“En el Congo muere un niño cada día para que puedan encender sus teléfonos”. -Habitante anónimo del Congo.
Kolwezi es una palabra extraña, casi nadie en el mundo la ha escuchado, en nuestra lengua parece un trabalenguas o un acrónimo. En Google, donde los estúpidos dicen que se encuentra todo lo que existe, solo aparecen tres registros con referencia a ese raro vocablo. Y aunque nadie sepa ni le interese el nombre de Kolwezi, cada uno de nosotros está ligado a un lugar que tiene ese apelativo y nuestra vida cotidiana depende en gran medida de lo que allí acontece.
A diario se menciona Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, París, Londres, Roma, Madrid, Barcelona, Miami y muchas ciudades del mundo occidental donde viven y actúan los famosos, los supermillonarios, las vedettes del espectáculo, los futbolistas cotizados, los especuladores financieros, los gurús de la tecnología, los terroristas de Estado… Ni esas ciudades ni los que allí viven ‒algo que se extiende al resto del planeta‒ podrían existir y funcionar hoy sin Kolwezi, o mejor con lo que allá se produce.
Kolwezi es una ciudad ubicada en la República Democrática del Congo [RDC], en la región de Katanga la más rica del país, y una de las más ricas del mundo, por los minerales que se encuentran en su subsuelo. Está localizada en el llamado cinturón de Cobalto, que abastece al mercado mundial de ese codiciado mineral. A la par, es una de las regiones más pobres del planeta, porque sus habitantes solo cuentan como desechable fuerza de trabajo para extraer cobre, coltán, uranio o cobalto.
Es una ciudad que en la actualidad tiene 600 mil habitantes y es el corazón de la economía mundial, porque allí se producen materiales indispensables para que existan y funcionen los smartphones, los computadores, los aviones y el automóvil eléctrico, el último grito de la moda pretendidamente ecológico. En ese lugar se encuentra el 25% de las reservas planetarias de Cobalto (en todo el Congo el 52%), el “oro azul”, el vínculo indisoluble de Kolwazi con la economía mundial y con la casi totalidad de la población de la tierra.
El cobalto [CO] es un metal de color azul plateado que tiene la propiedad de tener una gran resistencia al desgaste y a la corrosión, incluso en elevadas temperaturas. También resiste altas tensiones, lo que lo convierte en una materia prima para producir maquinaria industrial. Es esencial para la producción de baterías recargables de litio, que se usan en aparatos microelectrónicos y coches eléctricos e incluso en cigarrillos y en libros microelectrónicos.
Pocos se preguntan cómo se produce el cobalto, el cual permite que las baterías se carguen y almacenen gran cantidad de energía por más tiempo y mantengan estable la temperatura, sin importar si estamos en climas gélidos o ardientes. Que nadie indague sobre la producción de cobalto es propio del fetichismo de la mercancía, que les atribuye vida propia a las cosas, y se olvida de los seres humanos que las producen y las condiciones en que lo hacen.
En Kolwezi, capital mundial del cobalto, el “oro azul” se extrae de las entrañas de la tierra mediante atroces formas de explotación e incluso de esclavitud. Grandes compañías multinacionales, a menudo camufladas, controlan la producción de cobalto. Para extraerlo explotan a miles de seres humanos, incluyendo niños y mujeres, que laboran en condiciones degradantes a cambio de un salario miserable.
Como la ciudad está encima de minas de cobalto, grandes cráteres se encuentran en los barrios donde miles de mineros se hunden en el suelo, sin ningún tipo de seguridad industrial. Y como el cobalto es altamente tóxico, los trabajadores y habitantes del lugar sufren enfermedades pulmonares y de la piel, problemas de tiroides y canceres diversos como lo comprueba un indicador local: los niños que malviven en el distrito minero tienen en su orina 10 veces más cobalto que los que habitan en otros lugares del mundo.
Los trabajadores, a los que en forma eufemística denominan “mineros artesanales”, se hunden en los pozos de las minas, a profundidades de entre 30 y 100 metros, sin ningún tipo de protección. En esas galerías profundas hay continuos derrumbes y mueren aplastados los mineros, quienes extraen la roca y en sacos bastante pesados la transportan a la superficie, sin ninguna ayuda, solo valiéndose de sus propias fuerzas. Al mismo tiempo, hombres, mujeres y niños escarban en la tierra para llenar un saco de cobalto al día, a cambio de lo cual reciben uno o dos dólares.
En todo el territorio de la RDC laboran en la extracción de cobalto unos 40 mil niños, que representan el 20% de toda la fuerza de trabajo empleada. Los niños trabajan durante 10 o 12 horas, nunca van a la escuela, no tienen sistema médico, ni protección de ninguna índole. Muchos de ellos mueren aplastados por las rocas y la mayoría tiene una limitada esperanza de vida, asolados como están por todo tipo de enfermedades y soportando directamente en su cuerpo el polvo tóxico cuando trituran el cobalto.
Junto con la destrucción de seres humanos viene la devastación ambiental, puesto que la explotación mineral rompe la tierra y las montañas, desertifica el terreno, destruye la cubierta vegetal, arrasa con los barrios de la ciudad, contamina el aire, el agua y el suelo.
Así, cada vez que alguien en cualquier lugar del planeta conecta su celular a una red eléctrica para recargar su batería depende de Kolwezi o, dicho de otra forma, los sufrimientos, la explotación y la muerte de los niños de la RDC congoleños es el precio que ellos pagan para que siga funcionando el capitalismo realmente existente, con su culto desaforado a los aparatos microelectrónicos y a la conexión permanente. Y los ganadores tienen nombre propio, son las grandes empresas multinacionales de la microelectrónica que obtienen una ganancia global de 125 mil millones de dólares al año.
Una muestra de esa segregación mundial con respecto al uso desaforado de los cachivaches microelectrónicos, entre los cuales el smartphone es el rey indiscutible, y las terribles condiciones laborales de los niños, hombres y mujeres de la RDC, se vive en los estadios de la “civilizada Europa”, donde se gritan improperios racistas a los jugadores negros del Congo, cuyos familiares, amigos o conocidos mueren en las minas de Kolwezi. Lo ha dicho Chancel Mbemba, jugador del Olympique de Marsella y de la Selección Nacional de la RDC: “El cobalto está desangrando a mi gente y a mí país. […]. Me escupen, me insultan en los estadios. Me llaman mono. Me envían mensajes racistas por el teléfono, por ese mismo teléfono que no funciona sin el cobalto de mi país”.
*Renán Vega Cantor, es un historiador y docente colombiano
Artículo publicado originalmente en El Colectivo (Medellín)