Si algo marcaba las relaciones entre la izquierda leninista y la socialdemocracia en Europa a inicios del siglo XX, fue el debate alrededor del reformismo socialdemócrata -hoy progresismo- y la revolución -hoy izquierda-. Del mismo se desprendían dos estrategias a construir para alcanzar una sociedad socialista, objetivo que -inicialmente- ambas partes compartían. Mientras que los reformistas apostaban a la posibilidad de una evolución gradual y pacífica hacia esa sociedad socialista, los leninistas se preparaban con una estrategia insurreccional que acabara estructuralmente con la sociedad capitalista para poder transitar la construcción del socialismo.
Entendemos que el reformismo más consecuente procura mejorar el sistema capitalista, generalmente en forma progresiva y por fases según los contextos y que, sólo en última instancia y si se lo permiten -nunca lo han hecho-, pretenden acudir a transformarlo. Mientras que una propuesta revolucionaria contiene una visión de transformación antisistémica necesariamente acompañada de un cambio cultural en la sociedad.
Cuando Lenin rompe con el reformismo en su obra sobre el “renegado Kautsky”, el eje de su crítica pasa por la diferencia entre la democracia burguesa, “falsa, hipócrita, paraíso para los ricos y trampa y engaño para los explotados, para los pobres”[1], y la democracia proletaria basada en una participación popular democrática desde abajo, directa y empoderada. De este debate se desprendía el tipo de Estado a construir, que debía diferenciarse del aparato de poder puesto al servicio de la burguesía. Como decía Marx en el Manifiesto Comunista, ese nuevo Estado era “el proletariado organizado como clase dominante”[2], que para Rusia eran los Consejos de obreros, campesinos y soldados, los soviets. Es decir que había que destruir el Estado burgués y construir un Estado Obrero. Y que para eso se requería un partido adecuado al objetivo.
El triunfo de la revolución rusa y de aquellas que la continuaron, mostró que ese era el camino, pero también dejó en evidencia que la naciente cultura política de los pueblos que permitió esas conquistas, no fue suficiente para controlar las deformaciones autoritarias que impidieron su consolidación democrática y socialista en la Unión Soviética y la Europa del este. Deformaciones que se extendieron a sus partidos y generaron desconfianzas en los trabajadores, lo que en Europa permitió que se mantuviera la hegemonía del reformismo en sus organizaciones sindicales.
El mundo de hoy tiene muchas diferencias con el de entonces, pero la “novedad” más importante parece ser que, lo que entonces se consideraba casi imposible, sucedió, y asistimos a triunfos electorales de gobiernos de izquierda y progresistas, que pasan a gestionar el Estado capitalista.
En el caso de Colombia, pero también en los otros, la pregunta que hay que hacerse va dirigida a entender qué fue lo que logró la síntesis “milagrosa” que llevo a la unidad de izquierdas y progresistas a conquistar el gobierno nacional. Hacerlo permite comprender y ampliar las fortalezas propias, así como las debilidades del enemigo, pues esto determinará el grado de efectividad de sus agresivas respuestas. El proceso colombiano tiene similitudes con el proceso chileno y se articula en una dinámica que podemos llamar de reformismo que aspira a ser transformador. En el cual la explicación de lo sucedido la dan esas masivas movilizaciones, estallidos y levantamientos que paralizaron por varias semanas el funcionamiento del sistema capitalista, fenómeno esencialmente revolucionario que nunca antes había sucedido, y su inteligente vínculo social político con el proyecto de cambio electoral. Todo realizado en el marco de las instituciones de un Estado capitalista represivo y profundamente neoliberal, alcanzando resultados que sorprendieron al mismo imperio.
De allí que caracterizar este proceso colombiano no es lo mismo que hacerlo con su gobierno actual y menos aún con la coalición-partido que los aglutinó. Están conectados, pero no son lo mismo. Su partido en construcción, el Pacto Histórico, contiene un amplio abanico de participación social con contenidos ideológico que van del liberalismo democrático, pasando por el progresismo consecuente, y llegando a las fuerzas diversas de casi toda la izquierda de raíces marxistas. Lo cual hace difícil identificar y describir las coincidencias que lo unen y las diferencias -temporalmente colocadas en el congelador- que marcarán sus objetivos y resultados futuros.
Hoy la diferencia entre izquierda y progresismo no es tanto en lo que se quiere y puede hacer o lo que se considera posible en lo inmediato. Su esencia está en la forma de hacerlo, con quiénes hacerlo y con qué objetivo vinculado a lo estratégico se conecta. Y esto pasa por cómo se conciben los procesos de luchas que permiten alcanzar lo posible y ampliar los límites para extenderlos en perspectivas transformadoras, donde los derechos garantizados sean considerados como conquistas de sujetos sociales organizados y no como dádivas de un gobierno amigo. Lo cual requiere prepararlas, exigirlas y concederlas como un proceso formativo en la propia práctica, que avance en construir y consolidar dobles poderes territoriales, los que se pueden evaluar por lo resultados que alcancen en la reducción de las asimetrías de poder por medio de las necesarias reformas y transformaciones que se vayan conquistando.
Así se alimentan procesos que, en el mediano y largo plazo, van generando las condiciones para consolidar poderes populares revolucionarios y alcanzar las metas transformadoras estructurales pensadas. Pues, si bien las reformas son posibles en lo inmediato, no siempre están garantizadas, y también requieren de la movilización de los sectores populares para exigirlas, sostenerlas y profundizarlas. Por eso, lo que define lo reformista o revolucionario de un proceso es preguntarnos si, al lograr esas conquistas como pueblo y garantizarlas como gobierno, estamos acumulando fuerzas para ir luego más lejos dando saltos de calidad que inicialmente no eran posibles. El atribuirse el ser de un gobierno de izquierda no indica necesariamente que sus políticas irán más lejos de las reformas posibles. Han existido progresismos populares que reestatizaron los fondos privados de pensiones (Argentina) y gobiernos que se consideran de izquierda que han actuado otorgando concesiones de derechos en un avanzado reformismo, presentado al Estado como el motor e instrumento que permitió conseguir la garantía de ese derecho. (Venezuela). Ambos ejemplos han sido muy importantes, pero insuficientes para la sostenibilidad y ampliación de esas conquistas en el mediano y largo plazo, ya que no se pensaron como el estímulo y el determinante en la construcción de ese sujeto social político empoderado que, al actuar como un poder autónomo, amplía los límites que le impone la apuesta inicial de reforma hasta convertirla en estructural. Si lo posible queda solo determinado por los alcances electorales parlamentarios y las decisiones institucionales, lo más seguro es no se logre pasar de un progresismo desteñido que, a gobiernos del llamado primer ciclo, los llevaron a realizar ajustes fiscales neoliberales y a garantizar derechos que fueron fácilmente revertidos por los gobiernos neoliberales que los derrotaron.
Para lograr ese proceso de maduración se requerirá del espacio orgánico colectivo que aporte a su comprensión política y su formación para la acción, que es el llamado partido. Con ese apoyo conceptual se logra que las reformas que garantizan derechos humanos y de la naturaleza, abran y marquen el camino a la revolución política que construye sujetos colectivos empoderados y transformadores, que estarán dispuestos a avanzar acortando los plazos, hacia la revolución social. Por eso frente al dilema histórico de Reforma o Revolución, lo que corresponde al orden mundial multipolar que hoy vivimos es Reforma y Revolución. Entendiendo que los límites de los gobiernos alternativos dependen de la capacidad de sus partidos de promover dobles poderes sociales y políticos movilizados.
Entonces, el/los partidos se adecuan y comprenden qué significa ser partido de gobierno. Sin abandonar sus causas transformadoras de la sociedad, fortalecen y reafirman su autonomía para impulsar el objetivo programático del cual ambos espacios dependen y comparten. Son autónomos y democráticos para tomar decisiones, pero no independientes de los objetivos comunes definidos para lograr el triunfo electoral, los cuales deberán ser recordados y exigidos cuando el gobierno se aleje de ellos. Sin olvidar, tanto por el gobierno como por las fuerzas políticas, que ese programa resume también parte importante de las reivindicaciones de los movimientos, pueblos y organizaciones sociales que los eligieron, y que serán quienes los defenderán frente a las contraofensivas de las derechas desplazadas del poder político. El imperio y sus voceros locales apostarán -por todos los medios a sus alcances- a romper esta cadena virtuosa que articula gobierno-partidos-pueblos, pues han comprendido que esa unidad social-política entre fuerzas progresistas y de izquierda es su mayor fortaleza.
Notas:
*Investigador social colombo-argentino
Referencias:
+Este artículo es un extracto del texto del autor, “Repensando los partidos políticos”, capítulo del libro La nueva oleada progresista que nos une, compilación del Grupo de Reflexión de América Latina y el Caribe, edición Partido del Trabajo, (2022) México.
[1] Lenin V.I. (2007), La revolución proletaria y el renegado Kautsky, Fundación Federico Engels, España.
[2] Ibid.