Los franceses parecen querer tomar el control de su propio destino y era urgente que se decidieran a hacerlo. El mundo político-mediático ya no podía hacer otra cosa que lanzarles su odio a la cara.
Es urgente actuar porque nuestro país [Francia] está empobreciéndose a toda velocidad, al ritmo de una inexorable espiral deflacionista.
Es gravísima la desindustrialización de Francia. Personalmente, yo que siempre trabajé en la industria, estoy viendo desaparecer numerosas habilidades junto con las industrias que las desarrollaban. Eso está sucediendo tanto en las industrias mecánicas, que en el pasado fueron el orgullo de la industria francesa, como en las industrias de la electrónica.
Una deuda injusta e inútil, obligatoriamente aplicada a Francia debido a la relación entre los intereses que el país tiene que pagar a los mercados financieros, hace cada vez más aplastante el sistema fiscal francés, cosa que todos estamos comprobando.
No hace aún mucho tiempo, la riqueza francesa –y por consiguiente la capacidad del país para enfrentar la deuda– se apoyaba en una industria floreciente. Pero esta última se ha desplomado ante el empuje de la industria china. Ahora son sólo las clases medias las que sufren la presión financiera. Al mismo tiempo, se derrumba el consumo, los servicios de salud franceses –que estuvieron entre los mejores del mundo– también se caen a pedazos, al igual que todo el conjunto de los servicios públicos y el sistema educativo.
Para completar la destrucción del sistema social francés, se ha orquestado la llegada de grandes masas de migrantes para que los pobres del mundo entero puedan venir a ofrecer dócilmente su fuerza de trabajo a bajo precio, en lugar de los trabajadores franceses.
Quienes ostentan el poder, como representantes en Francia del gran capital globalizado y especulador, alimentan a una clase lacayos que monopolizan la información y los medios de difusión en general. Estos últimos no hacen más que divulgar el odio que sienten contra el pueblo y no proponen otra cosa que la censura para tratar de enfrentar el descontento.
Hace mucho tiempo que no se veía a las élites intelectuales y mediáticas tan divorciadas del pueblo de Francia.
Los franceses han perdido, por esas razones, la confianza en todo lo que pueda parecerse a una institución, viéndolo incluso como un enemigo.
El movimiento de los “Chalecos amarillos” [1] quiere ser apolítico –en cuanto a no acercarse a ninguna formación o tendencia política– pero es altamente político en el sentido ciudadano del término. Tratando de ser apolítico, ese movimiento ha rechazado el apoyo de sindicatos y de partidos políticos –algunos desacreditados y otros vilipendiados. Pero es un movimiento justo y fuerte contra los impuestos injustos, impuestos que provienen precisamente de la deuda, pero no de una deuda que es en sí misma virtual sino de los intereses que hay pagar por esa deuda. Es un movimiento inédito porque recurre a un nuevo modelo de organización societal, la red de contactos entre los ciudadanos y las redes sociales.
¿Qué otra cosa puede hacer el poder que recurrir a la represión y la censura? No puede reducir los impuestos sin quedar mal ante los mercados financieros. Está instaurándose un tipo de quiebra similar a la de Grecia. Pero, ¿aceptarán los franceses sufrir el mismo destino que los griegos? Eso no es muy seguro. Lo que están proponiéndonos [a los franceses] es una normalización dentro de una “tercermundización”. ¿Después de haber conocido la prosperidad al cabo de los «30 Gloriosos» [2] aceptarán verse sometidos a una degradación que ya parece no tener límites?
¿Propiciará esta revuelta el surgimiento de nuevas figuras políticas? ¿Saldrá de ella un sistema político nuevo? En todo caso, esto último sería muy necesario porque el actual sistema está llevándonos directamente al desastre.
El pueblo de Francia tiene que arrebatarle el poder a la oligarquía globalizante y a sus representantes “franceses”.
No será fácil. Pero nosotros somos el pueblo y el pueblo unido no puede ser vencido.
Es evidente que todo esto es sólo el comienzo y que la justa cólera popular no puede apagarse.