La proclamación de Paul Biya (92 años) como vencedor de las elecciones del 12 de octubre de 2025 prolonga más de cuatro décadas de dominio político en Camerún. El resultado, que lo confirma con un 53,66 % de los votos según el Consejo Constitucional, no solo reafirma la continuidad de un régimen envejecido: expone las fracturas de un Estado atrapado entre la crisis anglófona, la precariedad juvenil, las nuevas dependencias económicas con China, y la persistencia de una estructura poscolonial que se resiste a transformarse.
Un triunfo que encubre una erosión de legitimidad
Las elecciones se desarrollaron en medio de acusaciones de fraude por parte del candidato opositor Issa Tchiroma Bakary, quien afirma haber obtenido el 54,8 % de los votos. Las protestas posteriores dejaron al menos cuatro muertos en Douala y decenas de detenidos en Garoua y Maroua, mientras el gobierno impuso cortes de internet y desplegó tropas en todo el país. El oficialismo, una vez más, impuso la estabilidad coercitiva como sustituto de legitimidad.
Este nuevo mandato llega con un país polarizado, con más del 60 % de la población menor de 30 años, un PIB per cápita de USD 1.700 y un crecimiento del 3,6 % en 2024 que apenas alcanza para compensar la inflación. La tasa de desocupación juvenil del 6 %, subestimada por la informalidad superior al 80 %, expresa una crisis de expectativas más que de cifras. A eso se suma un endeudamiento público del 41,8 % del PIB, catalogado por el FMI como de alto riesgo de estrés, y un déficit de cuenta corriente del 2,7 %. El Estado paga su continuidad con deuda y represión.
La crisis anglófona, activa desde 2016, se mantiene como herida abierta. En las regiones de Noroeste y Suroeste, miles de civiles han muerto en una guerra de baja intensidad entre fuerzas estatales y grupos separatistas. La violencia ha afectado a más de 700 000 niños en edad escolar y forzado el cierre de centenares de centros educativos. Sin una reforma institucional profunda —descentralización real, bilingüismo efectivo y garantías para las minorías— el conflicto seguirá minando la cohesión nacional.
Aun así, Biya mantiene el apoyo de los sectores empresariales ligados al régimen, de la burocracia central y de los altos mandos militares. Su victoria representa una continuidad política, pero también una crisis de representación en una sociedad que ya no cree en los mecanismos de participación formal. La distancia entre el poder y la calle se mide en detenidos, en muertos y en silencios forzados.
Potencias externas y nuevas dependencias: del franco CFA al vínculo con China
La victoria de Biya no puede separarse de la estructura económica que sostiene su régimen. Camerún es un país rico en recursos —petróleo, gas, cacao, madera, bauxita— pero con una economía dependiente de la exportación de materias primas y de los flujos financieros externos. En 2024 el PIB nominal alcanzó los USD 49 000 millones, con una deuda externa de aproximadamente USD 20 000 millones, de los cuales casi el 65 % corresponde a acreedores chinos, según el Ministerio de Finanzas.
Las exportaciones a China representaron el 16,5 % del total en 2024, desplazando a Francia, que cayó al 5,7 %. Los principales rubros son petróleo y gas, seguido por cacao y madera. Esto sitúa a Beijing como socio comercial y financiero predominante, pero también como un actor que ofrece alternativas al viejo tutelaje europeo. Desde una mirada anticolonial, este vínculo debe entenderse como parte de un reordenamiento global donde África busca diversificar sus alianzas y ganar márgenes de soberanía económica frente al sistema neocolonial impuesto por Occidente.
Francia, aunque en retroceso, mantiene un rol simbólico y estratégico en el espacio francófono africano. Su admisión en 2025 de haber participado en la represión colonial en Camerún marcó un gesto histórico, pero sin afectar los pilares del vínculo económico ni monetario: el franco CFA, vinculado al euro y garantizado por el Tesoro francés, sigue limitando la autonomía financiera del país. Biya ha defendido su continuidad en nombre de la ‘estabilidad’, aunque eso suponga mantener el anclaje colonial de la moneda.
El bloque de poder de Biya ofrece a sus socios internacionales previsibilidad: un interlocutor conocido, una estructura de seguridad eficiente y la garantía de que las concesiones mineras y forestales seguirán intactas. A cambio, obtiene créditos, infraestructura y una legitimidad diplomática que compensa el desgaste interno. Esa ecuación define la nueva forma de dependencia poscolonial: un Estado autoritario que vende estabilidad a cambio de soberanía.
El triunfo de Biya reproduce un orden institucional que concentra poder en la élite francófona, mientras las regiones anglófonas siguen reclamando autonomía y reconocimiento. La ausencia de mecanismos de inclusión ha convertido la diferencia lingüística en un símbolo de resistencia. El Estado camina sobre dos temporalidades: la de los viejos partidos de Estado, que aún operan con lógicas de clientelismo y patronazgo, y la de una juventud que se piensa parte de una nueva ola africana.
Desde el Sahel hasta la África occidental, surgen procesos de ruptura con los antiguos centros imperiales. Los gobiernos de Burkina Faso, Malí y Níger, hoy articulados en la Confederación del Sahel, hablan de una segunda independencia basada en soberanía económica y autonomía estratégica. Esas narrativas resuenan entre jóvenes cameruneses que observan en Biya un símbolo de lo que debe superarse: el poder poscolonial como obstáculo para una democracia africana real.
La juventud urbana —conectada por redes digitales y diásporas globales— comienza a dialogar con estos movimientos. Sus formas de acción no son únicamente partidarias: son culturales, lingüísticas, simbólicas. Se mueven entre la música, el arte y la movilización virtual, reconfigurando la noción de nación desde abajo. Para el régimen, esto es una amenaza difusa, difícil de reprimir porque no tiene centro ni líder. Para África, es el signo de una nueva etapa histórica.
En términos económicos, el gobierno de Biya celebra una coyuntura de ingresos en alza por el boom del cacao, que duplicó su precio internacional en 2024 y aportó el 3,2 % del PIB. También apuesta a la explotación de bauxita en Minim-Martap y de hierro en Grand Zambi, proyectos que prometen divisas pero también reproducen la lógica extractiva sin transformación local. El modelo camerunés sigue siendo el de ‘ingresos sin legitimidad’.
La reelección de Biya envía un mensaje de continuidad a las potencias y a los mercados, pero un mensaje de inmovilidad a su pueblo. Su régimen administra el presente pero hipoteca el futuro. Las raíces de la crisis poscolonial siguen ahí: representación real, justicia territorial, redistribución económica y reforma del Estado. Sin ellas, el país continuará atrapado en su propio ciclo de estabilidad autoritaria y descontento crónico.
Camerún es hoy un espejo del siglo XXI africano: un Estado que sostiene la forma de la independencia mientras negocia su contenido; una sociedad que hereda la lengua del colonizador pero empieza a pensar con voz propia. El triunfo de Biya no es solo una victoria personal ni una derrota de la oposición: es el síntoma de un orden que se niega a morir y de una juventud que empieza a imaginar cómo nacer otra vez.
*Beto Cremonte, docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

