La cúpula del G20 celebrada en Roma a fines de octubre dejó como consecuencia una certeza indiscutible: los representantes de las 20 economías más influyentes del mundo harán todo lo que sea necesario para garantizar la continuidad del sistema capitalista. Como en 2008, cuando tras la crisis financiera internacional decidieron reemplazar el G8 por este grupo más amplio, el objetivo que se esconde tras los discursos sobre la búsqueda de soluciones conjuntas es el sostenimiento y la profundización del sistema como lo conocemos.
Poco importa que esta lógica tienda a profundizar el colapso civilizatorio a través de la crisis ambiental, energética, de escasez de alimentos, de los desplazamientos masivos. Mientras se pueda garantizar a través de políticas públicas el saqueo, la destrucción ambiental, la especulación financiera y la profundización de la lógica monopolista, será ese el objetivo, aunque ello implique más crisis y más destrucción con la que puedan cargar los pueblos del mundo.
En esta ocasión, se llegó a un acuerdo celebrado por varios líderes como una victoria. Además de lo que paguen como impuestos en donde estos gigantes tienen sus sedes, las empresas más poderosas del mundo deberán también pagar impuestos en aquellos países donde generan ganancias. Esta medida alcanzaría a las 100 empresas más grandes del mundo, que por sí solas recaudan la mitad de las ganancias mundiales y promete una recaudación anual de la cual también se beneficiarían economías menores.
A través de este mecanismo, la idea es que estas y otras casi diez mil empresas que recaudan un monto superior a 890 millones de dólares anuales paguen impuestos que sumarían un monto de 150 mil millones de dólares por año.
Los líderes también debatieron sobre la situación de la economía global y la respuesta dada a la crisis post covid. Allí se destacó el papel de las medidas de apoyo de cada Estado para evitar daños estructurales y preservar el tejido productivo y la estabilidad financiera. Al mismo tiempo se asumió un compromiso para mantener una política expansiva que apoye la recuperación y evite cualquier retirada prematura de esas medidas a trabajadores y empresas con el fin de preservar la estabilidad financiera y la sostenibilidad fiscal a largo plazo.
A su vez, hubo discursos que abordaron la cuestión ambiental, uno de los temas centrales de la cumbre. La posibilidad de una transición verde y la lucha conjunta para promover finanzas sostenibles fueron luego temas retomados en la COP26, donde la cuestión acerca de la crisis civilizatoria que vive la humanidad quedó reducida a un puñado de propuestas con vistas a sostener lo insostenible, cueste lo que cueste. Lejos de presentar soluciones a largo plazo y estrategias concretas, los discursos pronunciados sirvieron más para plataforma electoral de algunos líderes que aspiran a una reelección que como plan concreto para evitar el colapso.
A pesar de las (aparentes) buenas intenciones, nada de lo que realmente importa fue discutido. Nada acerca del crecimiento de los monopolios, que destruyen las economías locales y sus aparatos productivos, reemplazandolos por capitales especulativos cuyo sostén condiciona gobiernos, genera desempleo, pobreza y drástica reducción de las condiciones de vida de millones de personas. Tampoco se mencionó el aumento desmesurado de la pobreza en proporción con el aumento de la riqueza de los más poderosos, socios de los gobiernos miembros del grupo y en muchos casos principales financiadores de costosas campañas políticas.
Como a lo largo de la historia del capitalismo, la intención que persigue esta medida no es resolver los problemas estructurales de la economía mundial, sino resolver de forma momentánea una crisis que ya es sistémica. Casi como un ejercicio de amnesia proposital colectiva, los líderes reunidos en el G20 manifestaron su especial interés en continuar manteniendo como centro de la producción histórica al mercado, responsable de la actual crisis civilizatoria que cada vez más produce y profundiza las propias condiciones de aniquilamiento civilizatorio.
Como punto a destacar en relación a la continuidad de la fallida estrategia, el G20 sirvió también como espacio para la reconstrucción del globalismo abandonado por el trumpismo desde 2016. Con ello, una nueva etapa de redespliegue imperialista promete avanzar con artilugios tales como acuerdos de libre comercio, cuyo resultado conocido es la pérdida de autonomía en favor del beneficio de las empresas.
Como quien remienda lo cada vez más insalvable, el G20 resultó en un espectáculo de despilfarro de las elites políticas para mostrar algún tipo de articulación que permite contornear la crisis. Con el impuesto a las multinacionales, celebrado como triunfo de los Estados en detrimento de los monopolios, no sólo no se garantiza un freno a la crisis sino que se invisibiliza un estado de situación que desde hace ya 50 años encuentra su punto de ajuste en los pueblos del mundo. La opción por una verdadera alternativa continuará a la espera de la acción de los pueblos movilizados y de las organizaciones políticas revolucionarias.