Europa

El abandono de las banlieues: la ‘bomba de relojería’ que le ha estallado a Macron en la cara

Por Enric Bonet* –
El asesinato del adolescente Nahel por parte de la policía ha desatado en Francia la revuelta de los jóvenes de los barrios populares más importante desde 2005. Una crisis más que previsible tras años de inacción ante la violencia policial.

En 2018, cuando estalló el movimiento de los chalecos amarillos, muchos comentaristas aseguraron que “nadie vio venir” esa revuelta. Una afirmación un pelín facilona, pero justificable por el carácter novedoso de esa protesta que empezó con la ocupación de rotondas y movilizó a clases populares rurales alejadas del sindicalismo tradicional. La actual oleada de disturbios en las banlieues en Francia representa todo lo contrario: una revuelta que todo el mundo vio venir.

Un evidente sentimiento de déjà vu impera con las protestas desatadas por el asesinato de Nahel M., de 17 años, quien recibió un disparo a quemarropa el pasado martes por un policía, imputado dos días después por “homicidio voluntario”. Antes de matarlo, los agentes lo golpearon dos veces en la cara por el simple hecho de conducir sin carné e intentar escapar a un control policial.  “Dispárale”, le dijo su compañero al agente homicida en unos hechos en los que se observa ensañamiento y cierta premeditación, aunque esto lo determinarán los jueces, a menudo bastante más benignos cuando juzgan a las fuerzas de seguridad que a las personas racializadas.

El espeluznante video del adolescente asesinado —contradijo la versión inicial de las fuerzas de seguridad y seguramente sin esas imágenes el agente hubiera quedado impune— desató una ola de rabia entre los jóvenes de estas localidades y barrios periféricos. Casi todos ellos son franceses, pero con raíces extranjeras que se remontan a segundas, terceras o incluso cuartas generaciones.

El alcalde de izquierdas de Trappes, Ali Rabeh, se refería a lo ocurrido esta semana como una “bomba de relojería que ha estallado”. Podría haber añadido que el presidente Emmanuel Macron y sus predecesores François Hollande y Nicolas Sarkozy cometieron la temeridad de guardar esta “bomba de relojería” en un cajón. Como si así el problema no existiera. Al final, el estallido ha resultado espectacular.

Una revuelta comparable a la de 2005

La intensidad de la violencia urbana no solo ha sido superior a lo vivido en los últimos años en el bullicioso país vecino, sino también a la revuelta de las banlieues de 2005. Por ahora, ha habido más de 5.000 coches incendiados, 250 ataques contra comisarías y cerca de 1.000 edificios incendiados. Grupos de jóvenes también han saqueado numerosos comercios, dando lugar a imágenes parecidas a lo vivido en Inglaterra en 2011 después de la muerte del joven negro Mark Duggan en manos de la policía. Más de 3.200 personas han sido detenidas. Una erupción, probablemente, contraproducente para una causa tan legítima como la denuncia de los abusos policiales, aunque alimentada por décadas de una violencia tan simbólica como física y material.

En las últimas cuatro décadas en Francia, cuando un joven de estos distritos populares moría o resultaba herido de gravedad a causa de la policía, esto solía desembocar en protestas violentas. El ejemplo más conocido de ello fue la revuelta de 2005. Duró tres semanas y empezó tras la muerte de los adolescentes Zyed y Bouna, quienes perdieron la vida electrocutados mientras intentaban escapar de las fuerzas de seguridad. Ese caso no fue juzgado hasta diez años después. Los policías implicados en su muerte quedaron absueltos.

Aunque con disturbios menores que en 2005 o los actuales, estas situaciones se reprodujeron en los últimos años. Por ejemplo, en 2017, con el caso de Théo al que un policía penetró analmente con una porra. En 2020, con los incidentes que hubo en Villeneuve-la-Garenne, después de que un joven perdiera una pierna cuando un agente abrió la puerta de su vehículo para que chocara con su motocicleta. O a finales del mismo año con la brutal detención del productor de música negro Michel Zecler. 

“Esta vez fue Nahel, pero en el futuro podría ser mi hermano”

“Nunca me había manifestado, pero el caso de Nahel ha sido la gota que ha colmado el vaso”, aseguraba a El Salto Louisa Hamzaoui, de 52 años, psicóloga y madre de una hija de 28 años. Era el jueves 29 de junio y ella participaba en la marcha en homenaje al adolescente asesinado. Una multitud compacta avanzó por las calles de Nanterre —fueron 6.200, según el Ministerio del Interior, seguramente unos cuantos miles más en realidad— en una protesta bastante más multitudinaria de lo habitual en este tipo de marches blanches en el país vecino.

Las calles de Francia ya ardían desde hacía dos días. La revuelta empezó en esta localidad del noroeste de la región de París, situada justo al lado del distrito financiero de la Défense. Curiosamente, las primeras protestas violentas se concentraron en el departamento (provincia) de Hauts-Seine, uno de los más ricos de Francia, aunque marcado por las desigualdades económicas. Muchos de sus habitantes, sobre todo los jóvenes de banlieue, pero no solo, se indignaron por la muerte del adolescente.

“Esta vez mataron a Nahel, pero en el futuro podrían ser mi hermano o alguien de mi familia. Estamos muy chocados”, reconocía Jessica Lazio, de 27 años, una joven abogada presente en la manifestación en Nanterre quien se oponía a la violencia callejera. “Los disturbios son el único medio para que nos escuchen. Estos no me dan miedo, lo que sí me temo es que el Gobierno siga como si nada y no se enfrente al problema de la violencia policial. Aunque me quemen mi coche, me da igual”, defendía, por su lado, Hamzaoui, una madre de familia de clase media y con estudios universitarios, aunque harta de que la policía la trate “de manera prepotente” y como si fuera “una ciudadana de segunda”.

La violencia policial, canalizador de malestares

Las protestas violentas fueron in crescendo durante las tres primeras noches. La situación se ha desmadrado hasta el punto de que han ocurrido situaciones graves, como un coche en llamas que impactó contra el domicilio de un alcalde al este de la región de París. A lo largo de la última semana en la que se ha destapado la caldera de las banlieues, sus habitantes se han dividido entre los que están escandalizados con los disturbios, los que entienden los motivos de la rabia pero no comparten las formas de expresarla —la misma abuela de Nahel les pidió que “paren”— y aquellos que los apoyan.

“No me parece bien que se dediquen a destrozar comercios, pero entiendo perfectamente que incendien comisarías de policía y delegaciones del Gobierno. Estuvimos protestando durante los últimos seis meses (con la reforma de las pensiones) y nadie nos escuchó”, sostenía Leila, de 17 años, desde una terraza enfrente del Ayuntamiento de Montreuil, la localidad gentrificada en la banlieue este de París. Era el 30 de junio al mediodía, pocas horas después de que ese mismo lugar hubiera sido el escenario de numerosos destrozos y saqueos de tiendas.

Esa misma noche, en que se produjeron los disturbios de mayor calado, Would Fouet, de 30 años, miraba desde la puerta de su inmueble cómo los adolescentes y jóvenes de su urbanización se enfrentaban a la policía con fuegos de artificios. No escondía su simpatía para que los “pequeños” se impusieran a las fuerzas de seguridad. “Nadie cree en la justicia aquí en Nanterre. Estoy seguro de que (al agente responsable de la muerte de Nahel) no lo condenarán a una pena equiparable a la de cualquier otro ciudadano responsable de un homicidio voluntario”, criticaba este informático.

“El gran problema de las banlieues no son las desigualdades económicas, sino las humillaciones diarias y las violencias verbales por parte de la policía que sufren sus habitantes”, destaca el sociólogo Éric Fassin, especialista en temas de antirracismo. “No empezó con Macron, pero empeoró en los últimos años”, añade este profesor en la Universidad París 8 Saint-Denis. El 57% de los franceses consideran que la policía trata de manera distinta a las personas racializadas respecto al resto de la población. Es el segundo porcentaje más elevado en Europa, solo por detrás de Grecia, según un estudio del European Social Survey.

“La novedad en los últimos años fue una reforma legal de 2017 que favoreció el recurso a las armas de fuego”, por ejemplo, cuando un ciudadano no acata una orden policial, recuerda el sociólogo Julien Talpin, investigador en el CNRS. El número de muertos por disparos de la policía aumentó de 8 en 2017 hasta 26 el año pasado —la mitad de los cuales mientras intentaban escapar con su coche—, según una exhaustiva base de datos del digital de izquierdas Basta!  “Hay una clara sobrerrepresentación de las minorías raciales”, sostiene este especialista sobre estos territorios.

No confrontarse al problema por miedo a la policía

A diferencia de la revuelta de 2005, ahora un porcentaje creciente de la población gala desconfía de las fuerzas de seguridad. Esto se debe a la dura represión contra las protestas de los chalecos amarillos, los sindicatos o colectivos ecologistas como Sublevación de la Tierra, ilegalizado a finales de junio en otra decisión con tintes autoritarios de Macron. Aunque el 57% de los franceses tienen una imagen positiva de la policía —y el 32% negativa—, en el caso de los jóvenes ascienden a más del 60% aquellos que perciben con miedo u hostilidad a este cuerpo estatal.

Pese al problema enquistado de la violencia policial, Macron y su Gobierno prefieren negarlo. No se atreven a enfrentarse a un cuerpo que necesitan para reprimir los múltiples focos de contestación y en el que han penetrado con fuerza las ideas de ultraderecha. Hasta el punto de que la semana pasada los sindicatos policiales mayoritarios describían la situación actual como “una guerra” y tachaban de “salvajes” a los que cometen los disturbios, cuya media de edad es de 17 años. Nada que ver con el discurso del presidente conservador Jacques Chirac en 2005, cuando se refirió a los que quemaban los coches como “nuestros hijos” y denunciaba las “discriminaciones raciales”.

“Cuando escucho la palabra violencia policial, me ahogo”, aseguraba el ministro del Interior, Gérald Darmanin, en el verano de 2020. Entonces, el eco mundial de la muerte de George Floyd tuvo una gran repercusión en Francia, “donde se produjeron las protestas antirracistas más multitudinarias desde la década de 1980”, recuerda Talpin. Pero las autoridades no las escucharon y “eso alimentó el sentimiento de que manifestarse de manera pacífica no sirve para nada”.

Las banlieues, doblemente abandonadas

Según este investigador en el CNRS, “Hay un sentimiento de doble pena entre los habitantes de las banlieues. Por un lado, el sentirse peor tratados que el resto de los ciudadanos (con viviendas en peor estado, transportes y servicios públicos de menor calidad y un trato más difícil con la policía). Por el otro, el no sentirse escuchados y que sus problemas sean negados por las autoridades, con el caso paradigmático de la violencia policial”.

Además, “la presidencia de Macron no ha dado una gran importancia a estos barrios, lo que provocó una fuerte decepción entre sus habitantes”, explica Talpin. Muchos de ellos veían con buenos ojos al dirigente centrista en sus inicios, cuando se presentaba como una especie de “Obama a la francesa” y mantenía un discurso de mayor tolerancia en temas identitarios que sus predecesores. No obstante, esas ilusiones se desvanecieron rápidamente, pese aplicar algunas medidas interesantes, como reducir de manera considerable el número de alumnos en las aulas de los institutos en estas zonas. Pero han sido en cuentagotas. Y en 2018 decidió abandonar un ambicioso plan para mejorar la situación en las banlieues.

Este abandono se vio acentuado con la revuelta de los “chalecos amarillos” de hace cuatro años, que favoreció que se priorizara a las clases medias bajas de los territorios rurales. Uno de los grandes éxitos ideológicos de la ultraderecha francesa —y que también sirve al poder actual— ha sido la división de las clases populares: entre un pueblo blanco, rural y “virtuoso” abandonado por el Estado y unos habitantes demonizados de los barrios periféricos a los que acusa falsamente de aprovecharse de las ayudas sociales (reciben de media 6.100 euros anuales por una media nacional de 6.800 euros).

Existe un riesgo evidente de que esta demonización se acentúe con lo ocurrido estos días. Pese a los motivos más que legítimos para rebelarse, no se vislumbra una salida progresista de esta crisis. Y ni siquiera una respuesta política por parte de Macron que vaya más allá de la represión.

*Enric Bonet, periodista.

Artículo publicado originalmente en El Salto.

Foto de portada: extraída de fuente original El Salto.

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