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Cuando el G7 pierde su cohesión y su “encanto”

Por Andrey Kortunov* –
Los “Siete Magníficos” ya no pueden reivindicar de forma convincente el liderazgo mundial que antes daban por sentado.

La reciente Cumbre del G7, que tuvo lugar en la localidad canadiense de Kananaskis el lunes y el martes, marcó el semicentenario del grupo. La primera reunión al más alto nivel de las seis naciones occidentales más poderosas (G6) se celebró en Rambouillet (Francia) en otoño de 1975, y un año después, tras aceptar a Canadá como miembro, el G6 se convirtió en G7. Desde entonces, la composición del grupo ha permanecido prácticamente inalterada, con la excepción de 1997-2014, cuando la participación de Rusia amplió temporalmente el G7 hasta convertirlo en un G8 más grande.

Los años setenta no fueron los más fáciles para Occidente. Aun así, hace medio siglo, el grupo G7 era un líder indiscutible de la economía mundial y, en muchos sentidos, incluso un símbolo universal de la propia modernidad. En la década de 1980, representaba una parte significativa del PIB mundial medido sobre la base de la paridad del poder adquisitivo (PPA). En la actualidad, los «Siete Magníficos» representan menos de un tercio del PIB mundial PPA.

Y lo que es aún más importante, la antigua magia irresistible de los “Siete Magníficos” se ha desvanecido. En la actualidad, Occidente ya no es percibido por el resto del mundo como una fuente indispensable de innovaciones tecnológicas o sociales, mejores prácticas de gestión en el sector público o privado, o como una muestra única de avance del capital humano. La universalidad de las trayectorias de desarrollo occidentales está en entredicho, y ninguno de los miembros del G7 puede ahora posicionarse de forma creíble como un modelo de modernización envidiado y respetado que deba ser seguido e imitado por otras naciones.

Por decirlo sin rodeos, los “Siete Magníficos” ya no pueden reivindicar de forma convincente el liderazgo mundial que antes daban por sentado. Esto no significa que el G7 deba ser automáticamente descalificado como uno de los actores internacionales importantes capaces de contribuir a organismos más integradores que van desde el G20 hasta el Consejo de Seguridad de la ONU. Dado que el Occidente colectivo no va a desvanecerse en el aire mañana, el G7 podría seguir siendo un grupo de presión legítimo para los intereses occidentales, tratando de dar forma a la agenda internacional en competencia o cooperación con un número creciente de grupos explícitamente no occidentales como los BRICS, la Organización de Cooperación de Shanghai, la Unión Africana, la Liga Árabe y otros. Sin embargo, el problema del G7 no radica sólo en su relativo declive en poder y autoridad, sino también en la erosión de su cohesión.

Por supuesto, la cohesión del G7 ya se ha enfrentado a muchos retos en el pasado. Sin embargo, hoy en día los profundos desacuerdos no se limitan a cuestiones concretas de política exterior, sino que afectan a los fundamentos mismos de los sistemas y valores políticos occidentales, sobre los que se ha construido el mundo occidental. Los desacuerdos mostrados en Canadá no se limitaban a los conflictos Rusia-Ucrania o Israel-Irán. Incluían el futuro del sistema comercial internacional, las migraciones transfronterizas, la gobernanza de la IA, los derechos humanos, el narcotráfico y el multilateralismo en general. La cumbre también puso de manifiesto el carácter casi multilateral del G7: Aunque todos los miembros del grupo son formalmente iguales, una sola voz discrepante procedente de Washington puede contrarrestar fácilmente cualquier posición concertada del resto del grupo.

Los anfitriones canadienses se esforzaron para que la cumbre fuera lo más representativa posible invitando a numerosos invitados de alto nivel, entre ellos líderes de India, Brasil, Sudáfrica, México, Ucrania, Australia y Corea del Sur, así como el secretario general de la OTAN. Sin embargo, fue el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien obtuvo el papel estelar en este evento. Los organizadores canadienses podrían haber recordado la última Cumbre del G7 que acogieron en junio de 2018. Aquella reunión reveló tantas contenciones entre el presidente estadounidense y sus colegas que fue bautizada por los medios como una reunión del “G6+1”. Por eso, esta vez, la agenda fue cuidadosamente elaborada por el primer ministro Mark Carney y su equipo para evitar cualquier asunto sensible o polémico y centrarse principalmente en cuestiones técnicas como las cadenas de suministro de minerales, la seguridad energética, la desinformación en internet y las perspectivas económicas mundiales. Los verdaderos problemas quedaron relegados al ámbito de las consultas bilaterales.

Desde el principio, las expectativas sobre los resultados de la cumbre han sido escasas. Era evidente, incluso antes de que comenzara el evento, que no habría un comunicado exhaustivo que representara posturas unificadas del G7 sobre las cuestiones internacionales clave que más importan a los participantes. El contraste con la Cumbre de los BRICS de octubre de 2024, que dio lugar a una detallada y exhaustiva Declaración de Kazán, no podría haber sido más sorprendente.

Se puede argumentar que la actual desintegración del Occidente anteriormente consolidado abre oportunidades potenciales para avanzar hacia un mundo verdaderamente multilateral. Tal vez, en un futuro lejano, Norteamérica (Estados Unidos junto con Canadá y México), Europa (la UE) y el noreste asiático (Japón y Corea del Sur) surjan como centros de poder mundiales independientes y autosuficientes. Sin embargo, en el futuro inmediato, esta tendencia centrífuga añade incertidumbre, volatilidad e imprevisibilidad a la política y la economía mundiales.

*Andrey Kortunov, director académico del Russian International Affairs Council (RIAC).

Artículo publicado originalmente en Global Times.

Foto de portada: El logotipo de la cumbre del G7 en el Pomeroy Kananaskis Mountain Lodge en el centro de prensa de Banff, Canadá. Foto: VCG

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