El enamoramiento “progre” con aquella caravana inicial de barbas y cigarros le permitió incluso a Fidel dictar conferencias en los propios Estados Unidos. Duró hasta que en Cuba comenzaron a tomar las necesarias medidas económicas para liquidar el enorme casino en el que se había convertido la isla (ver “El Padrino” II o buscar el cuidadosamente ocultado teleserial “Historia del Crimen”).
Entonces, los barbudos dejaron de ser “simpáticos” y el mundo debió tragarse toneladas de falsedades sobre los fusilamientos y prisiones en La Habana. En el medio de esta abrumadora campaña anticubana, Washington armó y produjo numerosos atentados terroristas que culminaron en 1961 con el desembarco mercenario en la Bahía de Cochinos, patrocinado por la CIA y ampliamente desbaratado por los milicianos castristas.
Desde entonces, tras el inaudito e inaugural fracaso de la invasión imperial, en las principales metrópolis, pero fundamentalmente desde los indignados Estados Unidos se alzaron indomables voces reclamando libertad para los mercenarios y apertura de fronteras para dejar salir a los millones de cubanos “presos” por el dictatorial régimen fidelista.
Era la época de la “epopeya de las balsas” que zarpaban clandestinamente desde las costas cubanas y se lanzaban a alcanzar las norteamericanas de Florida, unos 80 kilómetros al norte de la isla. Fidel oyó el “reclamo de las democracias mundiales” y a principios de la década de los 80, no sin antes advertirles a los Estados Unidos en qué se estaban metiendo, permitió el éxodo de decenas de miles de cubanos quienes, por zarpar en su mayoría desde el puerto de Mariel, recibieron el apodo de “marielitos”.
La condición que puso Fidel Castro fue que además de dejarlos entrar, no los devolvieran…
Los “marielitos” inundaron Florida, que dejó de ser un estado rubicundo y esclavista para convertirse en un emporio mafioso de primer nivel, centro del tráfico de drogas manejado por los experimentados facinerosos habaneros, en el que, a poco andar, se sumaron puertorriqueños, jamaiquinos y haitianos (ver “Cara Cortada”, con Al Pacino y una increíblemente bella Michelle Pfeiffer).
Aquella candorosa época de la “Alianza para el Progreso” promovida por un John F. Kennedy demasiado iluso, lo que lo llevó a ser asesinado de inmediato, daba pie para pensar en una posible alborada democrática, de paz y justicia, en un mundo que recién se desembarazaba del macartismo y a regañadientes y a los tiros aceptaba la existencia de diferentes regímenes socioeconómicos y el surgimiento de decenas de nuevos estados independientes y soberanos.
Duró poco. No pudo con la historia.
En los cines ganaban John Wayne y Clint Eastwood. El general Custer realmente había matado indios. John P. Morgan había financiado la salvaje expansión capitalista al lejano oeste. Los Rothschild conquistaban Medio Oriente. La OTAN fomentaba el renacimiento del nazismo. La ONU dejaba de lado su estatuto pacifista ecuménico y ordenaba la invasión a Corea del Norte. Francia saqueaba desvergonzadamente Indochina. Los belgas mataban a Lumumba. Inglaterra pugnaba por conservar a los cañonazos su podrido Commonwealth…
Nada nuevo. Sólo que ahora eso era contado, explicado e impuesto por la magia del cine en Technicolor y Cinemascope… Superman y el Capitán Marvel y Batman salvaban al mundo de los malvados chinos con trenzas y largas uñas. Un simple reemplazo de Sandokán (manejado por el blanco doctor Yáñez) y hasta del propio Tarzán (blanco himself) por algo más sofisticado y abrumador.
La paz del nuevo orden imperial no alcanzó para imponerse al arrollador avance de los movimientos de liberación nacional. Siempre calificados como “salvajes”, “asesinos” o “terroristas”. Fuesen argelinos, kenianos o vietnamitas. Los Errol Flynn de turno, atildados y limpitos, se encargaban de demostrarle al mundo que el monopolio de la paz les pertenecía y que eran los únicos encargados de impartir justicia.
La paz… era la misma paz que luego del Tratado de Tordesillas, suscripto entre Madrid y Lisboa en 1494, apenas “descubierta” América, dividió al mundo en español y portugués, lo que legalizó las matanzas y esclavitud de los “salvajes nativos”. Era la misma paz que permitió, luego de Waterloo, que los imperios de la Santa Alianza aniquilaran los intentos revolucionarios en Europa a mediados del siglo XIX.
Era la misma paz que, tras el fin de la guerra de secesión en los Estados Unidos, le facilitó al nuevo imperio apoderarse de California, Texas y demás posesiones mexicanas, y ordenar la “democratización” de Cuba, Puerto Rico y algunas que otra islita caribeña, expulsando a los colonialistas españoles. “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”, dicen que dijo el “horrible dictador” Porfirio Díaz.
Esa paz que le permitió a Washington partir Colombia para crear la Panamá del canal, lanzarse contra el mítico Sandino, invadir y destruir la Guatemala de Jacobo Árbenz, derrocar y masacrar el Brasil de Goulart, el Chile de Salvador, la Bolivia de Torres, la Argentina de Perón, hasta el propio Uruguay, convertido en un refugio de perseguidos políticos de todos estos países. Todo esto franca e impunemente admitido por la CIA, pero además por el propio Henry Kissinger, un tótem de la democracia liberal. Como se sabe “América es para los americanos” …
Y más acá, los golpes “jurídico-parlamentarios” ejecutados por los instruidos fariseos locales en la Honduras de Zelaya, en el Paraguay de Lugo o en la Bolivia de Evo. Y también, ¿por qué no? los mediáticos “triunfos” electorales en Ecuador, Argentina, Brasil, Uruguay de fraudulentas coaliciones circunstanciales que abrieron amplio acceso al saqueo y el robo descarado de nuestros países por los personeros del imperialismo financiero especulador. ¿Alcanza todo esto para definir la paz en nuestra región?
Es curioso que esta paz sea “custodiada” por un sistema judicial blindado. Un sistema que no admite ninguna modificación, ni modernización, ni reforma. ¡Nada! Que garantiza y asegura la persecución a ultranza de cuanto insólito pretendiente a la justicia imparcial asome por el horizonte. Nuestra Cristina. Lula. Correa. Zelaya. Lugo. Antes “el tirano prófugo”, el propio Sandino, Allende, Torrijos… Cualquier intento de atentar contra estas sagradas estructuras recibirá el rayo flamígero del exterminio.
Siempre habrá un Almagro (¡qué maravillosa coincidencia con los conquistadores!) y una OEA dispuesta a ejercer el papel de amanuense represivo y felpudo para los nuevos virreyes.
Es notable que, cuando en todo el mundo se consolidan los nuevos centros de la multipolaridad, nuestra América Latina ni siquiera retoma los anhelos unitarios de nuestros libertadores. ¿Es que se piensa que “Gran Colombia” o “Provincias Unidas del Río de la Plata” eran simples títulos? ¿Nos olvidamos de la intensa fraternidad que unía a nuestros pueblos en el combate por su liberación? Pese a las diferencias, todos tenían en claro el objetivo principal: ese, liberación.
No soy un experto, pero algo conozco, tangencialmente, de la “oposición” venezolana. Incluso desde antes que fuera “oposición”. Las corruptas luchas entre “copeyanos” y “adeco”. Los codazos y tiradas de pelo entre los fracasados pretendientes a enfrentar a Hugo Chávez en todas las elecciones presidenciales de este siglo. La “provechosa” desaparición del afamado autoproclamado presidente Guaido. Este Edgardo ligeramente decrépito en poder de Corina. ¿Esta historia deshilachada es la que pretende imponerse sobre el pueblo de los montes, de los llanos, de los barrios populares de Caracas, beneficiados por un Estado presente?
¿La justicia de quién estamos promoviendo? ¿La de las petroleras yanquis que ambicionan el Orinoco o Esequiba? ¿La de los fondos buitres listos para apoderarse de los activos venezolanos congelados en Londres? ¿La de las mineras ansiosas por el oro de las minas venezolanas? ¿El brutal bloqueo económico de los chantajistas de Wall Street?
Y es que la definición de paz y justicia tiene que ver con el criterio histórico. Siempre sus parámetros fueron determinados por la clase dominante. Los mau mau de Jomo Kenyata, los bóxeres chinos, los saharauis, los sandinistas, los vietcong del Tío Ho entre otros, no sólo fueron luchadores por la libertad, sino defensores de una justicia protectora de su soberanía y autodeterminación. Fueron restauradores de un Estado agredido y saqueado por la violencia y la injusticia imperial.
En este marco actual, donde lo mediático parece imponerse sobre el análisis objetivo y veraz de la realidad, quizá debería ser prioritaria la orientación hacia la paz y la justicia que defienden y promueven estas luchas. Porque de no hacerlo, de no respetar este posicionamiento, el peligro es que esas luchas sean ahogadas, como siempre, en sangre, represión y miseria. Abundan los ejemplos.
Pienso en algunas expresiones de alguna/os respetada/os progres y me viene a la memoria una antigua historia de finales del siglo XIX, cuando los imperialismos europeos se disputaban la explotación de Asia y África. El enfrentamiento había llegado hasta la inminencia de una crisis bélica que luego daría pie a la primera Guerra Mundial. En el parlamento alemán se discutía la asignación de empréstitos militares. La socialdemocracia germana, imbuida de un falso patrioterismo, ignoraba la esencia colonialista del tema y adhería a esos empréstitos. August Bebel, histórico dirigente sindical y líder icónico de la socialdemocracia alemana, alarmado reparó tras su discurso en el parlamento, en los aplausos de la derecha reaccionaria. Su reacción quedó grabada a fuego en la historia de los movimientos revolucionarios: “¿Qué has dicho, viejo imbécil, que la canalla te aplaude?” …
Aquí, estimada/os, está el Punto Crítico de nuestra posición: estamos con los pueblos y los Estados que enfrentan la violencia imperial, o somos funcionales a sus designios de sojuzgamiento. Como se sabe, “a los tibios los vomita Dios”.
Hernando Kleimans* Periodista, historiador recibido en la Universidad de la Amistad de los Pueblos «Patricio Lumumba», Moscú. Especialista en relaciones con Rusia. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: PIA Global