada: Internet
Referencias:
[1] El Salvador: La institucionalización de la violación de derechos humanos tras dos años del régimen de excepción