Desoyendo las advertencias de su propio entorno y, por supuesto, las airadas críticas de China, Nancy Pelosi, finalmente, se salió con la suya y pese a que no figuraba tal escala en su viaje oficial por Asia, arribó a Taiwán, provocando una cadena de consecuencias cuyo calibre final está por precisar.
Probablemente más pronto que tarde hablaremos de este episodio como el desencadenante de la cuarta crisis del Estrecho de Taiwán (tras las de 1954, 58 y 95-97), marcando un punto de inflexión significativo en la dinámica de la cuestión de Taiwán, la más sensible en las relaciones entre China y Estados Unidos.
En el contexto actual, podemos prepararnos para una secuencia de iniciativas por parte de China que irá más allá de las importantes maniobras militares anunciadas hasta el domingo (con simulacros previstos a menos de 20 kilómetros de Kaohsiung, en el sur de Taiwán), las sanciones a determinadas organizaciones o el impacto de determinados intercambios económicos con Taipéi que ya se van desgranando, desde la suspensión de las importaciones de ciertos productos a la exportación de arena natural. Poca cosa, podíamos pensar a primera vista, como también la llamada a capítulo al embajador Nicholas Burns, que entra dentro de lo previsible.
Pero conviene no perder de vista como referencia lo ocurrido en Hong Kong en la crisis de 2019. Por tanto, no podemos esperar acciones militares directas de gran envergadura, sino, sobre todo, la adopción progresiva de medidas de alcance político que refuercen la soberanía de facto sobre el territorio en disputa, entre ellas, una ley de unificación, por ejemplo, que complemente significativamente la ley antisecesión aprobada por el Parlamento chino en 2005 y que adelante un calendario con medidas precisas de difícil encaje y aceptación para terceros.
China es perfectamente consciente de que la visita de Pelosi, más allá de las circunstancias personales que puedan explicarla y que justifiquen los matices expresados por la propia Casa Blanca o los militares estadounidenses en cuanto a la idoneidad del momento elegido, se enmarca en una dinámica de intensificación de los lazos entre Washington y Taipéi que afectan a los ámbitos político, económico, tecnológico, militar, etc. y que, previsiblemente, no se detendrán aquí. Pero Pelosi se va de Taiwán camino a Washington, donde no se espera que impulse ninguna medida rupturista en apoyo de la isla en la Cámara de Representantes que preside. Y Taiwán se queda donde estaba, a pocos kilómetros de China continental, que ostenta ventajas comparativas en el orden estratégico de gran valor en caso de conflicto. Sobre todo, si EEUU sopesa involucrarse directamente en una hipotética guerra que bien podría desencadenarse en esta década para representar, de forma brutal, la lucha definitiva por el tránsito de la actual hegemonía unilateral a un orden multipolar.
Para EE.UU., puede que el episodio brinde una oportunidad para presentar ante la opinión pública a una China que amenaza la estabilidad regional, un peligro para la supervivencia del orden liberal y también para escenificar su compromiso con las democracias frente a las dictaduras, como aseveró Pelosi. Pero la consideración de este viaje como una “provocación” es, en paralelo, perfectamente comprensible en la región y en el mundo, lo que deja en entredicho la razón última de un paso que no pocos han calificado de “frívolo” cuando los tambores de la guerra resuenan vivamente en Ucrania.
La pretendida percha moral y esa inestabilidad servirían de argumento para avanzar a marchas forzadas -como ya lo están haciendo- para asentar el AUKUS, el QUAD, para extender la OTAN hacia la región, en un intento desesperado por quebrar la emergencia de China y limitar el propio alcance del xiísmo, la estrategia que de cara a 2049 debe dar cumplida cuenta del sueño chino.
Taiwán, en cambio, con un gobierno que dice apostar por el statu quo pero aplica la táctica del salami (medida a medida en lugar de una declaración abrupta y solemne) para alejarse poco a poco del continente con el aval de Washington y Tokio y otros países occidentales, puede terminar pagando, como Ucrania, por los platos rotos de esa participación activa en la recreación de la guerra fría que algunos anhelan en los EE. UU. y lares próximos.
Principios e intereses
Es cierto que como nunca tiene hoy Taipéi apoyo exterior, a pesar de la disminución del reconocimiento diplomático, pero no hay que olvidar que es un peón más de la estrategia global de EEUU de contención de China. Y apostar a que Estados Unidos se involucre directamente en una hipotética guerra contra China y de su lado es simplemente temerario e ignora las lecciones de su propia historia reciente, cuando Washington rompió con Chiang Kai-shek, todavía en vida de Mao, para entenderse no con la China de la reforma de Deng Xiaoping sino con la de la Revolución Cultural. Los principios son los principios pero lo que prima son los intereses.
Es de esperar que China mantenga la «paciencia estratégica» y siga los sabios consejos de Sun Tzi. Sus prioridades pasan por primar la estabilidad y el desarrollo. Una guerra por Taiwán sería demasiado arriesgada y podría conducir a un desastre que afectaría su proceso de emergencia. La mayor garantía para el futuro es hacer valer su soberanía económica a nivel global y formar desde ella ese orden alternativo que imagina con su red de socios que paso a paso va configurando.
La economía china, por otra parte, atraviesa un momento delicado en razón de la apuesta por mantener severamente a raya al Covid-19 y con un 2,5 por ciento de crecimiento en el primer semestre, el objetivo del 5,5% para este año se antoja particularmente difícil y exigirá esfuerzos adicionales.
En relación a Taiwán, es de imaginar que seguirá aplicando la acupuntura política, si cabe con mayor precisión, para revertir las hegemonías actuales en la isla, muy dividida en torno a la unificación. El uso excesivo de medidas militares no ayuda en este sentido y probablemente será más operativo influir en el comportamiento de aquellos sectores económicos que puedan pasar factura electoral al gobierno del Minjindang o PDP.
La gestión del tiempo es especialmente importante para China este año en función de la inminencia del XX Congreso del PCCh pero también en función de las elecciones locales taiwanesas “nueve en uno”, previstas para noviembre. Ambos eventos estarán muy cercanos.
Sacar ventaja de la crisis
Lo que para Pelosi es una acción poco más que simbólica, de la que se han distanciado en su partido y en el propio Taiwán sectores que pueden simpatizar con EEUU, brinda a China la posibilidad de realizar otra vuelta de tuerca sobre la isla, alejando el fantasma de mostrarse débil en esta cuestión y afinando en la respuesta.
Por tanto, cabe esperar de China que intente aprovechar la crisis en dos sentidos. Primero, incentivando medidas militares y políticas que refuercen la soberanía reclamada sobre la isla. Esto puede incluir acciones más comprometidas del Ejército Popular de Liberación por aire y mar afectando al espacio aéreo de Taiwán o a la línea media del Estrecho que hasta ahora han sido respetadas. Igualmente, podría adoptar medidas legislativas con cierto nivel de proyección sobre la isla.
La cuestión clave para China es evitar seguir perdiendo influencia en la opinión pública taiwanesa y debe ser cuidadosa en la reacción para evitar que la crisis no derive en un mayor apoyo electoral al secesionismo en los comicios de noviembre. Por ello, también en la respuesta habrá signos de acupuntura política para incidir en el disgusto de aquellos colectivos dispuestos a pasar factura al PDP por su “temeridad”. En este aspecto, la clave puede ser la economía.
Por otra parte, en relación a EEUU, a China no le queda otra que creer en esa diversidad de criterios expresada en la Administración Biden y que es posible el diálogo con Washington porque necesita dilatar lo que ya es una evidencia, que EEUU se aleja de facto del reconocimiento del principio de una sola China. Pero lo ocurrido agranda el foso que les separa. China no puede permitirse el lujo de no reafirmar sus líneas rojas, y Taiwán es una de las principales, por lo que habrá consecuencias también en el diálogo en áreas clave y quizá al máximo nivel, postergándose la cumbre bilateral en persona Xi-Biden en la que se estaba trabajando.
Esta crisis, en suma, acelera la percepción de que el riesgo de un conflicto grave en la presente década es cada vez más alto. China percibe que Taiwán no solo es irrenunciable en su proceso de modernización sino que es también la estocada con la que podría poder fin a la hegemonía de EEUU en la región y en el mundo. Y Washington tiene en la isla, más que en el Mar de China meridional, el capote que le puede permitir sacar de sus casillas a una China dispuesta a sortear los impedimentos de la Casa Blanca y el Pentágono para recuperar lo que considera la “normalidad histórica”, interrumpida hace doscientos años a golpe de tráfico de opio y cañoneras occidentales.
*Artículo publicado originalmente en el Observatorio de Política China.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.
Foto de portada: Twitter