El 7 de octubre se ha declarado una guerra mundial. Ningún telediario ha informado sobre ella, aunque todos tendremos que sufrir sus enormes consecuencias. Ese día el gobierno de Biden lanzó una ofensiva tecnológica contra China, imponiendo límites estrictos y amplios controles a la exportación no solo de circuitos integrados, sino también de sus diseños, de las máquinas utilizadas para “escribirlos” en el silicio y de las herramientas que estas máquinas producen. A partir de ahora todas las empresas, estadounidense o no, que exportan estos productos a China deberán solicitar una autorización especial en el caso de que los mismos sirvan para producir bienes de empresas estadounidenses u occidentales, como sucede, por ejemplo, con los teléfonos móviles de Apple o con los coches de General Motors.
¿Por qué Estados Unidos ha aplicado estas sanciones? ¿Y por qué son tan severas? Porque, como escribe Chris Miller en su reciente libro Chip War: The Fight for the World’s Most Critical Technology (2022), “la industria de los semiconductores produce cada día más transistores que células hay en el cuerpo humano”. Los circuitos integrados (chips) forman parte de la totalidad de los productos que consumimos —es decir, de todo lo que fabrica China—, de los coches a los teléfonos, de las lavadoras a las tostadoras, de las televisiones a los hornos microondas. China utiliza, pues, más del 70% de los productos semiconductores fabricados en el mundo, aunque, a contrapelo de la percepción común, solo produce el 15% de los mismos. De hecho, esta última cifra es engañosa, ya que China no produce ninguno de los chips más modernos, es decir, los utilizados en la inteligencia artificial o en los sistemas armamentísticos avanzados.
No es posible hacer nada sin esta tecnología. Rusia lo descubrió cuando, tras ser sometida al embargo impuesto por Occidente por la Operación Militar en Ucrania, se vio obligada a cerrar algunas de sus principales fábricas de automóviles. La escasez de chips también contribuye a la relativa ineficacia de los misiles rusos: muy pocos de ellos son de tipo “inteligente”, dotados de microprocesadores que guían y corrigen su trayectoria. Hoy la producción de microchips es un proceso industrial globalizado que se enfrenta al menos a cuatro importantes cuellos de botella —que los chinos, con mayor crudeza, ha definido “puntos de estrangulamiento”—, indicados por Gregory Allen, investigador del Center for Strategic and International Studies: 1) diseños de chips de inteligencia artificial, 2) software de automatización de diseños electrónicos, 3) máquinas-herramienta para la fabricación de semiconductores y 4) componentes de maquinaria. De acuerdo con sus palabras:
Las últimas acciones de gobierno de Biden explotan simultáneamente el dominio estadounidense en estos cuatro cuellos de botella. Al hacerlo, estas acciones demuestran un grado sin precedentes de intervención del gobierno de Estados Unidos no sólo para preservar el control de los mismos, sino también para iniciar una nueva política de estrangulamiento activo de grandes segmentos de la industria tecnológica china, un estrangulamiento efectuado con la intención de matar.
Miller es algo menos drástico en su análisis: “La lógica —escribe— está echando arena en los engranajes”, aunque también afirma que “el nuevo bloqueo de las exportaciones no se parece a nada visto desde la Guerra Fría”. Incluso un comentarista tan obsecuente con Estados Unidos como Martin Wolf, economista-jefe del Financial Times, no ha podido dejar de observar que “los controles recientemente anunciados sobre las exportaciones estadounidenses a China de semiconductores y tecnologías asociadas [son] mucho más amenazantes para Pekín que cualquier otra iniciativa tomada por Donald Trump. El objetivo es claramente frenar el desarrollo económico de China. Es un acto de guerra económica con el que uno puede estar de acuerdo o no. Pero tendrá enormes consecuencias geopolíticas”.
Durante años, el Pentágono y la Casa Blanca han mostrado una irritación cada vez mayor al constatar que su “competidor global” daba saltos de gigante con instrumentos que ellos mismos le habían proporcionado.
“Estrangular con intención de matar” es una caracterización correcta de los objetivos del imperio estadounidense, que está seriamente preocupado por la sofisticación tecnológica de los sistemas armamentísticos chinos, de los misiles hipersónicos a la inteligencia artificial. China ha logrado estos avances mediante el uso de tecnología perteneciente o controlada por Estados Unidos. Durante años, el Pentágono y la Casa Blanca han mostrado una irritación cada vez mayor al constatar que su “competidor global” daba saltos de gigante con instrumentos que ellos mismos le habían proporcionado. La ansiedad ante China no era un mero impulso transitorio del gobierno de Trump. Tales preocupaciones son compartidas por el gobierno de Biden, que ahora persigue los mismos objetivos que su muy denostado predecesor, pero con mayor dureza. En su libro citado precedentemente, Chris Miller defiende una posición próxima a la de Trump y no por azar, ya que trabaja para el American Enterprise Institute, uno de los think tanks financiados por las fundaciones estadounidenses más conservadoras, que han elaborado las estrategias del trumpismo.
El anuncio estadounidense se produjo pocos días antes de la apertura del Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. En cierto sentido, la prohibición de las exportaciones de semiconductores a China ha sido la intervención de la Casa Blanca en el desenvolvimiento del mismo, que pretendía sancionar la supremacía política de Xi Jinping. A diferencia de muchas de las sanciones impuestas a Rusia, que, más allá del bloqueo de los microchips, han resultado bastante ineficaces, estas restricciones a la exportación de chips y tecnologías relacionadas tienen muchas probabilidades de verse coronadas por el éxito, dada la estructura única del mercado de los semiconductores y las particularidades de su proceso de producción.
En cierto sentido, la prohibición de las exportaciones de semiconductores a China ha sido la intervención de la Casa Blanca en el desenvolvimiento del mismo, que pretendía sancionar la supremacía política de Xi Jinping.
La industria de los microchips se distingue por su dispersión geográfica y su concentración financiera, lo cual se debe al hecho de que la producción es extremadamente intensiva en capital, característica que además se acelera con el tiempo, ya que la dinámica de la industria se basa en una mejora continua del “rendimiento”, es decir, de la capacidad de procesar algoritmos cada vez más complejos reduciendo al mismo tiempo el consumo de electricidad. Los primeros circuitos integrados sólidos desarrollados a principios de la década de 1960 tenían 130 transistores. El procesador original de Intel de 1971 tenía 2.300 transistores. En la década de 1990, el número de transistores incluidos en un solo chip superó el millón. En 2010 un chip contenía 560 millones y el iPhone de Apple de 2022 tiene 114 millardos. Como los transistores son cada vez más pequeños, las técnicas para fabricarlos en un semiconductor son cada vez más sofisticadas; el rayo de luz que rastrea los diseños debe ser de una longitud de onda cada vez más corta. Los primeros rayos utilizados eran de luz visible (de 700 a 400 milmillonésimas de metro, nanómetros, nm). Con el paso de los años se redujo a 190 nm, luego a 130 nm, antes de llegar al ultravioleta extremo de tan solo 3 nm. Si queremos introducir una escala de comparación, basta con indicar que un virión del coronavirus que desencadenó la pandemia de la Covid-19 es aproximadamente diez veces mayor.
Para alcanzar estas dimensiones microscópicas se necesita una tecnología muy compleja y costosa cada vez más sofisticada: láseres y dispositivos ópticos de increíble precisión, así como el más puro de los diamantes. Un láser capaz de producir una luz suficientemente coherente, estable y precisa se compone de 457.329 piezas, producidas por decenas de miles de empresas especializadas repartidas por todo el mundo. Una sola “impresora” de microchips con estas características vale 100 millones de dólares y se prevé que los modelos de la nueva generación costarán en torno a los 300 millones. Esto significa que abrir una fábrica de chips requiere una inversión de aproximadamente 20 millardos de dólares, esencialmente la misma cantidad que se necesitaría para construir un portaaviones. Esta inversión debe dar sus frutos en muy poco tiempo, porque en pocos años los chips habrán quedado obsoletos, superados por un modelo más avanzado, compacto y miniaturizado, que requerirá equipos, arquitecturas y procedimientos completamente nuevos. Hay límites físicos para este proceso; por ahora hemos llegado a capas de apenas unos átomos de grosor y por ello se está produciendo una inversión tan elevada en la computación cuántica en la que el límite físico de la incertidumbre cuántica por debajo de un determinado umbral ya no es una limitación, sino una característica digna de ser explotada.
Hoy en día la mayoría de las empresas de semiconductores no fabrican semiconductores en absoluto; simplemente diseñan y planifican su arquitectura, de ahí el nombre estándar utilizado para referirse a ellas: “fabless” (“sin fabricación”, esto es, externalizando la producción). Pero estas empresas tampoco son realmente artesanales. Por poner solo tres ejemplos: Qualcomm emplea a 45.000 trabajadores y factura 35 millardos de dólares anuales, Nvidia emplea a 22.400 y tiene unos ingresos de 27 millardos de dólares y AMD emplea a 15.000 e ingresa 16 millardos de dólares.
La miniaturización cada vez más infinitesimal requiere instalaciones cada vez más macroscópicas, desmesuradas y titánicas, hasta el punto de que el Pentágono ni siquiera puede permitírselas a pesar de su presupuesto anual de 700 millardos de dólares.
Todo esto ilustra la paradoja existente en el corazón de nuestra modernidad tecnológica: la miniaturización cada vez más infinitesimal requiere instalaciones cada vez más macroscópicas, desmesuradas y titánicas, hasta el punto de que el Pentágono ni siquiera puede permitírselas a pesar de su presupuesto anual de 700 millardos de dólares. Al mismo tiempo, requiere un nivel de integración sin precedentes para reunir cientos de miles de componentes diferentes, producidos por diferentes tecnologías cada una de ellas hiperespecializada.
El impulso hacia la concentración es inexorable. La producción de las máquinas que “imprimen” los microchips de última generación está hoy bajo el monopolio de una sola empresa de nacionalidad holandesa, ASM International, mientras que la producción de los propios chips corre a cargo de un número restringido de empresas que se especializan en un tipo concreto de chip: lógico, DRAM, memoria flash o procesamiento de gráficos. La empresa estadounidense Intel produce casi todos los microprocesadores para ordenadores, mientras que el sector japonés, que tuvo un gran éxito en la década de 1980 antes de entrar en crisis a finales de la siguiente, ha sido absorbido por la empresa estadounidense Micron, que mantiene fábricas en todo el sudeste asiático.
Solo hay, por el contrario, dos verdaderos gigantes en la producción material de semiconductores: uno es Samsung, de Corea del Sur, favorecido por Estados Unidos durante la década de 1990 para contrarrestar el ascenso de Japón, cuya precocidad y altanería antes del final de la Guerra Fría se había convertido en una amenaza, antes de que explotara su burbuja inmobiliaria en 1991 y de que se desencadenara la crisis financiera asiática en 1997; el otro es TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, 51.000 empleados, una facturación de 43 millardos de dólares y unos beneficios de 16 millardos), que suministra a todas las empresas estadounidenses “fabless”, produciendo el 90% de los chips avanzados del mundo.
La red de producción de chips es, por lo tanto, muy dispersa con fábricas repartidas entre los Países Bajos, Estados Unidos, Taiwán, Corea del Sur, Japón y Malasia —aunque hay que destacar el grupo de empresas con sede en Asia oriental—. Se trata también de una red concentrada en un puñado de cuasi monopolios —ASML para la litografía ultravioleta, Intel para los microprocesadores, Nvidia para las GPU, TSMC y Samsung para la producción real—, que presentan niveles de inversión monumentales. Esta red dota a las sanciones estadounidenses de una enorme efectividad, porque se trata de facto del monopolio estadounidense sobre los diseños de los microchips elaborados por sus grandes empresas “fabless” a través de las cuales puede ejercerse una enorme influencia sobre las empresas de los Estados vasallos que realmente fabrican los materiales.
Estados Unidos puede bloquear eficazmente el progreso tecnológico chino, porque ningún país del mundo tiene la competencia o los recursos necesarios para desarrollar estos sofisticadísimos sistemas. Los propios Estados Unidos deben confiar en la infraestructura tecnológica desarrollada en Alemania, Gran Bretaña y otros países. Pero no se trata solo de una cuestión de tecnología; también son necesarios ingenieros, investigadores y técnicos capacitados. Para China, pues, la montaña que debe escalar es abrupta, incluso vertiginosa. Si consigue adquirir un componente, descubrirá que le falta otro, y así sucesivamente. En este sector, la autarquía tecnológica es imposible.
Naturalmente Pekín ha tratado de prepararse para esta eventualidad, habiendo previsto la llegada de estas restricciones desde hace algún tiempo y, por consiguiente, acumulando chips e invirtiendo sumas fantásticas en el desarrollo de la tecnología local para su fabricación. China ha hecho algunos progresos en su producción: la empresa china Semiconductor Manufacturing International Corporation (SIMC) produce ahora chips, aunque su tecnología va varias generaciones por detrás de TSMC, Samsung e Intel. En última instancia, sin embargo, será imposible que China se ponga a la altura de sus competidores. No puede acceder a las máquinas litográficas ni a los ultravioletas extremos que proporciona ASML, que ha bloqueado todas las exportaciones. La impotencia de China ante este ataque queda patente en la total falta de respuesta oficial de los funcionarios de Pekín, que no han anunciado ninguna contramedida ni represalia por las sanciones estadounidenses. La estrategia preferida parece ser el disimulo: seguir trabajando bajo el radar —quizá con un poco de espionaje— en lugar de lanzarse al mar sin flotador.
El problema del bloqueo estadounidense es que gran parte de las exportaciones de TSMC —más las de Samsung, Intel y ASML— tienen como destino China, cuya industria depende de la isla que quiere anexionarse. Los taiwaneses son plenamente conscientes del papel fundamental de la industria de los semiconductores en su seguridad nacional hasta el punto de que se refieren a ella como su “escudo de silicio”. Estados Unidos hará cualquier cosa para no perder el control de la industria y China no puede permitirse el lujo de destruir sus instalaciones con una invasión. Pero esta línea de razonamiento era mucho más sólida antes del estallido de la actual Guerra Fría entre Estados Unidos y China.
De hecho, dos meses antes del anuncio de las sanciones a China en materia de microchips, el gobierno de Biden promulgó la Chip and Science Act, que asignó 50 millardos de dólares a la repatriación de al menos una parte del proceso de producción de semiconductores, decisión que prácticamente obligaba a Samsung y TSMC a construir nuevos centros de fabricación —y a mejorar los antiguos— en suelo estadounidense. Desde entonces, Samsung ha prometido 200 millardos de dólares para la construcción de once nuevas plantas en Texas durante la próxima década, aunque es más probable que el plazo se mida de décadas. Todo esto viene a demostrar que si bien Estados Unidos está dispuesto a “desglobalizar” parte de su aparato productivo, también es cierto que resulta extremadamente difícil desvincular las economías china y estadounidense tras casi 40 años de implicación recíproca entre ambas. Y será aún más complicado para Estados Unidos convencer al resto de sus aliados —Japón, Corea del Sur, Europa— de que desvinculen sus economías de la de China, entre otras cosas porque estos Estados han utilizado históricamente esos lazos comerciales para aflojar el yugo estadounidense.
El caso de manual es el de Alemania, que es el mayor perdedor en la guerra de Ucrania, un conflicto que ha puesto en tela de juicio todas las decisiones estratégicas tomadas por las élites alemanas durante los últimos 50 años, al menos desde el lanzamiento de la Ostpolitik de Willy Brandt a principios de la década de 1970. Desde el cambio de milenio, Alemania ha basado su fortuna económica —y, por lo tanto, política— en su relación con China, su principal socio comercial —con una cifra de intercambio comercial anual de 264 millardos de dólares—. En la actualidad, Alemania sigue fortaleciendo estos lazos bilaterales, a pesar tanto del enfriamiento de las relaciones entre Pekín y Washington, como de la guerra en curso en Ucrania, que ha interrumpido la intermediación rusa entre el bloque alemán y China. En junio, el productor químico alemán BASF anunció una inversión de 10 millardos de dólares en una nueva planta en la ciudad-condado de Zhangjiang, situada en el sur de China.
Olaf Scholz incluso realizó una visita a Pekín a principios de mes, encabezando una delegación de directivos de Volkswagen y BASF. El canciller alemán vino cargado de regalos, comprometiéndose a aprobar la controvertida inversión de la empresa china Cosco en una terminal para buques portacontenedores ubicada en el puerto de Hamburgo —Scholz había sido alcalde de la ciudad—. Los Verdes y los liberales del FDP se opusieron a esta iniciativa, pero el canciller respondió señalando que la participación de Cosco rondaría el 24,9%, sin derecho a veto, y que solo abarcaría una de las terminales de Hamburgo, algo incomparable con la adquisición total del puerto del Pireo por parte de la empresa china en 2016. Al final, el ala más atlantista de la coalición alemana se vio obligada a ceder.
En la coyuntura actual, incluso estos gestos mínimos —el viaje de Scholz a Pekín, la inversión china en Hamburgo por valor de menos de 50 millones de dólares— parecen grandes actos de insubordinación, especialmente tras la última ronda de sanciones estadounidenses. Pero Washington no podía esperar que sus vasallos asiáticos y europeos se tragaran sin más la desglobalización como si la era neoliberal nunca hubiera existido: como si, durante las últimas décadas, no se les hubiera animado, empujado, casi obligado, a entrelazar sus economías entre sí, construyendo una red de interdependencia que ahora es sumamente difícil de desmantelar.
Por otra parte, cuando estalla la guerra, los vasallos deben decidir de qué lado están. Y esta se perfila como una guerra gigantesca, aunque se libre por millonésimas de milímetro.
*Artículo publicado originalmente en El Salto.
Marco D’Eramo es periodista.
Foto de portada: Retirada de El CEO.