El presidente estadunidense, Joe Biden, proclamó ayer que la corrupción es un “riesgo para la seguridad nacional” de su país, por lo que elevó la lucha contra este flagelo al rango de pilar de la política exterior de Washington. En este sentido, el mandatario emitió una directriz que ordena a las diversas agencias de su gobierno elaborar recomendaciones para el combate contra la corrupción, afirmó que su nación será “líder por medio del ejemplo y en asociación con aliados, sociedad civil y el sector privado” e informó que como parte de este esfuerzo continuará financiando a organizaciones no gubernamentales (ONG) y periodistas de investigación en otros países.
Aunque las declaraciones de Biden no fueron dirigidas a ninguna nación o persona en particular, en México se han leído como una respuesta al reclamo del gobierno federal para que la Casa Blanca cese el financiamiento ilegal a Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) y otros grupos políticos disfrazados de asociaciones civiles. La tardía respuesta del gobierno demócrata se produce en forma ominosa: mediante la formulación de una nueva doctrina para el permanente injerencismo de Washington en otros países. Esta política imperial, que ha tenido en las naciones de América Latina y el Caribe a sus principales víctimas, se remonta al nacimiento mismo de Estados Unidos y ha tomado como pretextos sucesivos el “destino manifiesto”, la lucha contra el comunismo, la guerra contra las drogas, el impulso al progreso y el combate al terrorismo.
El documento enviado a todos los departamentos del gabinete estadunidense resulta histórico de una manera nefasta, pues inaugura un nuevo capítulo en la tradición intervencionista de la superpotencia. En él, la Casa Blanca proclama que se arroga el derecho a impulsar o crear actores extralegales de combate a la corrupción en otros países, con total arbitrariedad en la selección de sus personeros. México ya es testigo del tipo de formaciones con las que Washington gusta de asociarse: diversas investigaciones periodísticas señalan a MCCI por sus prácticas fiscales opacas, por su sesgo político, por sus vínculos oscuros en el mundo empresarial y por ser una proyección encubierta de poder económico en los asuntos públicos.
Además de los oscuros antecedentes de las personas y ONG a las que la administración demócrata busca habilitar como instrumentos de su injerencia en los asuntos de otras naciones, cabe preguntarse por el papel que habrá de jugar el sector privado en el combate a un conjunto de prácticas ilegales o antiéticas de las que es un exponente de primer orden. Por no ir muy lejos, los escándalos de Odebrecht, los Papeles de Panamá o la Banca Privada d’Andorra han exhibido que muchas empresas trasnacionales y dueños de grandes fortunas se encuentran en la búsqueda constante de oportunidades para estafar al fisco, obtener ventajas mediante sobornos y lavar dinero proveniente de actividades ilícitas.
Por último, es ineludible señalar la hipocresía de Estados Unidos al anunciar su apoyo a periodistas de investigación cuando sus últimos tres presidentes han pasado más de una década persiguiendo a Wikileaks, la organización que puso en manos de los informadores y del público el mayor cúmulo de información sobre violaciones a los derechos humanos y otras formas de abuso de poder. El hecho de que su fundador, Julian Assange, siga preso en Londres por una petición de extradición de Washington, evidencia de manera inapelable que, tras el aparente aliento a la honestidad y la transparencia, no sólo se esconde un incurable empecinamiento en intervenir en asuntos internos de otros países sino también la voluntad de coartar la libertad de expresión cuando su ejercicio resulta lesivo para los intereses de la superpotencia.
Este artículo fue publicado por Jornada.