“Todo el mundo perdió, y con el tiempo se ha visto que todas las victorias fueron falsas”. Así resume Nawaf Salam, nuevo primer ministro de Líbano, lo que la guerra civil libanesa iniciada hace 50 años supuso para el país. Con la autoridad que le otorga haber presidido la Corte Internacional de Justicia, Salam aprovecha estos días el aniversario del estallido del conflicto para asumir un reto inusual entre los dirigentes libaneses de posguerra: abordar los 15 años de conflicto civil y hacerlo de buena fe, sin instrumentalizarlo para el beneficio propio.
La guerra civil libanesa, uno de los episodios más complejos de la historia moderna de Oriente Medio, fue un conflicto con múltiples actores locales e internacionales entrelazados en hostilidades y alianzas cambiantes. El conflicto fracturó Beirut durante tres lustros e hizo que toda una generación creciera completamente ajena a lo que sucedía en la otra mitad de la ciudad. La guerra terminó en 1990, después de que los líderes de cada milicia implicados en crímenes contra su propia población pactaran una ley de amnistía y se repartieran cuotas de poder institucional. Por el camino, los años de fuego y de ley de la selva dejaron 150.000 personas muertas y más de 17.000 desaparecidas.
El paradero de los desaparecidos es una herida abierta en Líbano. Se calcula que hay más de 100 fosas comunes repartidas por este pequeño país. Sus cinco millones de residentes conviven con la posibilidad de estar viviendo sobre los restos de quienes ya no están. En 2018 la lucha de la sociedad civil consiguió que el parlamento aprobara la Ley 105. Este hito supuso la creación de una Comisión Nacional por los Ausentes y los Desaparecidos. Años después la Comisión carece de financiación, lo que impide en gran medida sus actividades.

En este contexto de silencio impuesto cobra relevancia la llegada de un primer ministro más vocal. “Esto no va de reabrir heridas”, reivindica Salam, “sino de recordar lecciones que no deben olvidarse” y “evitar que se repita la tragedia”. Salam también ha mencionado los Acuerdos de Taif, que pusieron fin a la guerra, para trasladar al presente las lecciones que cree que hay que retener de aquellos años: “Los Acuerdos preveían la extensión de la autoridad estatal a todo el territorio nacional. No existe el Estado si no es mediante el monopolio de las armas, y solo las fuerzas armadas estatales pueden garantizar la seguridad de sus ciudadanos”.
A nadie se le escapa que estas declaraciones hacen referencia al partido-milicia Hezbollah. El grupo chií fue el único actor libanés implicado en la guerra civil que mantuvo las armas más allá de 1990. El Ejército israelí seguía ocupando el sur del Líbano —lo hizo hasta el año 2000-, y hasta hoy las autoridades libanesas habían reconocido la fuerza militar de la milicia como parte de la fórmula del país para resistir la amenaza israelí. Pero esto ha cambiado en 2025 con la formación de un nuevo Gobierno que, bajo la influencia de los Estados Unidos, tiene como objetivo declarado desarmar a Hezbollah.
El paso de cinco décadas no ha movido a Líbano de sitio. En 1975 el estallido de la guerra civil tuvo entre sus causas la existencia, dentro del país, de combatientes palestinos que lanzaban hostilidades contra Israel. La acción de estas milicias inquietaba a grupos cristianos libaneses, que veían la presencia palestina en Líbano como una amenaza de seguridad, pero también de representatividad. La posible permanencia de miles de palestinos en el país -muchos de ellos, musulmanes- podía desequilibrar el sistema político libanés, que adjudica poder en función del peso demográfico de cada grupo social y religioso.
Una guerra sin mención en los libros de historia
El borrón y cuenta nueva que impulsaron las autoridades libanesas impidió la búsqueda de un relato común. A día de hoy los libros de historia que manejan los estudiantes libaneses siguen sin hacer mención de la guerra civil del país. De hecho, no hace prácticamente mención de nada que haya ocurrido después de la independencia de Líbano, lograda en 1943.
“El currículum actual en materia de Historia sólo alcanza hasta 1946”, explica Amin Elias, doctor en Historia Contemporánea y profesor en múltiples universidades libanesas. Elias admite que las autoridades educativas han redactado múltiples propuestas para actualizar el temario, incluso después de la guerra civil, pero sus intentos se toparon con consideraciones políticas. “En el año 2000 el ministro de Educación era prosirio”, recuerda el historiador: “En ese momento, Líbano estaba bajo el control de la ocupación por parte de las autoridades sirias, y el régimen sirio no era favorable a un currículum que reforzara la identidad y la ciudadanía libanesas”. Los años posteriores tampoco fueron propicios para el debate político. 2005 fue el año de los asesinatos políticos -incluyendo el del primer ministro, Rafik Hariri- y el de la retirada de las tropas sirias de Líbano, y a partir de 2011 el país miraba de reojo la guerra civil en Siria.
El bloqueo de las autoridades libanesas hace que la relación de Líbano con su pasado dependa de la historia oral, que transcurre entre familiares y vecinos, y de los esfuerzos de la sociedad civil. Beit Beirut -en árabe, “Casa Beirut”- solía albergar matanzas y ahora alberga la memoria histórica del país. Este edificio residencial se encuentra en el corazón de la Línea Verde de la ciudad, el frente de batalla que durante la guerra dividió el municipio. La arquitectura abierta del bloque, cuyos bajos en su día acogían un estudio de fotografía, una peluquería y una clínica dental, permitía a los francotiradores apostarse hacia todas direcciones. Años más tarde, la lucha de activistas evitó su demolición. Estos días, con motivo del 50 aniversario de la guerra civil, Beit Beirut hospeda una exposición que aborda el capítulo más oscuro de Líbano.
“No puedes imaginarte hasta qué punto está abierta la herida”, explica la libanesa Carmen Hassoun Abou Jaoude, participante de los actos en Beit Beirut. Esta politóloga e investigadora en justicia transicional asegura que entre el público de cada exposición hay libaneses con casos de desapariciones en su historia familiar. “Estamos caminando sobre fosas comunes. Muchas familias no pueden pasar página. Para ellas no saber qué ha pasado es una tortura”. Han pasado décadas, pero aún hoy expresan que “quieren un solo hueso para poder enterrarlo y empezar un proceso de duelo”.
La angustia de muchas familias vivió un repunte reciente con la caída del Gobierno de Bashar al Asad, en diciembre de 2024. Confiaban en que sus desaparecidos surgirían de las celdas del régimen sirio. “Muchas familias esperaron durante años” que sus seres queridos estuvieran vivos en las cárceles sirias, dice Abou Jaoude, “pero ahora ya sabemos que los desaparecidos en Siria están en fosas comunes”.
Mientras, Líbano navega generaciones y gobiernos sin conocer la paz. “Al final de la guerra [las autoridades] nos dijeron que si queríamos paz, teníamos que olvidarnos de la verdad y de la justicia”, recuerda Abou Jaoude en declaraciones a El Salto Diario. “Pero luego nos dimos cuenta de que eso no funciona. Si no hay justicia, no hay paz”.
Este artículo ha sido publicado originalmente por el portal El Salto Diario.
Joan Cabasés Vega* es periodista y redactor sobre Medio Oriente y Países Árabes.