Mientras potencias como Rusia y China trabajan sistemáticamente por la pacificación del país, reconociendo su valor estratégico insustituible para la proyección de influencia en el corazón asiático, actores externos despliegan una red de grupos proxy diseñada meticulosamente para sembrar discordia, fragmentación y caos regional.
Esta dinámica alcanza un punto crítico en el reciente enfrentamiento militar entre Afganistán y Pakistán, un conflicto que no es producto del azar ni de tensiones bilaterales orgánicas, sino resultado calculado de fuerzas desestabilizadoras que operan en las sombras, buscando impedir la consolidación de un bloque regional cohesionado.
El contexto del conflicto: Relaciones indo-afganas
La convergencia entre la escalada militar con Pakistán y la recomposición histórica de las relaciones afgano-indias no es coincidencia, sino evidencia de una estrategia más amplia: mientras Kabul e India avanzan hacia una cooperación inédita que podría reconfigurar el equilibrio de poder regional, grupos terroristas utilizados como instrumentos proxy lanzan operaciones diseñadas para sabotear este acercamiento.
El ministro de Relaciones Exteriores del Emirato Islámico, Amir Khan Muttaqi, lo expresó con claridad durante su histórica visita a Nueva Delhi, la primera de este nivel en cuatro años, cuando afirmó que el gobierno afgano sigue “una política equilibrada y centrada en la economía para mejorar el compromiso con la India”. Esta declaración, aparentemente diplomática, encierra una transformación geopolítica de magnitud continental.
Durante su encuentro con el homólogo indio, Muttaqi abordó temas cruciales que van más allá de la retórica: cooperación en la lucha contra el narcotráfico, cuestiones de seguridad compartida, inversión india en Afganistán y expansión del volumen comercial bilateral. Significativamente, el ministro reveló que “en los últimos cuatro años, las relaciones entre Afganistán e India han mejorado constantemente”, agregando que el Ministerio de Asuntos Exteriores indio contempla elevar su misión diplomática en Kabul al nivel de embajada plena.
Este avance representa mucho más que un gesto protocolar: simboliza el reconocimiento mutuo de que ambas naciones comparten intereses estratégicos fundamentales en la estabilización regional y en contener la influencia de actores que históricamente han instrumentalizado el conflicto como herramienta de política exterior.

Actores proxys regionales
Precisamente cuando este acercamiento afgano-indio alcanzaba momentum, estalló el conflicto militar con Pakistán, una escalada que Muttaqi atribuyó directamente a “círculos específicos dentro de Pakistán que intentan socavar las relaciones entre las dos naciones”.
El ministro fue enfático al señalar que el Tehrik-i-Taliban Pakistan no tiene presencia en territorio afgano, y que lo que Islamabad percibe como amenaza son, en realidad, desplazados internos del propio Pakistán. Esta afirmación desenmascara una narrativa cultivada durante años: la externalización de problemas de seguridad domésticos mediante la culpabilización del vecino, táctica recurrente que alimenta tensiones artificiales mientras oculta las verdaderas fuentes de inestabilidad.
La contundencia de Muttaqi aumentó al declarar: “No hay ningún problema entre nosotros y el pueblo o los políticos paquistaníes. Sin embargo, algunos grupos específicos dentro de Pakistán están tratando de desestabilizar la situación. Afganistán protege sus fronteras, su espacio aéreo y sus derechos soberanos, y cualquier violación será respondida de inmediato”.
Esta distinción entre el pueblo paquistaní y “grupos específicos” es fundamental para comprender la naturaleza del conflicto. No se trata de animosidad entre naciones, sino de la acción deliberada de estructuras de poder que se benefician del caos perpetuo, estructuras frecuentemente vinculadas a servicios de inteligencia y redes paramilitares que han operado históricamente como extensiones de intereses extranjeros en la región.
La dimensión militar del enfrentamiento reveló la gravedad de la situación. Zabihullah Mujahid, portavoz del Emirato Islámico, reportó que durante operaciones de represalia tras la violación paquistaní del espacio aéreo afgano y ataques contra la provincia de Paktika, murieron cincuenta y ocho soldados paquistaníes y treinta resultaron heridos. Del lado afgano, nueve soldados fueron martirizados y dieciséis heridos, mientras veinte puestos de seguridad paquistaníes fueron destruidos.
Estas cifras, lejos de ser meras estadísticas, representan vidas humanas sacrificadas en un conflicto alimentado por agendas que trascienden los intereses de ambos pueblos. Las operaciones solo cesaron tras intervenciones de Qatar y Arabia Saudita, evidenciando que la comunidad regional reconoce el peligro de una escalada incontrolada.
Particularmente reveladora fue la declaración de Mujahid sobre ISIS-K, grupo que según el portavoz “fue derrotado en Afganistán y luego estableció sus bases en Khyber Pakhtunkhwa”, región paquistaní. Más explosivas aún fueron sus afirmaciones de que “se han establecido centros de entrenamiento para ISIS-K en Khyber Pakhtunkhwa, y los aprendices están siendo llevados allí a través de los aeropuertos de Karachi e Islamabad”.
Mujahid fue más allá al sostener que “los ataques en Irán y Moscú fueron orquestados desde estos centros”, una acusación que conecta la violencia regional con operaciones de alcance internacional. Si estas alegaciones tienen fundamento, confirmarían que grupos proxy operan con infraestructura sofisticada y coordinación transnacional, utilizando territorio paquistaní como plataforma para proyectar desestabilización hacia múltiples direcciones simultáneamente.
El portavoz afgano añadió que los recientes ataques de ISIS-K dentro de Afganistán fueron planificados desde estas bases en Khyber Pakhtunkhwa, demandando que el gobierno paquistaní entregue a miembros clave del grupo terrorista.
Esta exigencia coloca a Islamabad en una posición incómoda: o bien carece de control efectivo sobre porciones de su territorio, o bien tolera conscientemente la presencia de estas estructuras terroristas. Cualquiera de ambas opciones representa un fracaso estatal con implicaciones devastadoras para la seguridad regional.
Intervención de proxys en pro de Estados Unidos
Mientras Afganistán y Pakistán se acusan mutuamente de albergar y promover grupos armados terroristas en sus territorios fronterizos, un elemento geopolítico mucho más profundo se asoma detrás de esta nueva ola de violencia: el intento de Estados Unidos por reinsertarse militarmente en Asia Central bajo el viejo pretexto de la “lucha contra el terrorismo”.
Desde inicios de 2025, Washington ha intensificado su presión sobre Islamabad para reestablecer bases militares o arrendar instalaciones estratégicas dentro del territorio pakistaní, con el argumento de “monitorear y contener” el avance del terrorismo regional. Sin embargo, los hechos recientes sugieren que esta escalada de tensiones entre Afganistán y Pakistán —junto con la reaparición del grupo ISIS-K en la región— no son una coincidencia, sino parte de una misma maniobra geopolítica: la desestabilización planificada para justificar la presencia militar estadounidense.
Desde los primeros meses de 2025, funcionarios estadounidenses han mantenido reuniones discretas con altos mandos pakistaníes en busca de reactivar acuerdos militares que permitan a Washington recuperar presencia operativa en Asia Central.
El argumento es el mismo que hace dos décadas: la “amenaza del terrorismo internacional” y la necesidad de “cooperar” con socios locales para garantizar la estabilidad regional.
Sin embargo, el momento no podría ser más oportuno (o más sospechoso): justo cuando Islamabad resiste esta presión y se acerca cada vez más a China, Irán y Rusia, una serie de atentados del ISIS-K (Estado Islámico Jorasán) comienzan a sacudir la región, debilitando la seguridad y sembrando el caos fronterizo.
La narrativa estadounidense vuelve a presentarse como “inevitable”: “sin bases militares norteamericanas, el terrorismo volverá a expandirse”. Pero los hechos demuestran lo contrario: cada vez que EE.UU. ha tenido presencia directa, los grupos extremistas se han multiplicado, convirtiéndose en un instrumento útil para dividir, justificar intervenciones y frenar el ascenso de los poderes euroasiáticos.
Junto con esto, la amenaza de Donald Trump de recuperar a como dé lugar la base aérea de Bagram para contener a China también resuena con fuerza en medio de la inestabilidad actual que claramente responde a claros intereses estadounidenses en la región.
La instrumentalización del terrorismo, una práctica que Washington ha perfeccionado desde la Guerra Fría, reaparece ahora bajo un nuevo ropaje, buscando debilitar los procesos de integración del Sur Global y crear zonas de conflicto en el corazón del continente.
Diplomacia iraní en acción
El rechazo del Emirato Islámico a recibir una delegación paquistaní tras los bombardeos aéreos de Islamabad subraya la profundidad de la crisis. Mujahid advirtió inequívocamente que “cualquier violación de la soberanía de Afganistán no quedará sin respuesta”, estableciendo una línea roja que redefine las reglas de compromiso entre ambos países. Esta postura representa un cambio paradigmático respecto a gobiernos afganos previos, frecuentemente percibidos como débiles frente a las incursiones paquistaníes.
En este contexto explosivo, el rol de Irán como mediador se vuelve crucial. El Ministerio de Relaciones Exteriores iraní emitió un comunicado donde “el portavoz enfatizó que la República Islámica de Irán otorga gran importancia al mantenimiento de la paz y la estabilidad en el entorno que lo rodea y está preparada para ofrecer cualquier asistencia para reducir las tensiones entre los dos países vecinos y musulmanes”.
Esta disposición mediadora no es altruista sino estratégica: Irán comprende que la desestabilización afgano-paquistaní amenaza directamente su seguridad fronteriza y su proyección de influencia en Asia Central. Teherán ha sufrido ataques terroristas atribuidos a células operando desde la región, dándole interés directo en la pacificación.
Qatar y Arabia Saudita también ejercieron presión diplomática para detener las hostilidades, reconociendo que la escalada entre dos países musulmanes vecinos alimenta narrativas sectarias y ofrece oportunidades a potencias extrarregionales para expandir su influencia.
La intervención de estos actores del Golfo revela una comprensión compartida: la fragmentación de la región beneficia únicamente a quienes buscan mantener a Asia Central en perpetua turbulencia, impidiendo la emergencia de alianzas económicas y de seguridad que podrían desafiar hegemonías establecidas.

Posición pakistaní sobre el conflicto
Mientras tanto, la narrativa oficial paquistaní contradice frontalmente la versión afgana. El presidente Asif Ali Zardari declaró que los ataques provienen del territorio afgano por parte de “terroristas jariyíes apoyados por India”, alegando documentación en informes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Esta acusación invierte la lógica presentada por Kabul, sugiriendo que India utiliza grupos proxy contra Pakistán desde suelo afgano. La contradicción entre ambas versiones no es meramente retórica: refleja una guerra de narrativas donde cada parte acusa a la otra de albergar proxies de potencias externas rivales.
El ministro de Relaciones Exteriores paquistaní, Ishaq Dar, junto al ministro del Interior, Mohsin Naqvi, denunciaron los ataques afganos como “violación flagrante del derecho internacional”. Esta caracterización legal busca internacionalizar el conflicto, invocando marcos normativos que podrían generar sanciones o intervenciones externas.
Sin embargo, convenientemente omite las incursiones aéreas paquistaníes que desencadenaron la respuesta afgana, revelando la selectividad con que se aplican los principios del derecho internacional según la conveniencia política.
¿Delante de un vórtice de inestabilidad?
Muttaqi, desde India, invocó la histórica unidad afgana frente a amenazas externas: “Una de las características de Afganistán es que, a pesar de las diferencias internas, si un país extranjero interfiere en sus asuntos, toda la nación, los académicos y los líderes se unen en oposición”.
Esta declaración no es mera retórica nacionalista, sino recordatorio de la resistencia afgana contra invasores desde hace siglos soviéticos, británicos y estadounidenses. La capacidad de Afganistán para movilizar resistencia unificada contra agresiones externas constituye factor disuasorio significativo, aunque históricamente haya venido acompañado de devastación interna.
El conflicto afgano-paquistaní debe entenderse no como disputa bilateral aislada, sino como manifestación de una batalla más amplia por el futuro de Asia Central. Mientras Rusia, China e Irán trabajan por estabilización que permita integración económica y corredores comerciales, actores que se benefician del caos perpetuo instrumentalizan grupos proxy para sabotear estos esfuerzos.
El acercamiento afgano-indio amenaza este status quo, explicando el timing de la escalada militar. La mediación iraní, junto a intervenciones de Qatar y Arabia Saudita, representa el reconocimiento regional de que la paz afgana es interés compartido.
El desafío consiste en desmantelar las redes proxy que operan como extensiones de intereses extrarregionales occidentales, tarea que requiere cooperación de seguridad sin precedentes entre países históricamente rivales. Solo mediante esta cooperación podrá Afganistán cumplir su potencial como puente, no como campo de batalla, en el corazón de Asia.
Tadeo Casteglione* Experto en Relaciones Internacionales y Experto en Análisis de Conflictos Internacionales, Periodista internacional acreditado por RT, Diplomado en Geopolítica por la ESADE, Diplomado en Historia de Rusia y Geografía histórica rusa por la Universidad Estatal de Tomsk. Miembro del equipo de PIA Global.
*Foto de la portada: Anadolu Agency