El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), una instancia internacional autónoma para investigar el caso Ayotzinapa, anunció su salida de México. Su indagatoria sobre el caso sirvió para desmontar la verdad histórica impulsada durante el gobierno de Peña Nieto. Además, brindó información invaluable sobre el nivel de imbricación entre las autoridades, los poderes fácticos y las organizaciones criminales, y nos acercó más a la verdad sobre la desaparición de los 43 normalistas.
No obstante, la labor del GIEI quedó trunca, pues no logró esclarecer el caso por completo ni determinar el paradero o hallar los restos de todas las personas desaparecidas aquel fatídico septiembre de 2014. La principal razón por la que el GIEI no logró su objetivo final fue el obstruccionismo de varias autoridades gubernamentales: sobre todo, el Ejército mexicano.
Las Fuerzas Armadas no sólo entorpecieron la labor del GIEI, sino también las de las comisiones de la verdad para la Guerra Sucia y para el caso Ayotzinapa, así como otros esfuerzos para investigar hechos relacionados con los cuerpos castrenses. Por si fuera poco, los militares están espiando a quienes realizan estas indagatorias: desde funcionarios como el subsecretario de Gobierno, Alejandro Encinas, o el coordinador de las investigaciones de la comisión de la verdad para la Guerra Sucia, Camilo Vicente, hasta reporteros y activistas de derechos humanos, como Raymundo Ramos, Ricardo Raphael o Daniel Moreno. Así lo han demostrado sendas investigaciones periodísticas nacionales e internacionales.
No sorprende que las Fuerzas Armadas obstaculicen los esfuerzos para conocer la verdad sobre su participación en actos de represión política, violaciones a derechos humanos, uso excesivo de la fuerza, desapariciones forzadas, corrupción y tráfico de influencias. Su naturaleza es la arbitrariedad y la falta de rendición de cuentas: todo ello, bajo el paraguas de la seguridad nacional. Por eso, la militarización desemboca, inevitablemente, en un gobierno más opaco, como lo estamos viendo hoy en día.
Además, dado el largo camino que un individuo debe recorrer para hacer una carrera destacada en el escalafón militar, el trabajo de la mayoría de elementos de las Fuerzas Armadas es transexenal, por lo que hay incentivos para cubrirse los unos a los otros, y así seguir ascendiendo.
Con esto, no quiero decir que todos los militares sean corruptos ni perpetradores de violaciones a derechos humanos. Sin embargo, la participación de sus elementos en esta clase de actos es mucho más común de lo que el Estado mexicano reconoce: no se trata de “manzanas podridas” —elementos individuales que “se descarrilan” y cometen abusos—, sino de actos sistémicos —o, al menos, generalizados— de las Fuerzas Armadas cuando participan en labores de seguridad pública e inteligencia política.
Pese a ello, el presidente López Obrador ha respaldado a las Fuerzas Armadas una y otra vez. Alega que son “pueblo uniformado”, “incorruptibles” y que las críticas en su contra o las investigaciones de sus crímenes son ataques antipatrióticos o conspiraciones para mermar la legitimidad de los cuerpos castrenses.
Si bien el respaldo de López Obrador al Ejército es especialmente vocal y oneroso (en términos de presupuestos y recursos), sus antecesores tampoco permitieron que se llevaran a cabo investigaciones independientes sobre la participación de las Fuerzas Armadas en actos de represión política, primero, y en violaciones a derechos humanos en el marco de la militarización de la seguridad pública, después.
De hecho, todos los mandatarios respaldaron a las Fuerzas Armadas llegada la hora de la verdad. Incluso, el primer presidente producto de la transición democrática, Vicente Fox, tuvo la oportunidad de lanzar una comisión de la verdad para esclarecer los crímenes del pasado, pero optó por nombrar a un militar al frente de la Procuraduría General de la República para cuidar las espaldas a sus compañeros de armas.
Por su parte, el Congreso tampoco ha sido proactivo, creativo ni responsable en sus labores de contrapeso y escrutinio al Poder Ejecutivo, al que están sometidas las Fuerzas Armadas. Por el contrario, salvo en honrosos episodios excepcionales, todos los partidos políticos —incluyendo a diputados, senadores, presidentes municipales y gobernadores— han sido serviles frente a la milicia.
¿Por qué los militares históricamente obstruyen y entorpecen las investigaciones y los ejercicios de escrutinio público a su labor? ¿Por qué los titulares de los poderes Legislativo y Ejecutivo protegen a las Fuerzas Armadas?
Me parece que la respuesta es sencilla: si estas investigaciones llegaran hasta las últimas instancias, resultarían cruciales para entender dos elementos centrales de la descomposición y la violencia que marcan al México contemporáneo: por un lado, los patrones, los motivos y los modos de operación detrás de la desaparición de personas y, por el otro, las redes de complicidad y colaboración entre autoridades gubernamentales y grupos criminales. Y nadie saldría bien parado de estas investigaciones: ni la clase política, ni las Fuerzas Armadas, ni los poderes fácticos, ni las élites económicas. Mejor así: que la verdad nunca se sepa.
*Jaques Costes es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022).
Este artículo fue publicado por Expansión.
FOTO DE PORTADA: El Sol de México.