Colaboraciones Nuestra América

Colombia: cambios con consecuencias dolorosas

Por Marcelo Caruso Azcárate*. –
Con la mundialización y financiarización del sistema económico, se produjeron cambios políticos en las clases sociales.

 Por un lado, cambió el mundo del trabajo asalariado y creció el trabajo por cuenta propia, reconocido hoy como economía popular, una respuesta instintiva de sobrevivencia que hoy busca su asociatividad solidaria y requiere del apoyo gubernamental. Por otro, están los cambios que afectaron a las clases que han hegemonizado el poder por dos siglos, definidas como burguesía industrial, comercial, agraria y de servicios, con sus respectivas élites oligárquicas. Con el fin del modelo del Estado benefactor proteccionista, asistimos en Colombia a la creciente desaparición de la industria nacional, de la producción de pequeños y medianos agricultores y a una concentración de la riqueza y de la tierra que hoy incluye a grandes grupos transnacionales. Frente al poder del dinero que produce dinero, y a los costos de las nuevas tecnologías productivas, fueron desapareciendo empresas productoras de todos los tamaños y aumentó a un 80-90% el fracaso de los nuevos emprendimientos.

Dos opciones le quedaron a gran parte de quienes, olvidando la ética, pretendían ser empresarios exitosos: vivir de los contratos con el Estado, corrupción por medio, o vincularse con los capitales que acumula el narcotráfico, un mercado paralelo con grandes utilidades por su alto riesgo. Es decir, existir como empresa legal que vive de lo ilegal, lo cual fue generando una cultura en la que el fin justifica los medios violentos heredados de las guerras. Se abrió paso una lumpen-burguesía que monopoliza los contratos con el Estado y se articula con empresarios exportadores de humo y lavadores de dineros. Unos se enriquecen con la captura corrupta del aparato estatal que debía controlarlos, y otros con el lavado de los capitales mal habidos. Los empresarios, contratistas y funcionarios decentes pueden ser muchos, pero su poder económico y político es reducido.

Por esto, un gobierno que pretende aprobar reformas que recuperen las culturas de paz, es una gran amenaza para estos sectores emergentes; sobre todo, si lo hace con la coherencia y honestidad que les exige representar a esa masa popular que le dio sus votos. A los corruptos no les preocupa si el proyecto político prioriza lo público, sino sus “negocios” privados, y están dispuesto a todo para mantenerlos, en particular en los municipios y gobernaciones que es en donde se ejecuta casi el 80% del presupuesto nacional. Esto incluye el asesinato de cualquiera que se les interponga en el camino, lo cual explica -en parte- la continuidad de los asesinatos de líderes sociales y firmantes de paz en los territorios, de lo cual se ocupan los herederos del paramilitarismo.

Los grandes grupos económicos y financieros ven estos crímenes como un factor de descrédito que no genera seguridad a los inversionistas, pero no pueden negar a los descarriados que se vieron involucrados en asesinatos, caso Odebrecht, ni a aquellos que compraron tierras de víctimas del desplazamiento forzado. Tampoco se excluyen de esta responsabilidad las complicidades de sectores de la fuerza pública y autoridades locales corrompidos por este nuevo estamento, a lo cual hay que agregar a sectores bandolerizados de las insurgencias que tratan a las comunidades como mercancías desechables. Por eso, hay que analizar en profundidad estos fenómenos que penetran al Estado y a la sociedad ya que, desde complejidades diversas, desarrollan variantes autoritarias que niegan los derechos humanos fundamentales y se repiten por todo el continente. Ya se posicionaron en Paraguay, México y Perú e instalaron raíces en Ecuador. Se apoya en ellos Bukele para construir su partido familiar, mientras que en Argentina corrompieron al peronismo facilitando el triunfo de Milei apoyado por un sector sionista de la oligarquía. De allí la importancia de sanear el poder judicial en Colombia para que se pueda confrontar y transformar esta perversa realidad.

Marcelo Caruso Azcárate* Investigador social colombo-argentino

Este artículo fue publicado en El Espectador de Colombia

Foto de portada: Internet

Dejar Comentario