En las últimas semanas un viejo conocido de la política europea ha vuelto a dar que hablar en los pasillos de Bruselas. Reaparece Mario Draghi: exdirector de Goldman Sachs para Europa, expresidente del Banco Central Europeo, expresidente del gobierno de concertación que debía sacar a Italia del túnel populista, pero acabó entregándosela a Meloni…
El gurú del whatever it takes (lo que sea necesario) reapareció con un comentadísimo artículo en The Economist, llamando a proyectar la UE en una doble dirección: la ampliación hacia los Balcanes y Ucrania, y la construcción
de un sujeto federal a partir de una verdadera unión fiscal que mutualice deudas, inversiones y recursos a nivel continental. De esa operación, anatema durante décadas en Alemania, depende según él el futuro del proyecto europeo.
Envuelto en los ropajes de un prócer federalista, Draghi desarrolla el siguiente razonamiento. La oposición a la unión fiscal ha respondido siempre a motivos esencialmente nacionales: ni los gobiernos ni las opiniones públicas de los países europeos han aceptado nunca que hubiera mecanismos para transferir riqueza y recursos de las economías más avanzadas a las menos desarrolladas, o para compensar los desajustes entre ciclos económicos de una región a otra. Pero gracias a los mecanismos que el BCE —es decir, él—puso en marcha para estabilizar los mercados de deuda, Europa ha conseguido aplanar los ciclos económicos, bajar los costes de financiación de los países más vulnerables, y reducir la necesidad de ese tipo de transferencias.
Los retos a los que nos enfrentamos hoy, continúa Draghi, son además de una naturaleza diferente. Ya no se trata de abordar los desequilibrios que se producen en tal o cual Estado europeo, sino de hacer frente a desafíos enormes, comunes, que afectan a todos los países por igual: la crisis energética, el cambio climático, la transición digital, la defensa europea. Ningún país puede afrontar estos problemas por sí solo; si lo intentara, además, las propias normas europeas se lo impedirían. Así que la respuesta de Draghi es clara: la única opción viable es actuar a nivel federal. Y eso requiere transferir el poder de gasto al centro, dejar atrás el pacto de estabilidad y crecimiento, y construir una unión fiscal a la altura de los retos del momento.
La propuesta de Draghi es reseñable justo por el momento en el que la hace. En los próximos meses se dirimirá el futuro de las reglas fiscales europeas, suspendidas desde el inicio de la pandemia. La Comisión hizo un primer planteamiento que sustituía los criterios rígidos y universales (el 3% de déficit, el 60% de deuda) por un enfoque flexible, basado en la situación de cada economía y en los análisis de sostenibilidad de la deuda de cada país. El gobierno de coalición alemán, como era de esperar, se opuso frontalmente, exigiendo objetivos numéricos concretos y obligatorios para la reducción de deuda. Los liberales alemanes, obstinados históricamente con esta cuestión, tienen poco margen para ceder. Pero hace tiempo que Alemania y Países Bajos, las dos almas del frente frugal, no se encontraban en una posición política y económica tan débil.
Claro que, enfrente, la situación del bloque mediterráneo no es mucho mejor. De la presidencia española se esperaba un liderazgo ideológico que el ciclo electoral se ha llevado en gran medida por delante. Meloni, que en Europa juega siempre con dos barajas, mantiene a Italia en una posición ambigua: su país es el que más tiene que perder ante una reforma estricta, pero siempre ha sabido moverse bien en la excepcionalidad. Úrsula Von der Leyen, en plena campaña de alianzas para ser reelegida en la legislatura próxima, le ha encargado mientras tanto al propio Draghi un informe sobre el futuro de la competitividad europea, lo que es una manera de posicionarse y agitar el avispero.
Esta correlación de debilidades choca con la urgencia y la relevancia de la decisión. Hay algo en lo que Draghi tiene razón: en los últimos años, los tres pilares sobre los que se construyó el proyecto europeo en la fase de la globalización se han resquebrajado. Estados Unidos para la seguridad, China para las exportaciones, Rusia para la energía barata. La posición de Europa en un mundo peligroso e imprevisible es cada vez más precaria. La Unión amaga con reaccionar —los fondos de reconstrucción, los bonos europeos, el Green Deal, el Fondo de política industrial— pero sus pasos no guardan coherencia entre sí, ni dibujan un horizonte hacia el que dirigirse. Con una complicación añadida: Europa se queda sin tiempo y sin espacio geopolítico para esperar.
Sobre este trasfondo pesa el fantasma de la crisis ecosocial que apenas ha comenzado. El teórico Chris Bickerton escribió un libro magnífico sobre el «vaciado» de los Estados miembros de la UE durante los años de la austeridad: quedaron reducidos a la condición de meros gestores de las decisiones europeas, a hacer de colchón institucional con Bruselas, a reprimir la contestación social y las presiones democráticas que se ejercían desde abajo. Draghi, que en sus tres décadas en política nunca ha pasado por las urnas, evoca en su artículo el fantasma del NO a la Constitución europea de 2004 como uno de los posibles obstáculos a su solución federal. Hay un escenario aún peor a que Europa no haga nada: que de esta nueva vulnerabilidad salga un Leviatán para el que la democracia sea poco más que un obstáculo.
*Pablo Bustinduy, Doctor en Filosofía, politólogo e investigador en la Universidad de Milán. Ex diputado en el Congreso.
Artículo publicado originalmente en Público.es
Foto de portada: Un manifestante sostiene un cartel que representa al ex primer ministro italiano, Mario Draghi.- EUROPA PRESS