La actual situación internacional de pandemia, unida al auge de los populismos de extrema derecha que llevan gestándose los últimos años, está generando un mensaje de “necesidad de seguridad” clásico dentro de estas ideas filofascistas. La irrupción del Covid, como elemento facilitador de políticas de control, está favoreciendo la implantación progresiva —más rápida, pues no es un fenómeno en absoluto nuevo— de dinámicas de gestión de la seguridad civil, cuanto menos preocupantes.
Esto se enmarca en dos campos clave. En primer lugar, la externalización del control de fronteras por parte de los Estados, con el consecuente problema de la dudosa gestión de empresas privadas cuya prioridad no son ni las fronteras ni los derechos humanos, sino el beneficio. En segundo lugar, la progresiva militarización de la policía, ajustando las dinámicas y lógicas de la policía, asi como los equipamientos policiales, al campo castrense, en respuesta a la máxima de ofrecer seguridad cuando no se está dispuesto a ofrecer bienestar. El máximo exponente de este contexto es EEUU, cuyo caso conviene analizar pues, lo que ahí se gesta no tarda en llegar a Europa.
El control fronterizo externalizado a las compañías privadas es un fenómeno en alza en EEUU. La Corrections Corporation of America (CCA) es la empresa privada más grande de EEUU en la gestión de las fronteras, y hay un fuerte negocio en dicha gestión. De hecho, la complejidad de lo que está empezando a ser un negocio indisociable a una cuestión estructural como la inmigración irregular y su control de fronteras, viene a caracterizarse por tres puntos; la detención y el transporte de inmigrantes por un lado, y la monitorización y rastreo fronterizo —por medios electrónicos—. Esto lleva a elaborar una definición del fenómeno lucrativo que se ha venido a llamar complejo industrial de inmigración (inmigration industrial complex).
Este paralelismo no es baladí, sino una prueba de que es parte de un fenómeno generalizado de privatización de la seguridad, algo que a su vez presenta interrogantes que se aparecen inherentemente a este proceso, como el emborronamiento de la línea de las relaciones entre lo público y lo privado, la alteración de los roles del Estado-Nación y las maneras en que gestiona su seguridad interna.
Precisamente Naomi Klein explica que estos procesos se llevan a cabo bajo la aceptación de los propios estados, los cuales están renunciando voluntariamente a sus responsabilidades empoderando al sector privado, algo siempre peligroso. Y es que hay sectores en los que anteponiendo el utilitarismo se puede abocar a que estas empresas acaben haciendo de su dinámica de control de fronteras (detenciones sumarias y transporte a cárceles) un modus operandi, conteniendo un problema que los estados podrían dejar de considerar como propio, y haciendo que se deje de pensar soluciones que confronten los razones estructurales que generan esas migraciones (vimos, al menos, que durante el boom mediático de los refugiados sirios, al considerarse el control de fronteras una cuestión nacional y problema colectivo, se analizaba debido a ello las causas que llevaban a esas personas a huir a Europa, porque si un problema es nuestro, intentamos entenderlo).
Los derechos de los propios inmigrantes pueden ponerse en duda también pues, junto a la priorización del beneficio y la creación del negocio fronterizo, también hay que destacar que estas empresas normalmente poseen su propia gestión de cárceles privadas, también sujeta a priori a la reducción de gastos, y cuyos beneficios mejoran en la medida en que sus presos aumentan (ejemplo eminente es el sistema carcelario estadounidense, razón de la obscena cantidad de presos en el país, cuyas cárceles privadas obtienen inversión del estado a mayor cantidad de presidiarios, siempre bajo la lógica de que la gestión privada será mejor), siendo de hecho los presos inmigrantes la población más claramente creciente bajo custodia federal estadounidense así como la más ubicada en cárceles privadas.
Desde Europa tendemos a ver los excesos del país neoliberal con soberbia, al creernos amparados por un estado social de derecho y unos valores democráticos y humanos que, en cambio, hace tiempo que hemos dejado caer consciente o inconscientemente. En suelo comunitario tenemos nuestra propia agencia privada de control de fronteras, con los mismos problemas que genera cualquier empresa privada, cuya labor se basa en pasar bajo el filtro del economicismo de mercado, las tareas humanitarias.
Frontex, la empresa europea de control marítimo y terrestre, lleva camino de dos décadas de estar gestionando los flujos de migración que llegan a Europa. Parte de su labor de contención, además de la desarrollada por Turquía, se lleva a cabo en el mar: es ahí donde se mueve la fuerza de contención de Frontex, encargada de salvaguardar las fronteras de los países del acuerdo Schengen. Esta agencia, que cuesta a la unión 250 millones de euros fue creada en 2004 para poder detener los flujos migratorios, en la línea europea de dar soluciones simplistas y cortoplacistas a problemas estructurales como los factores que llevan a la inmigración.
Parte de las funciones de esta organización, residen en la lucha contra las mafias que se enriquecen cobrando a los refugiados por llevarlos a Europa en precarias circunstancias. Si bien desarrolla esta función, también se encarga de interceptar los barcos de refugiados y de “soltarlos” en los países de los que salían, llevando a cabo una suerte de devoluciones en caliente, totalmente prohibidas de acuerdo a la legislación internacional, o enviándolos directamente a Turquía (famosa ya por ser el muro de Europa), la cual les devuelve también tarde o temprano de vuelta a su territorio en conflicto.Así, nos encontramos con que problemas sociales que requieren de un enfoque social (ayuda humanitaria) y estructural (analizar a qué se debe y cómo cambiarlo), y para el que hace falta inversión y defensa de medidas públicas, se resuelve —o más bien se ignora— externalizando esas funciones a empresas privadas, que miran el problema bajo el filtro del beneficio monetario, y que en última instancia salen más caras a los estados que un plan público y conjunto. No hay que olvidar que toda empresa privada busca conseguir la mayor cantidad de beneficios de su trabajo, lógica que no se sigue desde el sector público, y menos en cuestiones humanitarias.
Esta privatización fronteriza que ya está implantada en Europa, viene a su vez acompañada de un fenómeno más asentado en el continente americano, complementando otra de las caras de la seguridad nacional y bélica; la militarización de la policía. La conversión progresiva de los cuerpos de seguridad policial a un hibrido policial-militar responde también a la intromisión del CIM en áreas no militares, y la paranoia de la seguridad nacional como ente desvirtuador de las funciones policiales en favor de una lógica militarista.
De igual manera que el CIM precisa de nuevos objetivos en esta nueva era sin bipolaridad, el ejército se encuentra en una realidad en la que el peligro de conflicto armado directo tal como se entendía en el siglo XX ha desaparecido, lo que le ha llevado a buscar nuevas funciones dentro de la sociedad. Esto pasa, en primer lugar, por labores de ayuda humanitaria en catástrofes naturales, lucha antiterrorista con fuertes toques de inteligencia militar o funciones policiales en zonas de conflicto ya bajo control, es decir, un cambio en parte de las funciones del ejército.
De esta forma, así como el ejército sufre una policización, la policía sufre una militarización, en tanto que ambas instituciones ven sus líneas difuminadas, y se equipa a la policía con nuevas armas y se le instruye en nuevas tácticas y dinámicas a fin de convertirla en un cuerpo “civil” de acuerdo a los rigores requeridos en la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico y la criminalidad (una expresión clara de la radicalización de la idea de seguridad y de la necesidad del CIM de expandirse a nuevas áreas). La militarización policial que requiere esta nueva visión de la seguridad también es apoyada por los gobiernos por simple comodidad dentro de los intereses electorales.
Esto se debe a que los partidos en el poder precisan de resultados rápidos a problemas como la criminalidad, buscando generar una necesaria imagen de eficacia inmediata, en vez de hacer frente a un proceso de cambios a largo plazo que podrían generar resultados en un futuro lejano, posiblemente en otra legislatura, algo que los partidos no tienen en cuenta si no va a tener repercusiones electorales positivas. Y cuando un gobierno no puede ofrecer bienestar, ofrece seguridad. Así, se endurecen las penas de cárcel y se construyen prisiones —o como vemos se deja eso a las empresas privadas— a la par que se equipa a la policía con armamento industrial de tipo militar.
El problema de esto reside en la incompatibilidad de intentar introducir las dinámicas de funcionamiento militares a un cuerpo civil que poco tiene que ver, a fin de endurecer la seguridad nacional. Esto puede traer más problemas a nivel interno que soluciones, básicamente porque “La formación castrense pone énfasis en la jerarquía, la disciplina y las estructuras de mando. Se cultiva un sentido de espíritu de cuerpo desligado de la sociedad, lo cual refuerza sus niveles de autonomía política y profesional. Además, el entrenamiento militar hace hincapié en el uso de las armas, temas de logística, movilización y transporte de tropas, la importancia del secreto, así como estrategias y tácticas diseñadas para aniquilar al enemigo. En contraste, la función policial busca prevenir y controlar la delincuencia dentro del marco legal con estrategias de disuasión y control que involucren el menor uso de la fuerza necesaria para solucionar problemas y preservar el orden público. Si bien muchas instituciones policiales de la región tienen estructura militar, no deberían consolidarse como un cuerpo que observa de lejos a la sociedad. Por el contrario, las policías profesionales deben establecer una relación cercana y colaboradora con la ciudadanía”(1).
Además, y lo más importante de ello, implica que militarizar la policía —o utilizar directamente al ejército como ocurre en América latina— con tácticas militares contra la población, directa o indirectamente supone tratar a los estratos poblacionales contra los que se usa como “enemigos” internos bajo lenguaje militar. Esto desemboca, como ya se ha visto en Latinoamérica —y no pocas veces en EEUU— en un mayor papel del ejército, mayor influencia de sus actuaciones, por lo que no es descabellado argüir que la militarización de la policía o el uso civil del ejército beneficia a este último como actor gubernamental indirecto.
Este caso, que a priori se puede presentar también como extremo, es de hecho un tema que en su momento estalló en Francia, donde Macron intentó implantar una ley que otorgaba nuevas potestades de actuación a la policía (mayor capacidad de actuación con menores obligaciones de dar cuenta de dichos actos, en suma) y la prohibición de mostrar la cara de los agentes de policía. Esta ley, recientemente echada atrás, fue repelida por la ciudadanía tras la grabación de cuatro agentes agrediendo a un ciudadano negro en un claro acto de brutalidad policial con tintes racistas, que no hubiera sido posible perseguir con la implantación de esa ley.
Es posible comprender por tanto, el porqué del auge de este tipo de modelo de seguridad. En primer lugar, es debido al incontestable triunfo cultural del liberalismo económico en su relato de que el sector privado es el mejor garante de los servicios y que bajo la regulación de la mano invisible, gestiona de manera competitiva y mejor de lo que el Estado es capaz de conseguir mediante la planificación. El segundo, viene marcado por el problema de que, al no poder ofrecer bienestar a la ciudadanía precisamente por el desmantelamiento de la red pública, se intenta disfrazar ese bienestar con seguridad. Queda por ver si este avance a la hegemonía del control privado, amparado por la actual excusa de vigilancia pandémica, se convierte en norma o en paréntesis en los estados, cuya ciudadanía somos nosotros y nosotras.
*Ander Moraza, analista político.
Artículo publicado en El Salto.