El historiador Luuk van Middelaar lo resumía en un artículo reciente en El País como un signo de los tiempos: Europa y los Estados Unidos se sienten solos en un mundo cada vez menos alineado con sus intereses. Es un hecho que varios socios estratégicos del bloque operan con una autonomía creciente respecto a sus prioridades. Desde hace meses, esa sensación se plasma en el mapa de las sanciones a Rusia: los 45 países que las han suscrito equivalen al 61% del PIB mundial, pero solo a un 36% de la población. La guerra de Ucrania ha hecho aún más profundas las fronteras entre el norte y el sur global. La reciente gira diplomática de Lula convirtió ese alejamiento en una potencial amenaza: una voluntad propia de los países del sur, desmarcada de los intereses atlánticos, dispuesta a desplazar fuera del continente europeo el eje de resolución del conflicto.
Sin embargo, lo que más preocupó a Van Middelaar (que no es un opinador cualquiera: Perry Anderson lo presentaba en este ácido retrato como un símbolo del poder político e intelectual de Bruselas) no fue esa propuesta de mediación, sino un comentario informal en el que Lula se preguntaba por qué «todos los países tienen que hacer sus transacciones en dólares». Más aún que la idea de una solución a la guerra no alineada con los tiempos y el lenguaje del eje transatlántico, ese cuestionamiento del dólar como divisa global se leyó como un verdadero desafío. Es el espíritu que inspiró la construcción de los BRICS —la idea de un contrapoder al mando atlántico sobre la globalización, la idea de un mundo en el que las potencias regionales pasan a organizarse de manera autónoma— reanimado en el peor momento posible para ese mando, cuando se ve presionado por varios frentes y carece de una estrategia clara a medio plazo.
En un artículo clarividente, el periodista Wolfgang Münchau explica en qué consiste exactamente esa amenaza. No se trata simplemente de que los países del sur sustituyan una divisa operativa por otra; ni siquiera de que avancen en la construcción de una institucionalidad financiera propia. Se trata de un proceso mucho más largo y complejo que afecta a las estructuras productivas de esos países, a sus cadenas de valor y de suministros, y a los flujos comerciales entre ellos, que deben ser reorganizados para orbitar en torno a un nuevo centro. Y para ello la primera economía que debe transformarse en profundidad es la de China, que además debe desarrollar una enorme capacidad de coordinación y dirección regional, tanto en el plano económico como en el político. Esta es la otra perspectiva de los debates sobre la reordenación de la globalización. Es la vista desde el otro lado.
¿Vamos realmente hacia esa tesitura? Hay análisis contradictorios sobre cuáles son las intenciones al respecto de China. Por una parte, proliferan los intentos de proyectar una sombra antagonista sobre su posición en el conflicto europeo: China estaría pagando su alianza con Rusia y la actitud cada vez más agresiva de sus socios, lo que implica que cada acercamiento a Pekín supone aumentar el riesgo de una confrontación indirecta con los Estados Unidos. A su vez, las ambiciones chinas habrían desencadenado reacciones defensivas en toda la región del Pacífico, y el reforzamiento de la alianza del Quad (EE.UU., India, Japón, Australia) como contrapeso regional a esas ambiciones. Sobre esa lectura se apoyan quienes apuestan en Washington por la estrategia aceleracionista: el objetivo es frenar a China antes de que sea demasiado tarde.
Por la otra parte, es indudable que el salto diplomático de Xi Jinping acumula importantes éxitos en estos meses. La influencia de China como potencia mediadora es cada vez mayor y se extiende ya a Oriente Medio y Europa, como prueba el histórico acuerdo entre Irán y Arabia Saudí y el lanzamiento de su plan de paz para Ucrania, ignorado por Washington y la Unión Europea pero no así por Zelenski. En los últimos meses, hasta 19 nuevos países han presentado la solicitud de adhesión a los BRICS: una lista que incluye a Egipto, Argelia o Argentina, además de los gobiernos de Riad y Teherán. En el desorden de la globalización, cuando la arquitectura comercial y de seguridad que regía el mundo se debilita por varios flancos, la perspectiva de una alianza de poderes regionales no alineados parece más prometedora que el alineamiento con los mandatos del FMI y el Pentágono.
¿Cuál es la posición de Europa frente a estos procesos? En las últimas semanas la política exterior europea ha dado lugar a un verdadero caos. Macron fue a Pekín y saludó la iniciativa china para Ucrania, en un viaje en el que le acompañaba Von der Leyen, quien expresó en nombre de las instituciones europeas una posición muy diferente. Alemania, por su parte, sigue haciendo malabares con el fin de mantener abierto el mercado chino para sus exportaciones, al tiempo que intenta dirigir el esfuerzo de guerra europeo y la futura reconstrucción de Ucrania. Mientras tanto, la atlantista Meloni amaga con sacar a Italia de la ruta de la seda, y a la vez se enreda en una trifulca diplomática con Francia a propósito de las políticas migratorias de su gobierno. Wolfgang Streeck leía en este galimatías una profunda divergencia de intereses entre Francia, inclinada a un cese de las hostilidades que permita reintegrar a Rusia en un espacio económico y de seguridad común, y la posición alemana, anclada en un atlantismo que busca contener el auge político de los países del Este, pero temerosa a la vez de que Washington pueda estar preparando un salto al Pacífico que enquistaría aún más el conflicto ucraniano y tendría gravísimas consecuencias para su economía.
A estas diferencias internas se suman las fisuras cada vez mayores en la estrategia exterior de la coalición transatlántica. La próxima cumbre del G7 nace dividida, una vez más, por divergencias sobre la estrategia a seguir con Moscú (esta vez es Japón quien se opone a un bloqueo total de las exportaciones a Rusia). Pero también por la falta de solución a los conflictos regulatorios que ha traído el IRA: cada cual se prepara por su cuenta para una gran reordenación tecnológica, industrial y comercial sin saber en qué principios se basan esos esfuerzos ni a qué horizonte general deberían apuntar. Las gravísimas emergencias que se acumulan no tienen hoy por hoy ni un diagnóstico ni una propuesta conjunta de solución. La posición atlántica sospecha de un mundo dividido, cada vez más alejado de sí y más antagonista, pero su principal flaqueza no viene de sus adversarios, ni siquiera de su falta de unidad interna: viene de la ausencia de una visión general del mundo por venir, y de un proyecto que ofrezca las suficientes certidumbres como para poder ser compartido.
*Pablo Bustinduy, politólogo y político español.
Artículo publicado originalmente en Público.
Foto de portada: Ricardo Stuckert / Palacio Planalt / Dpa / EP