Quienes contemplan y sopesan profusa y minuciosamente sobre la realidad de nuestra existencia internacional, la de Estados-Naciones y Organismos Internacionales, no pueden evitar la sensación de abundancia de lo paradójico, lo contradictorio, o como lo señala muy aptamente el alemán Hegel – lo dialéctico, pues todo esto permea todas las instancias del sistema internacional, pasadas y presentes. En realidad, la historia de la humanidad es esencialmente una serie interminable de paradojas y contradicciones, visibles para quienes realmente quieren ver y entender.
Más allá de la matemática y la física, la historia humana nos ofrece los mejores ejemplos de las contradicciones y las paradojas que llenan nuestras vidas. Por ejemplo, solemos denominar la Guerra de los Treinta Años en Europa (1618 – 1648) como una guerra “religiosa” entre católicos y protestantes, cuando los grandes aliados del Cardenal Richelieu en la Francia “católica” fueron los príncipes prusianos protestantes, y los grandes enemigos del mismo Cardenal, eran los Habsburgos, quienes eran igualmente “católicos”. Los verdaderos autores del declive del “Siglo de Oro” español, no fueron los ingleses, con sus constantes piraterías y sus “leyendas negras”, sino el flujo constante de plata y oro americano hacia la economía ibérica y la catastrófica inflación que este flujo causó. La lista de paradojas en la historia humana es bastante larga.
Hoy en día, tenemos muchas paradojas y hasta tragicomedias. Una de ellas es la incapacidad para dominar que demuestra, la que sigue siendo la potencia militar más grande de la historia humana. Esta superpotencia militar, manifiesta grandes debilidades estructurales, pero con plena capacidad para aniquilar a toda la humanidad con sus armas de destrucción masiva. Lo más paradójico es ver a esa potencia, transformarse en un país “revisionista” del sistema internacional que le otorgó su hegemonía. También lo paradójico se puede apreciar en todo su esplendor, cuando observamos de manera perpleja, la magnitud del esfuerzo que ejercen actualmente los países del Sur por sostener y proteger un derecho internacional que sus propios autores están actualmente abandonando, incluso hasta desesperadamente.
Como todos ya sabemos, el derecho internacional es un precursor del sistema internacional moderno, el basado en Estados Naciones. Aunque empezó su evolución antes del surgimiento de los Estados Naciones, su existencia llegó a ser inseparablemente entrelazada e identificada con estas configuraciones socio-territoriales, y más aún así, después de 1919 (Paz de Versalles) y 1945 (Fin de la Segunda Guerra Mundial y la creación de la ONU). Aunque el derecho internacional heredó ciertos términos del derecho romano – y unas cuantas concepciones del derecho medieval europeo – en realidad, un derecho propiamente “internacional” no existía durante esos periodos, ya que la propia lógica internacional no existía, pues pocas relaciones “inter” se dieron entre zonas que generalmente se mantenían aisladas, y estas zonas, a su vez, no eran “naciones”, sino tribus e imperios – puro feudalismo.
Ciertos historiadores europeos insisten en colocar el inicio del derecho internacional con el jurista neerlandés Hugo Grocio. En realidad, podemos ofrecer un mejor origen para el derecho internacional con los Papas Nicolás V y Alejando VI. En el año 1455 – décadas antes de la segunda llegada de los europeos al continente americano – el Papa Nicolás V (de 1447 a 1455) le otorgó al Rey Alfonso V de Portugal (de 1432 a 1481) una bula papal (o una bula pontificia) [1] denominada “Romanus Pontifex”, la cual actuó como una protección jurídica y legal para las nuevas posesiones territoriales portuguesas en el continente americano. Luego, y con la finalidad de complacer las exigencias de los Reyes Católicos de Castilla y Aragón, el Papa Alejandro VI emitió el breve apostólico denominado “Inter Caetera” en 1493.
El breve apostólico no fue suficientemente explícito sobre los territorios concedidos a las monarquías ibéricas, por lo cual los Reyes Católicos exigieron otro documento pontificio, esta vez en forma de una bula menor denominada Inter Caetera II, la cual fue más específica, al introducir una línea de demarcación entre las posesiones territoriales de los reyes de Castilla y León, y de los portugueses. Estos documentos son muestra del poder papal para autorizar – en un sentido jurídico-legal – el derecho de “posesión” a las monarquías ibéricas, sustentándose en el concepto del “descubrimiento”, un concepto definido en base a las características “europeas” y “cristianas” de ambas monarquías.
Pero más importante, estos documentos nos muestran la fachada “jurídica-legal” que asume el poder, pues la “legalidad” del despojo de los territorios amerindios en el continente americano ocultan, el fuego, la sangre y el genocidio que fue necesario para consolidar estas posesiones supuestamente muy “legales” y “legítimas”.
El origen conceptual y filosófico del derecho internacional mantiene su identidad ibérica con la gran “Escuela de Salamanca” (segunda mitad del Siglo XVI), un renacimiento intelectual español impulsado por un grupo de teólogos españoles, principalmente Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, desde la Universidad de Salamanca. Los escolásticos salamantinos prácticamente reinventaron el concepto romano de la “ley natural”, superando la limitación individualista que caracteriza esta, para así poder trascender y hablar del “derecho de gentes”.
Para Vitoria, el Derecho natural demuestra que todas las gentes se constituyen en sociedades políticas particulares. Con esta concepción, el salamantino descarta toda unidad política que auto-percibe como universal, sea esta el Pontífice o el Emperador. Francisco Suárez da un paso decisivo más, que le conduce a distinguir un doble Derecho de gentes: el Derecho de gentes propiamente dicho, que es un ius inter gentes, y el Derecho de gentes en sentido impropio, que los pueblos observan intra se. La obra maestra del jurista Grocio – De iure belli ac pacis («El derecho de la Guerra y de la Paz») – se fundamenta en los trabajos de la Escuela de Salamanca, un siglo antes.
Indudablemente, las realidades históricas en el continente europeo fueron instrumentales en la formación del derecho internacional, como todo proceso de formación en el devenir histórico suele ser: sociohistóricamente determinado. Con el fin de la mal llamada “guerra religiosa” (ninguna suele serlo) de los Treinta Años, la Paz de Westfalia da un salto cuántico en el continuo proceso de formación del Estado-Nación y del derecho internacional, y poco después el Estado-Nación da otro salto – esta vez bastante clasista y socioeconómico – con la llamada “Revolución Gloriosa” de 1688 en Inglaterra, colocando la evolución sociohistórica de Europa en el firme camino hacia la consolidación de un Estado-Nación fundamentalmente burgués, y naturalmente con marcadas repercusiones para la evolución del derecho internacional.
El derecho internacional evoluciona obedeciendo las realidades de los tres procesos cardinales de la historia europea: la evolución de la naturaleza y la forma de las guerras, el crecimiento vertiginoso del modo de producción capitalista y la evolución del Estado-Nación. Si queremos ser más precisos, la evolución de las guerras y sus requerimientos tecnológicos y demográficos, junto al crecimiento del modo de producción capitalista, dictaron la evolución muy particular que asumió el Estado-Nación en el continente europeo, y esta evolución – a su vez – dictó la evolución del derecho internacional, respondiendo a las necesidades de la guerra, del capitalismo y del Estado-Nación.
El Congreso de Viena (1814-1815); el Código Lieber de 1863 – base para las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907 – el Tratado de Versalles y la Conferencia de San Francisco de 1945 (ONU), todos son grandes hitos del derecho internacional, y todos son productos de la evolución trinitaria: Guerra; Capital y Estado.
No obstante, es importante diferenciar entre lo que alegan los autores de estos procesos, y el verdadero uso del derecho internacional. Hace poco, escuché una excelente ponencia dictada por un magistrado del Tribunal Supremo de Justicia de la República Bolivariana de Venezuela, en la cual expresó sus preocupaciones por las bases epistemológicas y tradicionales del derecho doméstico e internacional, pues en el afán “positivista” de estas, queda deliberadamente oculto el alto contenido político del derecho doméstico e internacional.
Ampliando la tesis del Magistrado, quien suscribe señaló que más preocupante es el divorcio total y artificial que la epistemología empírica-analítica impone entre el derecho y el poder, lo cual nos deja con una masa amorfa y desprovista de cualquier relación con la realidad que pretendemos describir y regular.
La lamentable realidad es que las descripciones más comunes sobre el derecho internacional suelen estar recargadas de nociones sobre la “justicia”, la “paz” y – peor aún – la “equidad”, cuando en realidad el derecho no suele ser un instrumento de justicia, sino que casi siempre ha sido un instrumento o un “ducto” para el “flujo” del poder y de las formas no-coercitivas del dominio, o por lo menos las formas “no-físicas”.
En el periodo temprano del derecho internacional – Siglo XVII – el propósito de este, era simplemente regular la guerra para hacerla más eficiente y menos costosa para los Estados mismos, sin consideración alguna por sus poblaciones, obviamente. Luego – a finales del Siglo XVIII e inicios del Siglo XIX – el derecho internacional empieza a regular las actividades que permiten reproducir las relaciones sociales del modo de producción capitalista, todos elementos que claramente nos alejan de las abstracciones del derecho “puro” y del positivismo jurídico.
El derecho internacional cobra una fuerza sin precedentes en la historia humana después de 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría (la primera, ya que estamos actualmente en la segunda). Como siempre, el derecho internacional pretende en teoría ser un sistema de normas que protege y ampara a los más vulnerables, mientras que en la práctica queda claro que quienes no son vulnerables lo emplean muy eficazmente como un “conducto” de su propio poder, en el ámbito anárquico que supuestamente es el sistema internacional.
La dicotomía poder/intereses es la que dicta la evolución del derecho internacional, como siempre ha sido, y sigue siendo hasta ahora. La cuestión relevante siempre debe ser: ¿el poder de quiénes?, como también ¿los intereses de quiénes?, pero nunca, ¿es justicia o es poder que define el derecho internacional?
Tomemos, por ejemplo, el caso de la evolución del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT en inglés), hacia la Organización Mundial del Comercio (OMC). El GATT fue creado en base a una concepción económica (keynesianismo internacional, o “liberalismo empotrado” – la conciliación de clases que nos menciona David Harvey, por ejemplo) estructuralmente distinta a la que empezó a dominar las políticas económicas de los países occidentales después de la década de 1970: el monetarismo friedmaniano (Milton Friedman) o el “neoliberalismo internacional”.
La liberación del capital financiero de las restricciones nacionales impuestas por el keynesianismo después del desastre del “Crack” de 1929, la desregulación de las economías nacionales y los inmensos programas de privatizaciones de las empresas, propiedades y los servicios públicos, todos fueron parte del cambio paradigmático en los intereses de las clases dominantes durante las décadas de 1970 y 1980 (la famosa “Reaganomics”), con sus consecuencias para el derecho internacional.
No fueron una serie de tesis jurídicas que transformaron las bases del derecho internacional en materia económica, sino las necesidades de una clase transnacional que buscaba (y sigue buscando) sus intereses, para luego expresar estos en codificaciones internacionales que garanticen su ejercicio y “castiguen” cualquier violación (a través del Sistema de Solución de Diferencias (SSD), establecido durante la Ronda de Uruguay de Negociaciones Comerciales Multilaterales (entre 1986 y 1993)).
Otro caso en punto fue la postura altamente “liberal” que asumieron los países occidentales durante los primeros años de la Guerra Fría, en relación con un tema que involucra el derecho internacional: las migraciones. Durante ese periodo de enfrentamiento geopolítico global, los occidentales demostraron posturas altamente “liberales” y “flexibles” sobre el tema migratorio, pues para entonces las migraciones eran de las poblaciones de Europa del Este y hacía el mundo occidental (bloque de la OTAN), o de cubanos hacia Estados Unidos. Naturalmente, todo esto fue en el contexto de la Guerra Fría, y la necesidad de desacreditar el “modelo soviético” y el “Castrocomunismo”.
Al finalizar la primera Guerra Fría, la postura “liberal” y “flexible” se evaporó rápidamente, y fue sustituida por una postura antiliberal y xenófoba, cuando los inmigrantes a los países occidentales pasaron de ser “blancos y cristianos” (desde Europa Central y Oriental), a ser de “todos los colores salvo el blanco, y de todas las religiones, salvo la protestante” (desde el resto del Mundo no-Occidental), producto de las aberrantes políticas económicas de los países occidentales, y la “globalización” de la miseria, la pobreza y las dictaduras en los países que ellos denominan despectivamente como los del “Tercer Mundo”.
Con el “fin de la historia” proclamada soberbiamente por los intelectuales de Washington después de 1989, las posturas a favor de la inmigración europea (y cubana, de manera limitada) pasaron a posturas antinmigración y hasta antihumanas, asunto que demuestra que las motivaciones originales de estas políticas siempre fueron netamente geopolíticas, y, por ende, temporales. No existen concepciones jurídicas, teóricas y legales para explicar estos cambios tan fundamentales y profundos, por más “abstracto” que nos pongamos a pensar y “conjurar”, sino el simple ejercicio del poder y la acumulación de las riquezas.
La clave del derecho internacional, es que este no sufre las rápidas y sucesivas olas de cambios y transformaciones que caracterizan la política y la geopolítica.
Entonces, ¿Cuál es la gran paradoja del actual sistema internacional y el derecho internacional? Pues simplemente, por un lado, los autores y articuladores originales del derecho internacional, pretenden ahora abandonar este – por lo menos de manera parcial – a favor de refugiarse en nuevos términos sin contenido alguno, que suelen ser completamente amorfos, como, por ejemplo, el muy mal llamado “orden en base a reglas”.
Por el otro lado, las propias víctimas del derecho internacional clásico, las que más sufrieron por la duplicidad de su aplicación y su ejercicio, los países que fueron denigrados con el término “Tercer Mundo” – los países del Sur Global – son ahora los únicos verdaderos defensores del derecho internacional, los que quieren rescatar este de la irrelevancia y el olvido, condenado al abandono por parte de quienes tanto se aprovecharon y se beneficiaron del mismo.
Para rastrear los orígenes de esta situación paradójica, tenemos que remontarnos a la ilegitima, ilegal, violenta y eventualmente catastrófica invasión estadounidense a Irak en el 2003, que no fue condenada por parte de los occidentales, esa que tampoco fue condenada por su impulsor principal – el Presidente estadounidense de entonces – que no fue perseguido por la hipócrita Corte Internacional en La Haya, ya que aparentemente esta última solo tiene “ojos” para el “malvado” Vladimir Putin, pero nunca para George Bush o para los crímenes de lesa humanidad del “Premio Nobel” Barack Obama en Libia, Irak, Afganistán, etc.
Los que entonces gobernaban en Estados Unidos – Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Halliburton y los mercenarios y piratas de Blackwater, entre otros – buscaron legitimidad para su saqueo sistemático del Medio Oriente a través de la ONU y el derecho internacional
Para entonces, la OTAN no era la “fuerza de cohesión” que es en la actualidad (no estaban asustados por los rusos y los chinos como lo están actualmente), y con la esperanza de posicionar el recién creado “euro” como un potencial “Petroeuro” a través del Irak de Saddam Hussein, los señores Jacques Chirac y Gerhard Schröder (líderes de Francia y Alemania para entonces, respectivamente) negaron la legitimidad que tanto anhelaba el régimen estadounidense a su gran aventura en el supuesto nuevo “Medio Oriente”.
La invasión no procedió a través del derecho internacional, sino con una abominación creada en su momento, la mal llamada “coalition of the willing”, la cual nunca disfrutó de legitimidad alguna, pero nadie formó el escándalo que hoy se forma con la situación en Ucrania, por ejemplo. Otra gran hipocresía de nuestros tiempos…
Poco después, los occidentales impulsaron su proyecto de “regime change” en África con el exterminio del gobierno del Presidente libio Muammar Al Ghadafi (y como consecuencia, la destrucción de Libia y su prosperidad), proyecto que para entonces fue liderado por el Presidente Barack Obama.
Con “cuestionables” líderes como Schröder y Chirac, totalmente neutralizados, los estadounidenses lograron obtener un poco de legitimidad para la creación de una zona de exclusión aérea a través de la Resolución 1973 (17 de marzo de 2011) del Consejo de Seguridad de la ONU, la cual fue apoyada por los rusos y los chinos (asunto que tanto lamentaron después que se dio). No obstante, tres potencias de la OTAN se excedieron por completo de los límites de la resolución para garantizar el éxito del “regime change” en Libia. De nuevo, el derecho internacional fue sistemáticamente violado para obtener ciertos beneficios geoestratégicos por parte de un grupo reducido de países, aunque en realidad, solamente un país se benefició, a largo plazo.
Uno de los problemas actuales que aparentemente tienen los gobiernos occidentales (específicamente Estados Unidos) con el derecho internacional existente, es que fue dentro del marco de ese mismo derecho y del sistema internacional forjado en las llamas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, que (re) surgen potencias como Rusia y China, y no “fuera” de este.
Durante el periodo entre las guerras mundiales, el fascismo europeo y el militarismo Meiji nipones fueron potencias abiertamente “revisionistas”, ya que cuestionaron oficialmente y luego desarticularon el sistema imperante (en base a la Liga de Naciones), pero en la actualidad Rusia y China operan dentro de la lógica del sistema imperante, y no son técnicamente revisionistas. Aún más problemático para las potencias occidentales, el sistema internacional muestra con contundencia que va transitando hacia una etapa, la cual será irreversiblemente multipolar, con países no-occidentales asumiendo posiciones independientes y “saliendo” de las “órbitas” europeas, impuestas desde hace décadas (o siglos, en muchos casos).
Estas dos realidades han llevado a la actual administración política en Washington a transformarse – irónicamente – en una potencia “revisionista de closet”, que en vez de proclamarse abiertamente como revisionista (por lo poco conveniente que sería semejante acción), oculta su revisionismo con un consistente abandono de ciertos aspectos ahora “inconvenientes” del derecho internacional actual (abandono que se ha acentuado y profundizado desde el periodo de los Presidentes Trump y Biden), y la inane repetición de la vacua frase “orden en base a reglas”, la cual, como la famosa “coalition of the willing” anteriormente, se aleja del derecho internacional para presentarnos con algo amorfo, sin descripción o contenido fijo, y que puede cambiar de forma, contenido, color y esencia de un momento a otro, para regresar a una forma anterior, cuando sea eso necesario.
Esto naturalmente nos llevará a todos hacia un proceso que desempotrará el sistema internacional actual, desinstitucionalizando este y desarticulando sus bases fundamentales, pero es precisamente esa la manera en la cual Washington considera que es la única viable para neutralizar a Rusia y China de la tercera década del Siglo XXI, y destruir la condición multipolar que está bastante consolidada en el actual sistema internacional.
También esta es la razón por la cual Estados Unidos se ha transformado en una potencia “revisionista”, incluso hasta ha llegado a ser un nuevo “rouge state”, un Estado que opera fuera de las normas existentes y de manera aberrante, con un descaro total al derecho internacional. Por eso es que los asesinatos selectivos como el del persa Qasem Soleimani, fue abiertamente asumido por la administración del Presidente Trump, incluso hasta con orgullo. Es precisamente por estas acciones que calificaban a otros Estados de ser “Estados Canallas”, y ahora Estados Unidos es precisamente eso.
Lo que sucede es que Estados Unidos, desde los tiempos del Panamericanismo que inició en 1889 con el objetivo estratégico de dominar la región latinoamericana y caribeña sin tener que ocuparla permanentemente, ha disfrutado de la gran utilidad de ejercer el dominio a través de instrumentos jurídicos y arreglos institucionales. La OEA es una gran arquitectura institucional para el dominio hemisférico que duró un total de cincuenta y nueve (59) años para construir (de 1889 a 1948), y la ONU fue la versión ampliada de ese proyecto, desde 1945 en adelante.
Ambos proyectos dependen fundamentalmente del derecho internacional como instrumento de proyección del poder, un mecanismo que es altamente atractivo para quienes lo emplean, a raíz del poco mantenimiento que requiere y el bajo costo que exige, en comparación con los grandes beneficios que se obtienen: un sistema de “mantenimiento de imperio” de bajos costos (financieros), sin la necesidad de incorporaciones territoriales problemáticas, las que eventualmente implican preocupantes y desagradables situaciones como las que se generan con los desequilibrios demográficos (no tener que ingresar tanta gente de colores extraños que no sean blancos y protestantes a la Unión Republicana Anglosajona, por ejemplo).
No obstante, no contaron con el verdadero defecto que estos mecanismos poseen, el mismo que posee toda relación entre el derecho y el poder, en todas las instancias de la historia humana. Es el problema inherente a todos los intentos que pretenden obtener beneficios de muy largo plazo, de la codificación del poder en formas legislativas, jurídicas e institucionales.
El poder es una lógica de lo político, lo geopolítico y lo económico. Se ejerce de múltiples formas, en múltiples ámbitos (la educación, el arte, la cultura, el derecho, etc.), pero suele ser algo político, geopolítico y socioeconómico. Lamentablemente para quienes lo ejercen, lo político y lo geopolítico es constantemente cambiante, evoluciona con una notable celeridad que siempre sorprende a todos. ¿Ejemplos de la naturaleza cambiante de lo geopolítico? La China de 1980, y la China de la actualidad, o la Rusia de Boris Yeltsin en 1997 – en ruina total económica y financiera – y la Rusia de Vladimir Putin en el 2023. No se trata solamente de que sea cambiante – pues todo suele serlo, en este Universo – sino de la velocidad en lo cual lo político y lo geopolítico cambia, en relación con las velocidades de todos los otros tipos de cambios.
El problema para una potencia que desea codificar sus intereses de un momento en particular en forma de reglas y leyes, es que, al codificar estos en forma de derecho internacional, quedan “congelados” en base a las condiciones políticas y geopolíticas del mismo momento histórico en el cual se da la “codificación” – es decir, las realidades políticas, económicas y geopolíticas de ese momento quedan “selladas” en los estatutos, normas y principios.
El sistema de legitimización de poder que representa el Consejo de Seguridad de la ONU fue codificado en 1945, contando a favor de Estados Unidos con la presencia de las dos patéticas potencias que siguen presumiendo haber ganado la Segunda Guerra Mundial, pero que en realidad fueron decisivamente derrotadas por los alemanes y los japonenses (los británicos y los franceses), y la China nacionalista y anti-comunista de Chaing Kai-Shek, todos dedicados continuamente a tratar de neutralizar a los soviéticos. Naturalmente, después de setenta y ocho (78) años (de 1945 a 2023), la codificación quedó congelada en los tiempos de Truman, Stalin, el nacionalista Kai-Shek y Churchill, pero ahora con las realidades de Biden, Putin, Xi, o tristes bufones como Boris Johnson.
La potencia dominante que diseña su sistema internacional en base a una arquitectura institucional global sostenida con el “cemento” del derecho internacional, queda atrapada en la simple realidad de que la codificación del derecho internacional en su momento de incepción, efectivamente “congela” la serie de parámetros políticos y geopolíticos de ese mismo momento. Tristemente para esta potencia, estos parámetros rápidamente cambian – como siempre suele ser el caso – y después ya no es tan fácil decodificar y recodificar el derecho para ajustarlo a las nuevas necesidades geopolíticas de cualquier nuevo momento. Y si procedes a realizarlo de todas maneras (la decodificación y la recodificación), el propio sistema empieza a perder credibilidad, porque queda en evidencia que no es un sistema para el beneficio de todos – como se alegó en su comienzo para que efectivamente todos se agreguen y así los dominantes puedan beneficiarse – sino queda evidentemente como un mero instrumento del ejercicio del poder de una sola potencia, como ha sido el triste resultado de la desacreditada OEA. Esta es una de las grandes realidades del poder y del derecho, sea este domestico o internacional.
El último punto que acabamos de indicar es el que nos explica la otra parte de la paradoja que estamos evaluando en este documento. Los países del Sur Global son ahora los más fervientes defensores del mismo derecho internacional que tanto daño les ha causado antes, justo por la misma lógica multipolar que caracteriza el sistema internacional.
El derecho internacional ahora pudiera poseer un futuro próspero, pues vivimos en un proceso de “recodificación” de este, el cual está siendo asumido por una multiplicidad de autores que no permitirán que este proceso sea un monopolio de una potencia que busca rescatar sus días de gloria y dominio.
La recodificación o reconceptualización del derecho internacional que se vive en este momento – si es que logra sobrevivir la arremetida de Estados Unidos y sus satélites – pudiera ser verdaderamente desoccidentalizado, no-eurocéntrico, descolonizado, en pro de la vida y el medio ambiente, y quizás hasta colocando al ser humano por encima del capital, pero sobre todo, alejado de ser un instrumento de guerra y control con un “interruptor de luz” (un switch) que solamente Estados Unidos puede “prender y apagar”, cuando y como sea conveniente para ese país.
No se equivocan los analistas que categorizan las verdaderas luchas en el sistema internacional como la imposición de una unipolaridad y la destrucción de su actual naturaleza multipolar, bien lejos de las narrativas desgastadas que Estados Unidos pretende imponer a través de sus aparatos globales de difusión de narrativas, particularmente el “cuento de hadas” en donde Estados Unidos, lidera el mal llamado “mundo libre”, contra las “dictaduras” de “Putin” y “Xi”, (siempre emplean los nombres de los jefes de Estado en vez de el de sus respectivos países, simplemente para deslegitimar la resistencia de estos a su hegemonía). No obstante, estas verdaderas luchas incluyen el esfuerzo para salvar el derecho internacional y el verdadero multilateralismo de las garras de la unipolaridad, una tarea urgente para todos los países del Sur Global, antes de que el sistema actual se degenere y se transforme en la patética y triste realidad que actualmente es la moribunda OEA.
El derecho internacional, tradicionalmente ha sido un excelente instrumento de dominio para los países occidentales. No obstante, se está transformando junto al propio sistema internacional, y los autores de este cambio ya no son occidentales, como solía ser el caso, desde los tiempos de las bulas papales y del salamantino Vitoria.
Por eso al dar la batalla contra Rusia y China en el ámbito multilateral internacional, Estados Unidos va progresivamente “abandonando” ciertos aspectos de ese mismo derecho internacional, a favor de algo muy conveniente para sí, la “fórmula” que lo ayuda a superar la “trampa” que acabamos de señalar en los párrafos anteriores.
Con un “orden en base a reglas” que no posee descripción de ningún tipo o forma, Estados Unidos y sus aliados esperan superar ese grave problema de “codificar” el poder en un momento geopolítico en particular, que luego pueda actuar en contra de sus intereses, cuando se genere otro cambio drástico en la geopolítica global, que haga inútil o nocivo, la última codificación de reglas establecida.
Por eso, Estados Unidos y sus aliados requieren desesperadamente, de un “orden en base a reglas”; reglas que no existen y nunca serán claramente codificadas, que nunca se podrán ver o leer, y que solo pueden tener una eterna condición de vaguedad e imprecisión, para que así las potencias queden protegidas de los impertinentes y tempestuosos cambios de un mundo político y geopolítico altamente inestable, lejos de la “camisa de fuerza” que ahora es el propio derecho internacional para esos mismos Estados que inventaron este, en primer lugar.
¿Qué más ironía, paradoja y contradicción pudiéramos imaginarnos, que las que nos ofrece el actual sistema internacional, con su ficticio “orden en base a reglas”, y su muy verdadera e irreversible multipolaridad?
Omar José Hassaan Fariñas*Internacionalista y Profesor de relaciones internacionales en la Universidad Bolivariana de Venezuela. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: Internet
Referencias:
[1] Una bula es un documento sellado con plomo sobre asuntos políticos o religiosos, en cuyo caso, si está autentificada con el sello papal, recibe el nombre de bula papal o bula pontificia.